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– Hace días que vengo a buscarlo. Ya se imagina.

El cónsul lo miró de reojo. Había poca luz y apenas podía distinguir que se trataba de un tipo elegante.

– ¿Usted es del gobierno? -dijo Bertoldi.

– No me pregunte nada. Su valija está en la conserjería del Sheraton.

Metió dos dedos entre el pañuelo que asomaba del bolsillo del saco y le pasó un ticket amarillo.

– Perdone la demora, pero todo el mundo está nervioso por las bombas.

– ¿Una valija?

– No hubo tiempo para preparar algo mejor. Le sugiero que la retire antes de la fiesta de los británicos, pero ande con cuidado: su casa está demasiado vigilada.

Bertoldi miró hacia los costados. Un cura joven estaba cambiando las velas de la Virgen.

– Se va a reír pero no tengo plata para ir al hotel.

– Está todo pago.

El cónsul movió la cabeza, intrigado.

– Perdone la curiosidad. ¿Ese traje lo compró en Yves Saint Laurent?

El hombre tuvo un sobresalto.

– ¿Me estuvo vigilando?

– No, por favor, no tiene importancia.

– Lo había subestimado, embajador.

Estuvieron unos minutos en silencio y el cónsul se dio cuenta de que había empezado a rezar de verdad. Completó el Padre Nuestro y se animó a preguntar:

– ¿Por qué yo?

El negro se levantó, se persignó, y lo miró por primera a los ojos.

– Usted es demasiado modesto, Mister Bertoldi.

Después fue hacia la salida y el cónsul lo vio caminar a contraluz. El traje no tenía ni una arruga. Sintió deseos alcanzarlo pero estaba tan desconcertado que siguió rezando hasta que se le secaron los labios. Salió despacio, el sombrero en la mano, tratando de darle un sentido que había dicho aquel hombre. Luego de una larga reflexión lo relacionó con el cerrado lenguaje de los diplomáticos y los terroristas. Entonces recordó que O'Connell le había anticipado la llegada de una encomienda y tuvo la certeza de que el irlandés lo estaba utilizando para recibir armas. En un arranque de furia pateó una corona marchita que rodó hasta el portal de la capilla y salió a la calle. Llamó un taxi, le dio la dirección del consulado y le explicó cómo esquivar la zona de exclusión. Iba con la idea de cantarle cuatro frescas a su refugiado, pero de pronto advirtió que todavía no había almorzado y tenía una habitación paga en el hotel que siempre había querido conocer.

Lo pensó un instante y cuando pasaron frente a la estación se inclinó hacia el conductor para decirle que lo llevara directamente al Sheraton.

27

El agente Jean Bouvard estacionó el Renault frente a la entrada del Georges V y sintonizó France Musique. Nunca había notado la diferencia entre un negro de Senegal y otro de Bongwutsi, así que mal podía exigirle su jefe que reconociera en plena oscuridad a un comunista africano. Esa mañana lo habían degradado y humillado delante de sus camaradas y sólo había obtenido un plazo de cuarenta y ocho horas para recuperar el dinero.

Esperó una hora y media hasta que Quomo y los otros regresaron al hotel. Entonces controló el reloj y colocó contra el parabrisas un permiso de libre estacionamiento para discapacitados.

Lo sorprendió encontrar en el hall al agente británico Fred Richardson, que salía de una cabina de teléfonos. Tenía la cara hinchada y llevaba unos anteojos negros que apenas le cubrían el ojo en compota. Bouvard se escondió detrás de una columna y lo miró ir hacia los ascensores. Lo había conocido en el Chad, cuando las tropas francesas lo encontraron dormido bajo el sol con el Times abierto en la página de deportes. Estaba tan despellejado que tuvieron que devolverlo a Londres en un cajón de hielo picado. Desde entonces su área de operaciones se había restringido a los países nórdicos y Bouvard se asombró al encontrarlo en París. De inmediato dedujo que Richardson iba detrás del argentino y temió que sus movimientos alertaran a Quomo.

Cuando el ascensor partió, el francés salió de su escondite y se acercó al indicador para ver dónde se detenía. Luego corrió por la escalera de incendios y subió hasta el quinto piso ahogándose, jurando que al día siguiente dejaría de fumar. Recorrió el pasillo alfombrado hasta que encontró una habitación con la puerta entreabierta. La empujó con cuidado y vio que el inglés se quitaba los zapatos y salía al balcón. Desconcertado, Bouvard entró al living y se escondió detrás de una cortina. Desde allí observó cómo Richardson guardaba los anteojos y armaba el silenciador de la pistola. El francés pensó, con alivio, que si el inglés se encargaba del argentino, le allanaría el camino para sorprender a Quomo. Lo vio subir a la baranda del balcón e inclinarse sobre el vacío. Ganado por la curiosidad, entró al dormitorio para mirarlo de cerca y comprendió que se proponía saltar a la suite vecina. El francés calculó que el mayor obstáculo no era la distancia de dos metros y medio, sino la llovizna que dificultaba la visión y humedecía el piso. Supuso, sin embargo, que el entrenamiento de los británicos preveía esas dificultades y se deslizó en la oscuridad para no perderse detalle. Parado bajo el toldo podía distinguir el patio y la piscina desierta.

Richardson hizo algunas flexiones, abrió los brazos, dobló las rodillas y dio un breve grito de guerra antes de saltar al vacío. Bouvard lo vio perderse en la oscuridad, con el saco inflado como un paracaídas, y no pudo contener un gesto de admiración y envidia.

Mientras se deslizaba por la cuerda Lauri escuchaba las voces de Quomo y Chemir que susurraban en el balcón de abajo. La lluvia le había levantado el ánimo y pensaba que seguramente Lenin no había empezado su revolución colgando de una soga sobre el patio de un hotel.

Trataba de concentrarse en ese pensamiento para nos sentirse tentado de mirar hacia el patio. En el segundo piso, el comandante lo ayudó a bajar y le mostró una latas de cerveza olvidadas en el suelo. Desde adentro llegaban: los ruidos de dos ronquidos distintos. Abrieron las latas y brindaron con un gesto. Estaban bebiendo con las cabezas tumbadas hacia atrás cuando vieron, los tres al mismo tiempo, la chaqueta inflada por el viento y los brazos abiertos del agente Fred Richardson que caía en silencio resignado a su suerte. Cuando se estrelló en la piscina oyeron el ruido de una ola que arrastró las reposeras. Después volvió el silencio y nadie salió al patio. Chemir ató la penúltima cuerda y terminó la cerveza.

– ¿Quién sería? -preguntó como para sí mismo.

– Enseguida lo vamos a saber -dijo Quomo-. Los Kruger no paran de hacer salvajadas esta noche.

28

Al entrar al Sheraton, Bertoldi sintió cierta aprensión, como si temiera encontrar su foto con un pedido de captura. Se tapó la cara con el sombrero y miró de reojo a la gente que vagabundeaba por el hall decorado con plantas artificiales. A medida que avanzaba por la alfombra logró simular un aire displicente. Se acercó a la conserjería y preguntó si su reserva había sido registrada. Un hombre calvo, de uniforme bordó, le alcanzó una ficha y una lapicera y el cónsul escribió sus datos y una dirección de Buenos Aires. Aunque trataba de no parecerlo, estaba tan emocionado y nervioso como la primera vez que su padre lo llevó a la cancha de Boca. De una oficina contigua salió un hombre alto, de pelo plateado, que se presentó pomo el gerente del hotel y le dio la bienvenida. Un alemán de pantalón corto y medias de colores dejó un pájaro embalsamado sobre el mostrador y pidió que lo subieran a su habitación. Entre la gente, el cónsul reconoció a la adolescente casi desnuda, que ahora estaba sola.

El conserje le devolvió el pasaporte junto con una tarjeta de identificación. Una valija azul, muy castigada, apareció a su lado y el botones le preguntó si ya podía llevarla. El cónsul asintió y lo siguió hasta el ascensor. Mientras subían recordó que en sus películas Cary Grant compraba las camisas por teléfono y se dijo que tenía que poner la suya a secar. El encargado de piso abrió la puerta y leí mostró cómo funcionaban el teléfono, los rayos para broncearse y el equipo de video. Luego le entregó el programa de cine y le indicó cómo pedirlo por teléfono. Bertoldi sacó tres billetes de una libra y se los dio al botones.

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