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– Los negros -dijo el francés y pidió un vaso de agua. O'Connell lo aprobó y le dedicó un aplauso. Calculó que el prisionero no estaba en condiciones de escaparse y fue a buscar el agua. Mientras el otro bebía, se paró cerca de las velas y repitió la corrida, ahora con el puño en alto.

– Negros comunistas -dedujo Bouvard.

O'Connell asintió, contento. La afirmación no le parecía exacta, pero no era el momento de entrar en detalles.

Señaló el póster de las Cataratas del Iguazú pegado en la pared y caminó otra vez como Bertoldi.

– ¡Ah, claro, el argentino! -entendió Bouvard y dejó el vaso sobre el escritorio. De sus brazos chorreaba un líquido apestoso, pero se lo veía más animado. O'Connell dibujó una hoz y un martillo y empezó a hacer como si disparara una ametralladora.

– El argentino hace una revolución comunista -respondió el francés y reclamó un cigarrillo. O'Connell le alcanzó uno encendido y volvió a escribir: Avec Quomo et les Russes.

– ¿Quomo está en Bongwutsi? -se sorprendió Bouvard.

El irlandés asintió y le puso frente a los ojos la tarjeta de invitación al cumpleaños de la reina Isabel. Luego repitió el movimiento de la ametralladora.

– No me diga que atacó a los ingleses…

O'Connell movió la cabeza afirmativamente.

– ¡Increíble…! ¿Y usted…?

El irlandés abrió los brazos, como disculpándose, y fue a hurgar en su bolso. Bouvard podía comprender cómo se sentía un católico del Ulster traicionado y despojado de un millón de dólares. Pensó que si la revolución se había puesto en marcha con el dinero que Quomo le había robado en Zurich, su carrera estaba terminada. Se puso de pie tomándose de un estante de la biblioteca y pidió un par de aspirinas. Le quedaban dos alternativas: recuperar la plata o pedir asilo a los soviéticos y enterrarse para siempre en una granja de Ucrania.

O'Connell le pasó una tira de aspirinas y lo vio tan abatido que no se animó a encerrarlo otra vez. Lo despidió con un apretón de manos y lo miró alejarse tambaleando por el medio de la calle. Cuando la silueta del francés se borró bajo la lluvia, el irlandés pensó que el consulado argentino había dejado de ser un refugio seguro. Se sentó a terminar su informe al comandante Quomo y fumó, uno tras otro, los últimos cigarrillos. Releía cada párrafo a medida que ponía un punto, y sentía la tranquilidad de expresarse con más precisión que ante el agente Bouvard. En la última página anotó que se disponía a tirar contra el cuartel de los ingleses, los pocos cartuchos que le quedaban y, si Dios le daba ayuda, contra el propio palacio del Emperador. Hizo una gran firma, dobló los papeles hasta dejarlos del tamaño de un caramelo y los guardó en el crucifijo hueco que llevaba al cuello. Luego fue hasta el ropero y se probó un saco viejo del cónsul. Cerró la tapa del sótano, se echó el bolso al hombro, y antes de salir escribió sobre la pared donde había estado la foto de Gardel, la única frase queconocía en español: Hasta la victoria siempre.

51

Un ruido en la escalerilla sobresaltó al cónsul. Estaba acurrucado bajo las hojas de tabaco, abrazado a la valija y desde allí podía ver la planchada por donde apareció el teniente Tindemann con una mano dentro de la chaqueta y la otra sosteniendo el paraguas.

A Bertoldi le pareció haberlo visto antes, en alguna recepción, pero no alcanzó a distinguir a qué país pertenecía el uniforme que se insinuaba bajo el impermeable entreabierto. El teniente miró a los costados y salió del campo de luz. Hizo unos pasos hacia el lugar donde estaba escondido Bertoldi cuando de repente se detuvo y levantó un pedazo de soga del piso.

En ese instante el cónsul vio llegar al capitán Standford y supuso que iba a asistir a una cita secreta. Sin embargo el teniente Tindemann se oculto detrás de la cabina, lanzó la cuerda al cuello del bitánico, le apoyó una rodilla en la espalda y tiró con toda su fuerza. Standford dejó escapar un bufido, disparó el revólver para cualquier parte y respondió con un talonazo que dio en la entrepierna del ruso. Desde su refugio, Bertoldi los vio moverse como borrachos. El inglés, con la soga al cuello, anduvo un par de pasos a la deriva y derribó un tambor vacío. Tindemann estaba agachado cerca del timón haciendo flexiones con la boca abierta y las manos bajo la bragueta.

El primero en recuperarse fue Standford, que había perdido el arma. Levantó el tambor y lo lanzó contra el soviético que trataba de alcanzar el paraguas. Lo que Bertoldi podía ver y escuchar era más confuso que en las películas, pero de inmediato tomó partido por el adversario del británico. Cuando escuchó el ruido que hizo el tambor contra la cabeza de Tindemann, sintió una vaga decepción, y todo lo que pudo hacer por él fue apartar el revólver que había quedado en el piso. Standford se había librado de la soga y fue a golpear otra vez al ruso, que trataba de levantarse tomándose de la borda. La patada dio en los riñones de Tindemann que, al doblarse hacia atrás, perdió la gorra y el paquete de cartas que había capturado en la oficina de la OTAN. El inglés se distrajo un momento, sorprendido por el bulto que fue a parar a sus pies. Su primer reflejo fue la curiosidad y se agachó a mirar. El teniente aprovechó la distracción para alcanzarlo con un zapatazo en la canilla derecha. Standford hizo lo posible por sostenerse, pero luego de dar algunos saltos en una pierna, se desmoronó sobre las plantas de tabaco.

El agua arrastró el paquete hasta donde estaba el cónsul. El ruso y el inglés hacían grandes esfuerzos por reanudar el combate, pero la falta de entrenamiento y el vino de la embajada parecían pesarles demasiado. Bertoldi tomó el paquete y la gorra del teniente para arrojarlos hacia otro lado y vio un papel doblado en cuatro y sucio de tinta, que asomaba de un sobre. Con un sobresalto, reconoció su propia escritura, apretada y confusa. Sus dedos se crisparon sobre el papel al tiempo que levantaba la gorra del teniente Tindemann. Entonces descubrió, encima de la visera, la severa estrella roja del ejército soviético.

52

Mister Burnett tenía el brazo agarrotado por el cansancio y la cabeza a punto de reventar, pero se sentía inmensamente feliz de haber abatido al amante de su mujer. Le llamaba la atención que nadie aplaudiera su gesto, pero cuando levantó la vista hacia la tribuna comprendió hasta qué punto la corrupción y la barbarie habían invadido ese país desde que Gran Bretaña lo dejó librado a su propia suerte.

El coronel Yustinov, con los pantalones bajo las rodillas, correteaba por las gradas con el embajador de Khomeini sobre los hombros. Herr Hoffmann, que siempre había detestado el alcohol, estaba sentado sobre la espalda de un camarero y se pintaba los labios con el lápiz de la señora Fitzgerald. Los otros diplomáticos se tiraban con maníes y canapés y también volaban algunos cigarrillos y papeles encendidos. En el último peldaño divisó a la esposa del embajador griego que tenía una mucama apretada entre las piernas y le acariciaba los pechos desnudos.

Mister Burnett bajó la vista, avergonzado, y se preguntó si había valido la pena comportarse como un gentleman para preservar el honor y la dignidad de la corona. Cuando por fin admitió que había pasado años ignorando la inmoralidad y cerrando los ojos a la traición de su propia mujer, sintió que se ruborizaba por haber sido tan ingenuo y a la vez tan íntegro. Por un momento estuvo tentado de mandar a incendiar todo, prender un fuego gigantesco que purificara esa ciudad corrompida por la ignorancia y la superchería. Vio pasar al italiano retorciéndose sobre una camilla y se preguntó si sería oportuno continuar la velada en tales condiciones. Fue hasta la galería para sentarse a pensar y se topó con un grupo de nativos tirados en el suelo que tomaban champagne y jugaban a los dados. Iba a sacarlos a patadas, pero uno de ellos, que le pareció el electricista, lo miró con los ojos extraviados por la borrachera y lo hizo retroceder.

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