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El teniente Wilson quería llevar a Monsieur Daladieu ante el agente Jean Bouvard, porque no había entendido bien lo que éste le había contado y dudaba de que estuviera en su sano juicio. Pero el embajador de Francia se había ido en la ambulancia con el commendatore Tacchi para certificar que el honor de Mister Burnett estaba a salvo y de paso comunicar los últimos acontecimientos al Quai d'Orsay. En medio de la confusión, algunos diplomáticos se quejaban de haber perdido a sus mujeres, y el Primer Ministro gritaba que era necesario salir a patrullar la ciudad. El teniente Wilson, desbordado, pidió que le trajeran un jeep para ir a encender personalmente los fuegos artificiales. Quería hacer la cuenta de la tropa que le quedaba e impartir las primeras órdenes de represión.

62

Junto al teniente Tindemann, cayeron del camión algunos fusiles y un obús que había servido en la guerra de Vietnam. Bertoldi miró a los negros y pensó que estaba perdido. En unas pocas horas había pasado de la euforia de la partida a la convicción de la muerte. Lamentó (y creyó que ése era el último sentimiento de su vida) no haber pasado la noche en el Sheraton con la adolescente casi desnuda. Pero también tuvo tiempo de recordar los blanquísimos pechos de Daisy, el aire ausente de Estela y su triunfal entrada al bulevar de las embajadas. No intentó escapar: apenas se movió para abrazar la valija, y se sentó en el pasto. Kiko se agachó a su lado y le pasó un brazo sobre los hombros.

– Acá tiene -dijo-, dejarle todo esto. Un ruso y algunas armas siempre ser útiles cuando uno estar en guerras.

Bertoldi levantó la vista y encontró una cara amable, de ojos compasivos.

– ¿Y ahora para qué los quiero? -dijo en voz baja y empezó a sollozar como el día que le robaron la billetera.

Kiko le dio unas palmadas suaves en la espalda y le sacó la valija sin esfuerzo, como quien le quita el reloj a un muerto.

El ruso los miraba sin entender, preguntándose si debía seguir con su misión o regresar a la embajada para pedir instrucciones.

De repente, por el camino de tierra, vio aparecer al correo del Foreign Office y más atrás, al capitán Standford que llevaba una pistola. Rápidamente se agachó, tomó primer fusil que encontró al alcance de la mano, y O'Connell se precipitó hacia ellos con el puño levantado, le disparó apoyándose en el hombro del cónsul argentino. En un instante todos estuvieron de cara al suelo y Standford empezó a descargar su pistola contra los que se arrastraban detrás del Camión.

63

El tren avanzaba lentamente entre las colinas. Los monos miraban por las ventanillas como si nunca hubieran visto la selva y de vez en cuando se escuchaba un grito destemplado, o un largo bostezo. Lauri se había encerrado en el baño y Quomo estaba sentado junto al gorila rubio, con la mirada puesta en un punto fijo, como si estuviera pensando. El sultán, que no podía dormir, fue hasta la máquina, donde los negros discutían y se pasaban una botella. Cuando lo vieron acercarse dejaron de hablar y uno de ellos empezó a hojear una revista. El Katar notó que habían sacado el retrato del Emperador y en su lugar habían pegado un póster de John Travolta. Les dirigió una sonrisa y señaló la botella.

– ¿Desalcoholizado? -preguntó.

Los negros se miraron entre ellos y el fogonero respondió como por obligación.

– Grapa -dijo, y siguió mirando la revista.

– Pero sin alcohol -insistió el sultán.

El maquinista le alcanzó la botella y con un gesto lo invitó a probar. El Katar sintió que el líquido le quemaba el estómago y le remontaba el ánimo y eso lo convenció de que, como decía el coronel, el mundo sería un día de los negros. Iba a decirles que todavía no podía superar el disgusto de haber perdido el Rolls Royce, pero temió que no lo comprendieran. Cuando insistió en ponerlo en la bodega del Boeing, pensaba que sería mucho más digno y fotogénico tomar el palacio imperial con un Rolls que con un jeep cualquiera.

Apuró otro trago y devolvió la botella con un gesto de satisfacción. El resplandor del avión incendiado se estaba apagando y la lluvia entraba por las ventanillas de la locomotora. El maquinista le miró la ropa hecha añicos y señaló el vagón de los gorilas.

– El comandante -dijo-, ¿habrá cambiado de idea?

– No creo -dijo el sultán-. Todo esto será una gran destilería y va a haber trabajo para todos.

– Destilería no está mal -dijo el maquinista-, siempre que no empiece otra vez con el sorteo de parejas.

– ¿Sorteo? -preguntó El Katar, y pensó en las asambleas populares del desierto.

– El que hacía con la lotería. Al final es peor que andar necesitado.

– ¿Quomo rifaba mujeres?

– Mujeres y hombres, obligatorio para mayores de catorce y menores de setenta. Uno se pasaba la semana esperando la jugada y después le tocaba cada cosa que mucha gente prefería cumplir los treinta días de cárcel. Yo nunca tuve suerte con las mujeres.

– ¿Cómo lo hacían?

– Con el número de documento y un bolillero en cada barrio, como para el servicio militar. A mi mujer le tocaron dos muchachos jóvenes y una senegalesa gordita, pero a mí me salía cada cosa terrible. El comandante lo llamaba socialismo sexual, o algo así. Los rusos terminaron con eso.

– En Libia hubiera sido mal visto -dijo el sultán.

– En cualquier parte. Al comandante le tocaban lindas mujeres porque siempre tuvo suerte en el juego pero yo le aseguro que muchas veces tuve ganas de dar parte de enfermo.

– ¿Lo quiere el pueblo?

– ¿A Quomo? Cuando lo fusilaron hubo tres meses de duelo y eso que estaba prohibido nombrarlo. Todavía hay gente que tiene su foto enterrada en el patio. A la noche, con el apagón, la sacan y le prenden una vela.

– ¿Usted lo hace?

– No, en el ferrocarril no es muy popular. Los ingleses eran mejores con los trenes: ahora ya casi no funcionan.

– Ya se van a usar de nuevo -el sultán señaló la botella-. Van a tener que llevar tanques y tanques de esto hasta el puerto.

– Puede ser, pero si Quomo llega al gobierno nos van a cerrar todas las aduanas. ¿A dónde van ahora con esos monos?

– A tomar el palacio imperial.

– ¡Eso no me lo quiero perder! Dicen que el trono es de oro macizo.

– Venga con nosotros, entonces.

– No, si va a estar el Emperador seguro que lo pasan por televisión.

64

Las balas del teniente Tindemann no dieron en el blanco, pero le confirmaron a O'Connell su sospecha de que los soviéticos habían copado la revolución. Se arrastró hasta un matorral y vio que los negros tomaban las armas y se preparaban para la resistencia. Bertoldi, que se había tirado cuerpo a tierra, estaba replegándose hacia un zanjón. El capitán Standford, parapetado detrás de un árbol, recargaba la pistola y gritaba a O'Connell que pusiera en marcha el auto. El irlandés recordó la promesa de Quomo de que nunca más volvería a aliarse a los rusos y se sintió decepcionado. Pese a su indignación, a la amargura de comprobar que nunca tendría un lugar entre los desposeídos de la tierra, empezó a deslizarse a espaldas de Standford, que estaba disparando otra vez. Una ráfaga de metralla le pasó sobre la cabeza y se dijo que no había cosa más triste en este mundo que ser abatido por los propios camaradas.

El cónsul miró la valija abandonada por Kiko, que había ido a refugiarse detrás del camión, y creyó que O'Connell había llegado hasta allí para buscar el dinero. En ese caso, cualquiera fuese el resultado del combate, su vida estaba en peligro. Levantó uno de los fusiles y con el caño atrajo la valija hasta el zanjón donde estaba escondido. Una vez que la tuvo en sus manos se internó en la selva y rogó a Dios que le permitiera salir de allí. Nunca lo molestaba con plegarias, y la única vez que lo había invocado, junto al lecho de Estela, elSeñor no había respondido a su súplica. Entonces, mientras apuraba el paso en la oscuridad, tropezando, llevándose por delante los arbustos, se dijo que el Cielo estaba en deuda con él. Trató de no alejarse demasiado del camino y anduvo hasta que advirtió que nadie lo seguía y pudo detenerse a descansar un momento. Estaba agitado, confuso, y tenía miedo de pisar una serpiente o de caer en una ciénaga. Hacía dos meses que vivía acorralado. Desde el comienzo de la guerra había tratado de hacer lo que cualquier buen argentino hubiera hecho, pero las cosas le habían salido mal porque todo el mundo se interponía en su camino, y nadie estuvo nunca más solo que él. Y sin embargo todavía no estaba vencido, ni se había entregado. Había dejado el consulado, pero aún tenía la bandera en la valija y eso lo reconfortaba como si llevara detrás de él a diez mil soldados. Se sentó sobre una piedra, sacó la botella y tomó un trago. En el bolsillo del impermeable encontró los cigarrillos, pero no se animó a prender uno por temor a ser visto en la oscuridad. Miró la hora y calculó que si caminaba siempre en la misma dirección encontraría la ruta por la que pasaba el ómnibus para Dar-es-Salaam. Todavía escuchaba tiros, y si alguien le hubiera preguntado, diría que le gustaría saber que O'Connell les había dado su merecido a los negros. Pensaba en la perfidia y la hipocresía de los nativos, cuando llegó a un claro y encontró un terraplén que cortaba la selva en dos. La lluvia volvió a golpearle el sombrero y se alegró de ver los nubarrones sobre las copas de los árboles. Subió la pendiente arrastrando la valija, inclinándose para no perder el equilibrio, y cuando llegó arriba se encontró con las vías del ferrocarril y un cartel que decía Bongwutsi Station 15 Km.

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