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– Voy a la prefectura y les digo que adelanten miexpulsión… ¡Por favor!

– ¡Natural! Les dice que un amigo lo llamó desde París para ofrecerle un trabajo. El amigo se llama Chemir Ourkale, del restaurante La Belle Fleur y pueden llamarlo para confirmar. No es una mala historia.

– Si ese tipo existe…

– Dispare a las tres menos cinco en punto. Ni un segundo antes ni uno después.

Quomo fue hasta el ropero, sacó un maletín y lo abrió sobre la mesa. Envuelto en un paño marrón había un fusil desarmado. Era de un azul oscuro y brillante. El negro empezó a armarlo con movimientos rápidos y seguros.

– ¿No es una maravilla? Fíjese qué terminación. Debe ser frustrante fabricar esto: casi siempre se los utiliza una sola vez y enseguida van a parar al fondo de algún lago. Tome, no pesa más que un atado de cigarrillos. Pruebe la mira y dígame qué posibilidades tenemos.

Lauri fue hasta la ventana y apoyó la culata sobre un hombro.

– Alcánceme una silla.

Tiró la campera al suelo, se sentó, y puso el cañón sobre el marco de la ventana.

– Apague la luz.

Apretó un ojo contra la mira y buscó el campanario.

– No es fácil, la caja es chica y está muy oscuro,

– ¿Le pega o no le pega? -se impacientó Quomo, y encendió la luz.

– No sé, no puedo asegurarlo.

Dejó el fusil sobre la cama, junto a la muchacha, y se quedó un momento mirando el pezón que asomaba por encima de la sábana.

– Usted no se imagina cuántas cosas dependen de ese disparo, Lauri. Patik va a recibir un millón de dólares que vienen de Washington. Un hombre de los servicios franceses le va a entregar la valija al lugarteniente de ese canalla cuando el crillón dé las tres. Ayer me enteré delasunto y pensé que no sería difícil ganarle de mano si alguien podía hacer sonar las campanas un poco antes.

– No entiendo.

– ¿Conoce al empleado de Patik?

– Cuando fui a cenar había un tipo con él. Un sordomudo.

– ¡Ese! ¿Se da cuenta, ahora?

– No veo adonde quiere llegar.

– Para ir a buscar la valija, el sordo va a controlar la hora con su reloj. En cambio, el francés va a ir a la cita por lascampanadas. Si las hacemos sonar cinco minutos antes, yo me adelanto, recibo la valija y me hago humo antes de que aparezca el sordo.

Lauri se tomó la cabeza.

– Usted está chiflado.

– ¿Porqué?

– Suponga que el francés mire el reloj.

– No. Póngase en lugar del tipo. Está en un auto o en una lancha amarrada al muelle. De pronto oye las campanadas. Mira el reloj y ve las tres menos cinco. ¿Qué piensa? Piensa me anda mal el reloj, no es posible que en Suiza den las tres antes de hora. Toda la industria relojera se vendría abajo. Por las dudas el tipo va al depósito, total el único riesgo que corre es el de llegar un poco antes.

– ¿Y el otro? Los sordos oyen vibraciones.

– Sí, pero éste es un tipo obediente. Le van a dar un reloj bien calibrado y por más vibración que sienta va a creer que son las montañas que se derrumban y va a esperar a que se le hagan las tres en punto. Entonces me quedan cinco minutos para desaparecer con la valija. ¿Qué le parece?

– No sé, Patik dice que usted es capaz de cualquier cosa.

– ¿Ya le contó la historia de los clítoris?

– Fue lo primero que hizo.

Quomo sonrió y rozó el cabello de la muchacha con una mano.

– ¿Y por qué no se la creyó?

– Porque no sabe contarla.

El negro estiró un brazo y le palmeó un hombro.

– ¿Almorzamos en París, entonces?

– Si usted lo dice… ¿Dónde queda Bongwutsi?

– Ni siquiera figura en el mapa. Tero desde allí vamos a sacudir a los descreídos del mundo.

Sentado al borde de la cama, Lauri disco la hora oficial y dejó el teléfono sobre la mesa. Después de despedirse de Quomo había cerrado la puerta con llave. A cada rato apuntaba el fusil hacia el campanario para familiarizarse con el blanco. A su lado, la muchacha dormía plácidamente, abrazada a la almohada. El argentino la miró de cerca: tenía unos pechos muy blancos, parados como vigías. Afuera, la ciudad era un friso cruzado de luces y las torres de la catedral se alzaban sobre los techos, iluminadas por los reflectores.

Mientras se acercaba la hora, trató de acostumbrar la vista a la mira. Podía ver la caja brillando junto a la campana, aunque no alcanzaba a distinguir sus contornos. Pensó que se estaba embarcando en una locura, pero al fin y al cabo los sueños de Quomo eran como un fantasma de sus propios sueños, y esa noche era la prolongación de otras noches. La voz del teléfono entraba en la cuenta regresiva. Apoyó la culata en el hombro y hundió el ojo derecho en el visor. Cerró el dedo suavemente sobre el gatillo y por un instante el mundo fue para él esa vaga mancha amarilla fija en su retina. Contuvo la respiración, tensó los músculos y disparó con un movimiento corto y seco.

Las campanas sonaron tres largas veces mientras Lauri dejaba caer su cabeza sobre el fusil. Las sienes estaban a punto de estallarle. Una sonrisa le iluminó la cara y miró de reojo a la muchacha que se había sentado en la cama.

– Será en África -dijo-, pero venceremos.

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– …por lo que el señor Theodore O'Connell se manifiesta fervientemente solidario con la República Argentina en su disputa con Gran Bretaña y acude al consulado sito en la capital del Imperio de Bongwutsi, por mí atendido, con el propósito de ponerse al servicio de nuestro pabellón nacional y tomar las armas si fuera necesario para defender nuestra soberanía, como lo haría todo hombre de bien amante de la libertad y los ideales sanmartinianos. Al amparo de esta sede diplomática expresa qué desea adoptar la nacionalidad argentina y residir en el (futuro en territorio de la República, si le fuera posible en las recientemente reconquistadas islas Malvinas, jurando obedecer y defender nuestra Constitución y, agrega, los valores de la santa Iglesia Católica a la que dice pertenecer. Visto y considerando lo antedicho, la autoridad argentina en Bongwutsi le otorga el derecho de asilo por causa de persecución política y religiosa por parte de las autoridades británicas las que, dice, son indignas de considerarse civilizadas por el atropello colonial cometido" contra nuestra Patria y por la ocupación a sangre y fuego del territorio del Ulster. Firmado: Faustino Bertoldi, a cargo del Consulado General de la República Argentina en el Imperio de Bongwutsi.

– Perfecto. Ahora saque fotocopia de todo y entregue el pasaporte a las Naciones Unidas. Mándelo por correo, así evitamos discusiones.

– Justamente, voy a necesitar estampillas. ¿Usted no me prestaría cinco o diez libras…?

– Hay libras y dólares. Las libras están bastante bien hechas, pero a los dólares habría que arrugarlos un poco. A nosotros nos mandan los de las últimas planchas, cuando se van quedando sin tinta.

– Insisto: si todo es falso vamos a tener problemas.

– Apréndase esto, Bertoldi: "Ya no se trata de comprobar si una ecuación es verdadera o falsa, sino de saber si es agradable o desagradable a la policía, útil o inútil al capital."

– ¿Y eso qué es?

– Una observación de Marx.

– Pero cómo, ¿no me dijo que era católico?

– Lo cortés no quita lo valiente. Si todo sale bien usted va a ir a Buenos Aires en el avión que la revolución le va a expropiar al Emperador. Es posible que le pongamos su nombre a una calle o a una escuela de las que vamos a construir, como usted guste.

– Mire, O'Connell, en la Argentina no simpatizamos con los comunistas, así que le pido que me ahorre esos homenajes.

– Lo que podemos hacer entonces es expulsarlo como agente de la CÍA.

– Tampoco exageremos. Yo condeno públicamente al marxismo y a la subversión y ustedes me echan en un avión cualquiera.

– Délo por hecho. Alcánceme el bolso.

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