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25

El bar nocturno del Georges V estaba a media luz. En barra había tres hombres rubios y corpulentos, vestidos de azul, que tomaban cerveza en silencio. Al beber miraban el techo y se daban codazos de complicidad, como si compartieran una picardía secreta. Casi todas las mesas estaban ocupadas y nadie parecía entusiasmarse por la interpretación del pianista. Chemir miró a través del vidrio pero ni siquiera sabía a quién buscaba. Fue a mirar al baño, por rutina, y luego volvió al hall.

– Sin novedad-dijo.

– ¿Qué hora es?-preguntó Quomo.

– Cuatro menos cuarto -dijo Lauri.

– Raro. Willie deja de tocar a las tres.

Lauri tenía demasiado sueño para prestarle atención. Chemir fue a la conserjería y se presentó como viajante de comercio. El empleado le miró la cara negra, el pulóver deshilachado y la barba crecida y preguntó por el equipaje. Chemir se quedó un instante en silencio, pensando la respuesta, hasta que recordó una frase de Quomo:

– Los revolucionarios no llevan valija. El empleado levantó la vista, perplejo.

– Naturalmente -dijo, y le acercó el registro de pasajeros.

El detective del hotel, que estaba colocándose los lentes de contacto al otro lado del mostrador, parpadeó un momento y se quedó mirando al recién llegado. Chemir hizo un garabato en la columna de las firmas, reclamó la llave con un gesto y fue a reunirse con los otros.

– Por la escalera -dijo Quomo-. Acá hay algo que huele mal.

Lauri tomó la delantera y Chemir cerró la marcha. Entre el tercero y el cuarto piso se cruzaron con una camarera que levaba una pila de toallas perfumadas. La mujer se apartó para dejarlos pasar, pero no respondió al saludo de Quomo.

Lauri sentía una sensación de ridículo apenas atenuada por el cansancio. Al abordar los primeros escalones del quinto piso tropezó y Quomo tuvo que sujetarlo del brazo. Sus miradas se cruzaron por un instante. La del negro seguía tan fresca como a la hora del desayuno.

– Vaya y fíjese si todo está en su lugar.

Lauri entró en la suite y encendió las luces de los dormitorios. Después fue al balcón. Abajo, iluminada por cuatro globos, vio la piscina desierta y una propaganda de Adidas. Volvió al living y avisó a los otros que podían entrar. Quomo se quitó el saco, abrió la heladera y comprobó que el dinero seguía allí. Chemir sirvió dos Vasos de whisky, los puso sobre la mesa ratona y se quedó esperando instrucciones.

– Duerma un par de horas -dijo Quomo-. Y mañana no le pierda pisada al sultán.

– De acuerdo, Michel -dijo Chemir y salió con tranco desparejo.

Lauri fue a su dormitorio y se desvistió para darse una ducha. Cuando empujó la puerta, creyó que el mundo se venía abajo. La mampostería del techo cedió con un estruendo de maderas quebradas y los azulejos se desprendieron de la pared. Lauri dio un salto atrás y vio caer una mole verde que quebró el inodoro y destartaló el lavatorio. La luz se apagó yQuomo llegó desde la pieza con un fósforo prendido.

– Aquí hay alguien -dijo el argentino y buscó el encendedor que había dejado sobre la cama.

Quomo cambió de fósforo y empujó la puerta con un pie. Patik, redondo como un tambor, tenía un cable alrededor del cuello y la cabeza alrevés, como los muñecos.

E1 agua de una cañería rota le mojaba el traje. Lauri acercó el encendedor y reconoció el gesto de contrariedad que le había visto en el restaurante de Zurich.

– Esto tiene firma -dijo Quomo y tiró el fósforo sobre el agua que corría hacia la rejilla.

El teléfono empezó a sonar en la pieza de Lauri.

– Diga que me caí de la cama y avise a Chemir que nos vamos enseguida.

Quomo estudió el lugar y concluyó que después de colgarlo de los cables habían puesto el cuerpo encima de la puerta. Mientras Lauri atendía la llamada, revisó los bolsillos de Patik y se guardó un pasaporte de Guinea y dos cartas de crédito.

– Chemir viene para acá -dijo el argentino y empezó a vestirse-. ¿Qué pasó?

– Se equivocaron de negro. Deben haber llegado justo cuando Patik estaba revisando la pieza.

– ¿Lo buscaban a usted?

– Claro, esa fanfarronada es de los Kruger.

Chemir golpeó a la puerta con suavidad. Lauri le abrió y la luz del pasillo iluminó el living. El rengo fue directamente al baño.

– Un canalla menos -dijo al regresar-. ¿Y ahora, Michel?

– Hay que salir del hotel antes de que se den cuenta del error -dijo Quomo y fue a mirar por el balcón.

– ¿Pido un taxi? -preguntó Lauri.

– No, bajemos por acá. Chemir, alcánceme las cuerdas de las cortinas y vaya a buscar las de su habitación.

Chemir salió corriendo mientras Lauri se reunía con Quomo en el balcón.

– ¿Piensa bajar los cinco pisos así?

– Si usted conociera a los Kruger no vacilaría en tirarse de cabeza. Déme la valija.

– No, yo no me animo.

Quomo lo miró, extrañado.

– No me diga que tiene vértigo.

– Lo que tengo es miedo.

– Muy bien, sepa que uno de esos tipos se cargó a Sadat y otro disparó contra Reagan. O fue el mismo, nunca se supo bien. Los mandaron a la Siberia después del atentado del Vaticano. Los llaman La Demoníaca Trinidad.

– El tipo que tiró contra Reagan está preso.

– ¿Pero usted en qué mundo vive? Ese pasaba por ahí y la historia de las cartas de amor a Jodie Foster se la di yo.

– A mí esos tipos no me conocen.

– ¿Y qué va a hacer con el inglés? Ese no se ya a quedar conforme hasta que usted no le explique lo de las Falkland. Recuérdeme que le prepare una buena historia para eso.

Lauri miró hacia abajo. La piscina se esfumaba entre laniebla. Chemir llegó con un montón de cuerdas rojas y desflecadas.

– Son muy cortas -dijo Quomo, y ató una a la baranda-. Vamos a tener que ir de balcón en balcón.

Lauri miró a Chemir que temblaba como un pájaro mojado. Apenas alcanzaba a distinguirle la cara en la penumbra.

– ¿Usted no dice nada?

– Yo no paso delante de ellos ni loco. En Bongwutsí colgaron a todos los compañeros.

– ¿Cómo sabe que están abajo? -insistió Lauri.

– Willie siempre deja de tocar a las tres -dijo Quomo y se sacó la camisa.

– A veces me pregunto si no se están burlando de mí.

– Lo discutimos otro día -Quomo pasó una pierna sobre la baranda-. Si viene trate de no hacer ruido.

– ¿Y si voy por el ascensor?

– Entonces invente algo para el inglés. Y de paso dígales a los Kruger que están trabajando como amateurs. Sería una pena que los devolvieran a Siberia antes de que se hayan tomado toda la cerveza del mundo libre.

26

La hierba había crecido alrededor de la tumba de Estela y el cónsul estuvo toda una mañana arrancándola con una azada. Mientras trabajaba iba contándole lo ocurrido desde los primeros días de la guerra y se demoró en el asalto a la zona de exclusión y la llegada de O'Connell. Contó también la partida de Daisy, pero ni siquiera esta vez se atrevió a confesar que habían sido amantes clandestinos. Bertoldi sabía que hablaba para sí mismo, pero una extraña compasión le impedía evocar en ese lugar su relación con la esposa del embajador británico. Un nativo que pasó a su lado creyó que el cónsul rezaba y se santiguó en señal de respeto. Por momentos el cielo claro se estremecía con un relámpago y Bertoldi pensó que durante las lluvias le sería imposible atravesar el lodazal para llegar hasta la tumba.

Cuando el rectángulo estuvo limpio de arbustos se quedo un rato en cuclillas, mirando la tierra reseca. Le costaba creer que el cuerpo de Estela estuviera cubierto de gusanos, que la piel se le desgajara día a día como en esas horribles películas de Christopher Lee. Casi involuntariamente, empezó a rascar la tierra con la llave de la casa hasta que encontró una raíz carcomida por los bichos. Entonces estrelló un puño contra el suelo y sintió que elsol estaba revolviéndole los sesos. En voz muy baja pidió perdón por sus pensamientos y se puso de pie, empapado, Estuvo un rato en silencio, secándose el cuello con un pañuelo. Un poco más allá dos peones cavaban un pozo y se turnaban para ir a descansar bajo un árbol. El ruido de un trueno le hizo levantar la cabeza y recordó que, cuando estaban juntos, Estela apagaba las velas para descifrar mejor las figuras que cruzaban por el cielo. Cuando caía una estrella, cerraba los ojos y pensaba en secreto un deseo que los dos creían realizable. Por un instante, el cónsul tuvo la sensación de que en ese tiempo eran felices porque aún creían que podía sucederles algo nuevo. Habían decidido tener un hijo cuando regresaran a Buenos Aires, pero después ni siquiera volvieron a hablar de eso y fueron encerrándose en sí mismos hasta vivir como una sola persona que repetía mecánicamente la rutina de todos los días. Estaba preguntándole a Estela por qué no habían luchado con más fuerza, por qué se habían entregado a la resignación, cuando uno de los peones se acercó a reclamar la azada. Bertoldi le dio un billete de una libra y el enterrador se quitó dos veces el sombrero antes de salir corriendo hacia donde lo esperaba su compañero. El cónsul caminó hasta la calle sombreada por las palmeras y se paseó entre las tumbas, enfrascado en sus pensamientos. Al pasar frente al panteón de los ingleses, un negro bien trajeado, que salió de abajo de una cúpula, lo llamó por su nombre y se alejó por la vereda. El cónsul creyó reconocer la ropa y se quedó mirándolo, desconcertado. El desconocido entró en la capilla a paso lento, y lo invitó con un gesto a ir detrás de él. Bertoldi dudó un instante, se sonó la nariz, y concluyó que no arriesgaba nada con seguirlo. El hombre se arrodilló frente al Cristo, juntó las manos y bajó la cabeza como si dijera una oración. El cónsul se hincó a su lado y le copió los gestos con impaciencia.

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