Durante la media hora inicial, el coronel Yustinov siguió el lance con asombro, mientras vaciaba una botella de Cabernet, pero luego empezó a impacientarse como el resto de los invitados que habían tomado ubicación en la tribuna. Cuando vio llegar al teniente Tindemann, se dijo que al menos podría enviar a Moscú un informe apoyado con documentos gráficos. El teniente plegó el paraguas, besó la mano de Madame Daladieu que estaba en el primer peldaño y subió entre la gente mientras los adversarios levantaban sus armas y disparaban al mismo tiempo. Los espectadores movieron las cabezas hacia los lados, comprobaron que Mister Burnett y el commendatore Tacchi seguían en pie, y se pusieron a charlar y reír en ellos. Sin el repertorio italiano, la orquesta empezó a repetirse. El teniente Tindemann se sentó al lado de su superior.
– El oso tiene su comida -dijo en voz baja.
El coronel sintió que su corazón se aceleraba. Sonrió para los demás y deslizó una pregunta casi inaudible.
– ¿Suficiente para volver a su guarida?
– Afirmativo -respondió el teniente y levantó la vo para comentar que las armas le parecían poco precisas Un camarero pasó por las gradas sirviendo vino y champagne.
– Vaya y revele -dijo el coronel.
Tindemann bajó de la tribuna, se acercó a Monsieur Daladieu para avisarle que iba a cruzar el campo del honor, y antes de irse fotografió a Burnett y a Tacchi recargando las armas. El capitán Standford, del servicio de inteligencia británico, había notado la ausencia del oficial soviético. Mientras lo miraba alejarse por el sendero de lajas desplegando un paraguas impresentable en una fiesta de gala, llamó al teniente Wilson.
– ¿Usted no nota algo extraño? -preguntó.
– Iba a decírselo, señor. A mi juicio las miras están torcidas.
– Me refiero al ruso.
– Va mucho al baño.
– Está bien. Hágase cargo hasta que yo vuelva.
42
El cuerpo de O'Connell aplastó una docena de cajas de champagne que el personal había apartado para vender en elmercado negro. Dos ayudantes de cocina que iban arrastrando al destartalado guardián del museo lo vieron caer y se preguntaron por qué esa noche a la gente se le ocurría arrojarse por las ventanas.
Cuando el irlandés pudo moverse, sintió un dolor punzante en las costillas y tuvo la sensación de que todo ocurría a su alrededor en una superposición de imágenes, como si lo viera en un televisor mal ajustado. Los de la cocina dejaron al guardián en la galería y volvieron a la vereda para mirar los destrozos causados por el blanco.
La lluvia barría rápidamente la espuma del champagne y los vidrios estaban esparcidos sobre los mosaicos. Uno de los empleados apartó las piernas de O'Connell y se fijó si había quedado alguna botella sana. Hablaban en su idioma y el irlandés pensó que si no conseguía explicarse a tiempo también él sería pasado por las armas. Quería advertirles sobre la traición de los soviéticos, pero no alcanzaba a articular una palabra. Los negros lo tomaron de los brazos y las piernas y lo llevaron hasta el salón donde estaba también el agente de seguridad inglés que O'Connell había capturado en la oscuridad del museo. Tenía un parche sobre la cabeza, el pantalón abierto hasta la rodilla y la mirada perdida. El irlandés pensó que se trataba de un herido en combate al que estaban curando para conducirlo ante los tribunales populares. Los ayudantes de cocina lo dejaron en otro sillón y uno de ellos le preguntó si se sentía bien. O'Connell asintió y se dijo, al verlos vestidos de un blanco impecable, que los revolucionarios habían organizado un perfecto servicio de enfermería. El salón principal estaba desierto y le pareció evidente que los blancos habían sido sorprendidos en medio del banquete. Oyó otros dos balazos y comprendió que los juicios eran sumarísimos y expeditivos. Movió las mandíbulas y trató de decir algo. Lentamente estaba recuperando los reflejos. Uno de los negros fue hasta una mesa, tomó un balde de hielo y una servilleta y preparó un envoltorio que le puso sobre la cabeza. En el otro sillón, el inglés quiso ponerse de pie, pero sólo consiguió que se le cayera la venda que tenía sobre la frente. El ayudante de cocina se la colocó otra vez, fastidiado, y volvió a donde estaba O'Connell.
– ¿Inglés? -preguntó.:
El irlandés negó enfáticamente con la cabeza y se llevó una mano a la solapa del smoking donde tenía prendido el escudo de Boca Juniors. El negro se inclinó a mirarlo y llegó a la conclusión de que se trataba de uno de los embajadores invitados.
– Es a pistola -dijo, y señaló hacia el jardín-. Mala puntería.
O'Connell bajó la cabeza, abatido. Pensó que tenía que escapar de allí para buscar el cuartel general de los sublevados y aclarar su situación. Estiró las piernas y sintió que le volvían las fuerzas. Los negros conversaron un momento entre ellos y salieron por la puerta principal. El irlandés intuyó que había llegado el momento y se paró. Todavía estaba atontado, pero podía caminar. Al pasar junto a las mesas tomó una botella por el cuello y contempló la ventana abierta. En el momento que acercaba una silla para saltar, oyó a uno de los negros que llegaba a la carrera.
– ¡No caminar! ¡Esperar doctor! -gritaba, y alcanzó a tomarlo de un brazo. De pie sobre la silla, O'Connell levantó la botella y la destrozó sobre la cabeza del ayudante de cocina. Al ver al negro sentado, sangrando por la nariz, el irlandés pensó que tendría que justificar ante Quomo su conducta de esa noche. Ganó la calle por la puerta trasera y vio las limusinas de los embajadores estacionadas a lo largo del bulevar. Pensó que lo primero que tenía que hacer era ir a buscar sus armas al consulado y avisar a Bertoldi que había llegado el momento de atacar la zona de exclusión antiargentina. Imaginó al cónsul tomando posesión de la embajada británica y se dijo que también ese hombre humillado por el imperialismo y dejado de la mano de Dios tenía derecho a compartir los primeros pasos que daba el hombre nuevo en ese olvidado lugar de la tierra.
43
El sultán y Lauri entraron en la cabina de mando donde Quomo estaba recostado leyendo Le Monde. El Katar controló el piloto automático, leyó los instrumentos y se instaló en el asiento del comandante. Se hacía de noche y el desierto tomaba un color gris profundo.
– ¿A qué aeropuerto vamos? -preguntó.
– Ningún aeropuerto -dijo Quomo y sacó los pies de encima del tablero-. Vamos a bajar en el lago.
– A tanto no me puedo comprometer. No tengo experiencia en amerizaje.
– Déjeme a mí. ¿Cuándo empezamos a ver selva?
– Para eso hay que decirle a la computadora que cambie el rumbo, porque en esta dirección vamos a Arabia Saudita. ¿Cuál es la coordenada de Bongwutsi?
– Pruebe doce grados siete minutos sur, a ver si encontramos la cuenca del Nilo, después yo me oriento solo.
El Katar se colocó los auriculares y apretó unos botones en la computadora. Una larga lista de aeropuertos apareció en la pantalla.
– Lusaka, mil ochocientos kilómetros. ¿Le sirve el dato?
– No, pero corrija dos grados al este a ver qué pasa. Usted, Lauri, apague ese cigarrillo y vaya con Chemir a preparar las armas. Hay que llegar haciendo ruido.
Lauri aplastó la colilla en el cenicero.
– ¿Cómo hace para adivinar los números de la ruleta? -preguntó.
Quomo se volvió y lo miró a los ojos.
– ¿Qué le pasa? ¿No está de acuerdo con el refrán?
– Me pone nervioso que acierte siempre. Podríamos estar limpiando algún casino en lugar de ir a hacernos matar en la selva.
– Disculpe -interrumpió el sultán-, pero no me autorizan a entrar en el espacio aéreo de Bongwutsi. Pusieron bombas en la pista y el aeropuerto está cerrado.
– ¿Está seguro? -Quomo manoteó los auriculares y pidió a la torre que repitiera el mensaje. Estuvo un minuto escuchando con la boca abierta.