Bertoldi corrió a la banquina y fue a esconderse detrás del arbusto donde estaba la valija: tenía miedo de que el inglés lo hubiera visto izar la bandera en el mástil de la embajada. Se quedó encogido mirando al suelo, un poro avergonzado. Había cumplido con su deber de argentino, pensó, pero ahora volvía a ser un hombre solo, abandonado, que tenia que cruzar la frontera por cualquier medio. No le quedaba mucho tiempo; metió la mano en el bolsillo del impermeable mientras avanzaba, receloso, hacia el asfalto. Cuando el Rolls apareció en la cuesta, a treinta metros, y pudo distinguir a Mister Burnett al volante, se paró sobre la línea que señalaba el medio del camino y empezó a abitar el pañuelo.