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– ¿Y usted qué hacía en ese tiempo?

– Yo estaba casado con la hija del Emperador, así que o se animó a tocarme. Cuando empezaron a llegar los asesores soviéticos las cosas se pusieron feas para la gente que tenía tierras, pero se puso peor para los comunistas. Los ingleses y los franceses protestaban, pero el Emperador los convenció de que antes de echar a los rusos había que dejar que acabaran con los marxistas. Ahí teníamos prochinos, trotskistas, albaneses, socialdemócratas, nacionalistas, tribalistas, de manera que los soviéticos pusieron un poco de orden, y Quomo se fue metiendo la soga al cuello con sus llamados a incendiar el país en nombre del leninismo. Para colmo hizo la reforma agraria en la estación de las lluvias y la cosecha de café se pudrió completa y el algodón llegó mojado a Europa.

– En toda revolución se cometen errores -dijo Lauri y empujó el último bocado con un trago de vino.

– Es que la revolución es en sí misma un error, señor mío. Felizmente los ingleses y los americanos se pusieron de acuerdo con los rusos y una noche organizaron una operación comando para liquidarlo de una vez por todas. Se lo llevaron al medio de la selva para fusilarlo, pero cometieron el error de dejarlo grabar un mensaje de despedida que se copió de una carta del Che. Su fuerte es la tosudez, no la imaginación.

– Yo me había hecho otra idea…

– Cuidado. Si usted va a enfrentar a los ingleses no haga acuerdos con ese hombre. Avise a su gobierno. Fíjese que antes de que lo fusilaran, cuando lo largaron en un descampado y empezaron a preparar las armas, se puso a hablar, a gritar viva el socialismo, viva el proletariado y todas esas estupideces y no había manera de pararlo. Cantaba la Internacional y no podían bajarle el brazo para atárselo a la espalda, de modo que el oficial ruso, que era un sentimental, se negó a dar la voz de fuego. Así estuvieron tres días y tres noches, esperando a que se callara, que cambiara de discurso, que pidiera por Dios, o por sumadre, algo que permitiera fusilarlo sin remordimientos y sin riesgo de quepasara a la historia. El oficial contó después, cuando le formaron tribunal militar en Kabul, que parecía tan sincero como el propio Lenin, y que lodos tuvieron la impresión de que se estaban equivocando de persona, así que llamaron al Kremlin para consultar, pero nadie quiso hacerse responsable. Durante todo ese tiempo Quomo estuvo gritando cosas como viva la resistencia popular, comunismo o muerte, arriba los explotados del mundo, y al cuarto día empezó con las marchas rojas de Vietnam y Corea. Cuando se quedaba dormido no había argumentos para convencer a los soldados de que dispararan contra un tipo que hablaba en sueños y contaba historias de resistencia, y gestas populares. Ya ve, también los rusos tienen su lado romántico y vaya uno a saber lo que les enseñan en la escuela.

– Lo dejaron escapar.

– Lo abandonaron en la selva, que era como darlo por muerto sin tener cargo de conciencia. Después, cuando Quomo reapareció en Europa, el oficial ruso que incumplió la orden de fusilarlo fue ejecutado en Afganistán por alta traición con retroactividad.

– Yo lo dejé esta tarde en una cervecería conversando con una chica.

– ¿Árabe?

– Más bien punk.

– ¿Usted va a Trípoli vía París?

– Yo voy adonde me dejen entrar.

– Mitterrand está obligado con los ingleses, por ese lado no puedo prometerle nada. Ahora, si ustedes van a abrir otro frente en Bongwutsi, con Kadafi, eso lo podemos charlar.

– ¿Qué frente?

– Vamos, para ustedes la única salida es distraer a los británicos en África. Si Quomo ataca allá, van a tener que dividir la flota entre las Falkland y Bongwutsi. Lo que yo necesito saber es si Kadafi está dispuesto a conversar con los moderados. Me imagino que no piensa dejar los intereses del Islam en manos de un irresponsable como Quomo.

– ¿Qué moderados?

– Mis amigos y yo, los que queremos una revolución blanca y civilizada. Póngame en contacto con la gente del coronel; por ahora no pretendo que me reciba personalmente, pero quiero hablar. El va a necesitar un tiempito de terror con Quomo, se entiende, pero después tendrá que contemporizar con los aliados. Ahí entro yo. Podemos hacerlo sin enfrentamientos, sin roces, con un acuerdo previo. Todo lo que nosotros queremos es negociar un acercamiento. Avísele. Por supuesto, nada es gratis. Usted dirá.

– ¿Qué tienen que ver los ingleses en todo esto?

– Los ingleses lo siguen a usted, naturalmente. ¿No está cansado de que lo echen de todas partes?

– ¿Desde cuándo me siguen?

– No se haga el misterioso. Ya es el tercer papel que entrega en las embajadas argentinas. El primero en Bruselas, el segundo en Bonn, el tercero en Berna.

– Son peticiones contra la dictadura. Voy a las manifestaciones y entrego el mensaje.

– Ya sé. Tengo las copias y las estamos decodificando.

– No me haga reír.

– Muy bien, su cena terminó aquí, estimado. Pero no crea que se va a ir de Suiza sin entregarme su contacto.

– La verdad, no sé de qué habla.

– De acuerdo. No le pregunté qué nombre usa en esta misión, pero ya no tiene importancia: cuando encuentren su cadáver me voy a enterar por los diarios.

11

Como las otras casas del barrio, el consulado tenía rotos los vidrios de todas las ventanas. Bertoldi se inclinó a recoger las astillas esparcidas sobre el camino de lajas y se pió cuenta de que estaba más maltrecho de lo que había supuesto en un principio. Le dolía todo el cuerpo y lamentaba que los periodistas no estuvieran allí para transmitir a Buenos Aires la noticia dé su asalto contra el enemigo. Fue hasta el mástil y puso la bandera en su lugar. Estaba sucia y tenía algunos flecos, pero imaginó que en el futuro alguien la exhibiría en la vitrina de algún museo como ejemplo de coraje y patriotismo.

El despacho tenía los postigos cerrados y la penumbra le alivió los ojos inflamados. No recordaba haber corrido [as cortinas ni tampoco cuándo había comido los huevos, pero las cáscaras estaban allí, apiladas sobre la mesa de la cocina. Su cabeza era un verdadero desorden, un caos de imágenes e ideas que se mezclaban y neutralizaban entre sí. Se desnudó y abrió la canilla para llenar la bañadera. En el espejo se vio la cara manchada de tierra y el cuello salpicado de sangre. Advirtió de pronto, que no se afeitaba desde el comienzo de la guerra y que esos días le habían parecido los más largos desde las vigilias junto al lecho de Estela. Se alejó del espejo para mirarse el cuerpo y descubrió que tenía moretones en las piernas y un raspón a la altura de la cadera. Miró el agua que subía en la bañadera y se dijo que no le vendría mal un vaso de ginebra. Fue a la heladera porque le parecía que había dejado una botella casi llena, pero no la encontró. Tampoco estaba en la alacena, ni en el aparador de las cacerolas.

Miró en el congelador, pero sólo encontró un atado de rabanitos, una banana ennegrecida y las mandarinas que empezaban a cubrirse de un moho azulado. Desistió de la ginebra y se comió la banana de pie, apoyado en la heladera. Después fue al baño, orinó largamente y pensó que en el canasto de los papeles encontraría algunas colillas para armar un cigarrillo y fumarlo en la bañadera. Volvió a su despacho, abrió un postigo y se agachó a revolver en elcesto. Fue entonces que encontró, junto al escritorio, un bolso de lona verde y un par de borceguíes. Una puntada en la rodilla le hizo cerrar los ojos y trató de relacionar esos objetos con lo ocurrido en las últimas horas. Al cabo de un momento intuyó que no estaba solo en la casa. Se, levantó sigilosamente y vio, sobre la mesa ratona, un paquete de Benson, un sombrero panamá y la botella de ginebra. Entonces descubrió al hombre que dormía en el sofá.

Era blanco, de nariz muy grande y barba descuidada, Tenía el pelo escaso y rubio. En la mano derecha, que apoyaba en la almohada, sostenía una pistola reluciente que apuntaba a la cabeza del cónsul. Bertoldi dio un paso al costado y el caño del arma lo siguió como si obedeciera a un radar. El hombre tenía la boca abierta y parecía estar en un sueño profundo. Desde donde estaba parado Bertoldi tuvo la impresión de ver la bala en el fondo de la recámara. Iba a hablarle, pero temió sobresaltarlo y empezó a retroceder hacia el baño. Recién cuando salió al pasillo, el intruso dejó descansar la mano sobre la almohada, pero sin sacar el dedo del gatillo.

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