56
Mister Burnett esperó junto al teléfono, sin saber por qué. Un par de veces estuvo a punto de llamar a Londres, pero temía que le preguntaran por las celebraciones del día de la reina. Subió a las habitaciones de Daisy y se detuvo a mirar la biblioteca y la sala de música. Había libros sobre la mesa de luz, encima del piano y hasta en el baño. Mister Burnett se preguntó si las lecturas no habrían envenenado el alma de su esposa, que nunca había conocido las miserias de la vida. Recorrió unas páginas al azar y lo sorprendió que los versos estuvieran escritos en español. El nombre de Borges le decía algo y supuso que quizás Daisy, que siempre había sido reticente en sus confidencias, estaría estudiando otras lenguas para matar el aburrimiento. En el dormitorio encontró los cajones de la cómoda revueltos y la colección del Times Literary Supplement por el suelo. Sobre una silla había un corpiño abandonado y cuando lo miró de cerca le pareció que no correspondía a la redondez de los pechos de Daisy. En verdad, cuando lo pensó, mientras recorría el ribete de encaje con los dedos, se dio cuenta de que no recordaba con claridad las formas de su mujer, aun cuando no conocía otras, y las que solía ver en la publicidad de las revistas se le confundían y deformaban en la memoria. ¿Cuándo había hecho el amor por última vez con Daisy? ¿Antes o después de que ella se entregara al embajador Tacchi? Sin duda antes, porque la guerra lo había absorbido y la preocupación no lo dejaba dormir en paz. Miró la cama, enorme y sólida, y trató de recordar las escasas noches en que Daisy no ponía música y él venía a golpear la puerta de la habitación con dos copas de licor. Una la bebía mientras ella se quitaba el maquillaje y otra al final, cuando Daisy se quedaba mirándolo en silencio, con los ojos muy abiertos, como si quisiera preguntarle algo que él no sabría responder.
Apoyó una rodilla sobre la colcha, dejó la pistola encima de una montaña de libros y empezó a quitarse la ropa mojada. Sus mejillas coloradas habían empezado a inflamarse y oyó que se le escapaba un carraspeo ronco y nervioso. En el espejo de la cómoda se vio la barriga blanca y pecosa y desvió la mirada hacia una estampa japonesa que nunca había comprendido. Se dejó caer boca arriba y se quedó unos minutos mirando el techo, tironeado por la ansiedad, un poco avergonzado, rehaciendo formas escamoteadas por la memoria, sacudido por el atrevimiento del italiano y el descaro de Daisy, hasta que todo se diluyó a su alrededor y cerró los ojos mientras se iba lejos, violentamente, a su juventud, a Liverpool, al perfume fresco de un parque olvidado.
Tomó aliento con el pecho agitado por un vago sentimiento de angustia y mientras volteaba la cabeza hacia la ventana vio el resplandor que salía del río y le pareció que todo temblaba a su alrededor. Se levantó de un salto y corrió al baño, pero cuando abrió la ducha se encontró con que no salía ni una gota de agua. Parado en la oscuridad, desnudo, con una mano enchastrada y las piernas vacilantes, oyó el viento que sacudía los vidrios y se colaba por la claraboya del baño, y pensó que en un instante el mundo había cambiado de Dios o de rumbo y que ahora sí, de una vez por todas, podía salir a remontar las cometas chinas y las estrellas de cinco puntas.
57
Durmieron en una hondonada de hierba fresca cubierta por árboles recién derrumbados. El último en acostarse fue Quomo, que se internó en la selva y dibujó marcas en los troncos para orientarse cuando desapareciera el resplandor del incendio. Mientras se abría paso en el follaje, el comandante se preguntó si O'Connell tendría suficientes conocimientos de estrategia para sostener la ocupación del aeropuerto hasta su llegada. A lo lejos oyó el bramido de un elefante seguido por miles de cantos, como si la selva empezara a salir de su letargo. Cerró los ojos y le pareció que escuchaba crecer los arbustos a su alrededor.
Se echó boca arriba y recordó la primera vez que su padre lo llevó a través de la selva, escapando de una patrulla inglesa. Un insecto zumbó a su alrededor y fue a enredársele en el pelo. Un cosquilleo le corrió por la nuca y lo sintió en todo el cuerpo hasta que se quedó dormido.
Se despertaron a medianoche y Quomo envió a Chemir a recoger cocos y dátiles maduros. El comandante sacudió las ropas contra un tronco para sacarles la tierra seca y Lauri vio, por primera vez en su vida, un gorila de pelo amarillo. Estaba sentado sobre la rama más gruesa de un árbol, brillando por el resplandor que llegaba del río, y cada tanto hacía sonar un timbre. Al principio, Lauri no distinguió ese sonido de otros que salían de la espesura, pero luego oyó con claridad el ring-ring que llegaba desde arriba. Levantó la vista y encontró la mirada del animal, que estaba envuelto en un enjambre de moscas. Tocaba un timbre metálico y luego se llevaba una mano a la oreja, como si intentara capturar la melodía. Lauri retrocedió unos metros sin perderlo de vista y después corrió a buscar a los otros.
– ¿Dónde está? -preguntó Quomo. Lauri señaló el lugar y los cuatro se acercaron en silencio. Al verlos llegar, el gorila chilló, dio unos saltos sobre la rama y se abrazó al tronco más grueso.
– Ese no es de acá -comentó Quomo.
– Nguena -dijo Chemir.
– Sí, ¿pero qué hace aquí? -preguntó Quomo.
El mono bajó del árbol agarrado de una liana. Parecía intimidado y se movió lentamente hasta esconderse detrás de un matorral. Quomo gritó algo que Lauri no entendió y luego agregó un discurso imperativo. Desde la maleza llegó otra vez el sonido del timbre. El sultán soltó una risita nerviosa y siguió, deslumbrado, los movimientos del comandante. Quomo apartó los juncos y tendió una mano en dirección del gorila. Estuvieron mirándose un rato, juntando las narices como si se olfatearan. Nadie atinó a moverse hasta que Quomo se sentó en el suelo y el animal lo imitó como si estuviera dispuesto a escucharlo. Lauri se recostó contra un árbol de flores marchitas y buscó, en vano, los cigarrillos que había perdido en el río. El sultán se había quedado con la boca abierta, atónito, envuelto en la túnica arrugada y sucia. El gorila dio un grito largo, pero no parecía enojado. Quomo se golpeó el pecho con los puños y le habló en un tono manso, persuasivo. Las moscas daban vueltas alrededor delanimal y cada tanto se paraban sobre su nariz húmeda. Por entre el follaje bajaban hilos de agua que le perdían en la tierra reseca. El gorila rubio miró caer la lluvia y se distrajo un momento. Quomo extendió un brazo, recogí un poco de agua en la mano y se lavó la cara. El mono movió la cabeza, sorprendido, e hizo lo mismo. Una lagaña larga y azulada le salía de un ojo. Quomo asintió, dijo algo en voz baja, y repitió el gesto con los dedos abiertos. El gorila dudó un instante pero volvió a imitarlo y dejó caer el timbre redondo y cromado. Quomo lo recogió cuidadosamente, mientras el mono miraba a los dos blancos con curiosidad. Al rato se dio cuenta de que le habían quitado el juguete y lanzó un rugido amenazador; saco las uñas, tomó a Quomo de un brazo y lo sacudió como una palmera. El comandante protestó a los gritos y cuando pudo juntar las manos hizo sonar el timbre varias veces hasta que el gorila se quedó quieto, mirándolo hacer
– Eso viene de una bicicleta -dijo Chemir.
El sultán lo miró y se rió como si se tratara de un chiste.
Quomo hizo sonar el timbre una vez más y se lo devolvió al gorila que tendía la mano, ansioso.
– Entonces el tren no puede estar lejos -dijo.
El gorila se paró y fue a unirse al grupo, como uno más.
– ¿De qué está hablando? -preguntó el sultán, perplejo.
– En esta época del año los gorilas bajan a la ciudad por las noches y hay un tren que los trae de vuelta a la selva. Con este se equivocaron, porque los Nguena viven en el norte.