El comandante se paró frente al mono e imitó el ruido de una locomotora. El animal dio dos saltos, tocó el timbre varias veces y corrió hacia la espesura doblado en dos.
– Vamos con él -dijo Quomo.
58
Cuando Kiko vio correr al cónsul tropezando con la valija entre los escombros, ya estaba enterado de que un rato antes había estado repartiendo dinero en la plaza del arsenal. No bien oyó la noticia en el bar, salió a buscar el camión y arrancó en dirección del puerto. El ventarrón que venía del río le recordó otro día y otra gente que ya no estaba allí. Al llegar a la plaza bajó del camión y ordenó a les dos peones que buscaran a Bertoldi entre los restos del arsenal. Cuando encontró las armas y las municiones, tuvo la idea de cargarlos en el camión por si alguna vez le hacían falta. Al apartar los restos de una letrina para liberar un mortero flamante, el peón al que le faltaba una oreja encontró las piernas del teniente Tindemann que asomaban bajo unos fardos de tabaco. Kiko se ilusionó un momento pensando que habían hallado al cónsul, pero cuando tiraron de las botas vieron aparecer el maltratado uniforme del Ejército Rojo.
Kiko, que a la caída de Quomo había pasado seis meses preso de los soviéticos por infantilismo ultraizquierdista, reconoció inmediatamente las insignias y mandó que lo abandonaran allí. Cargaron las últimas armas y se disponían a dejar el lugar, cuando el peón de una sola oreja preguntó si no quedaría en Bongwutsi alguien capaz de dar algo a cambio de un oficial ruso. Kiko ya había puesto en marcha el Chevrolet, pero al oír la pregunta de su compañero se le ocurrió que podía llamar a algún amigo y consultarlo sobre el valor de canje actual de un agregado militar soviético.
El de una sola oreja saltó de la cabina, fue a ver si el blanco estaba vivo todavía, y volvió a guiar a Kiko para que hiciera retroceder el camión hasta donde estaba el teniente. Los peones lo echaron a la caja y en el momento en que iban a alejarse hacia los suburbios, el cónsul Bertoldi llegó corriendo entre las ruinas, llamando a Kiko y haciendo señas desesperadas.
El chofer fingió no reconocerlo y lo alumbró con una linterna en el momento en que Bertoldi se golpeaba el pecho con la mano desocupada y decía con la poca fuerza que le quedaba:
– ¡Amigo! ¡Esperar amigo!
Kiko bajó la luz y quiso tomar la valija. El cónsul, casi sin darse cuenta, la hizo a un lado y sonrió. Desde el panamá le caía el agua en goteras.
– Llevarme-dijo y metió la mano al bolsillo del pantalón, debajo del impermeable.
Los peones vieron las libras y se amontonaron a su alrededor, pero Kiko los apartó, señaló el camión e insistió en agarrar la valija.
– Subir rápido -dijo -. Venir policía. Bertoldi apartó otra vez la valija y fue hacia la caja.
– No -dijo Kiko -, esta vez amigo ir adelante. Bertoldi sintió que algo no andaba bien, pero estaba, tan cansado y harto de ir sin rumbo, que aceptó el riesgo y entró a la cabina por la puerta que le abría el chofer.
– ¿Sheraton? -preguntó Kiko.
– Estación -respondió el cónsul -. Voy a tomar el ómnibus.
– Primero al hospital -dijo el chofer y señaló la caja-. Llevar un herido.
– De acuerdo -dijo Bertoldi que había puesto la valija entre las piernas -. ¿No sabe si sale a horario el rápido a Tanzania?
– ¿Tanzania? -se sorprendió Kiko y arrancó por una calle que bajaba hacia el lago -. ¿Qué hacer en Tanzania?
– Negocios -dijo el cónsul -. Reuniones de diplomáticos.
– ¿Rendirse?
El cónsul se quedó mirándolo un momento. Kiko manejaba con una sola mano y apenas si miraba la carretera oscura.
– No me ofenda -dijo con voz firme y sacó un cigarrillo. Mientras lo prendía le pareció ver un gorila que atravesaba la ruta y se preguntó si no sería el mismo que había encontrado la noche que salió a cenar con O'Connell.
– Si Kiko tener pasaporte llevarlo a Tanzania.
– ¿En el camión? -Bertoldi hizo una mueca de desdén.
– Bujías nuevas -dijo Kiko señalando el capó.
– Gracias. Si me deja en la estación me hace un favor.
De repente el chofer sacó el camión de la carretera y entró al bosque por un camino de barro. El Chevrolet coleó unos cien metros, y antes de que el cónsul se animara a preguntar nada, se detuvo entre dos troncos podridos.
– Usted huyendo -dijo Kiko y se desparramó en el asiento. La lluvia picoteaba sobre la cabina. A Bertoldi lo puso incómodo la suficiencia del negro, pero todavía no pensaba que podía perder el dinero.
– Todo el mundo escapa de algo -dijo-. Es inútil, la vida es así.
– Kiko no poder. Tener algo que valer mucho, pero faltarle pasaporte.
– ¿De qué escapa usted? -preguntó el cónsul y tiró la colilla en el bosque.
– Quomo volver a Bongwutsi y Kiko estar viejo para revolución.
– ¿De dónde sacó eso?
– Igual que vez pasada: llegar comandante y temblar tierra.
– No diga tonterías. Si necesitaba un pasaporte, ¿porqué no me fue a ver antes? Somos amigos, ¿no?
– Antes no tener ruso para cambiar a usted.
– ¿Qué quiere decir?
– Ustedes necesitar ruso para ganar guerra. Kiko mostrar.
El chofer salió del camión y lo invitó a seguirlo con ungesto. Entonces el cónsul intuyó que había llegado alfinal del camino.
Bajó con la valija apretada contra el pecho aunquesabía que no podría defenderla. Fue detrás de Kiko, sin entender qué hacía allí, a las dos de la mañana, lejos de su casa, de Estela, de sus papeles inútiles, con tres negros que lo habían llevado a una emboscada. La baranda se volcó con un ruido de bisagras mal aceitadas y antes de que Bertoldi pudiera echarse atrás, el cuerpo del teniente Tindemann se desplomó sobre su cabeza.
59
El capitán Standford vio la bandera de los Estados Unidos y se avalanzó sobre el Cadillac antes de que O'Connell acelerara. El irlandés, que lo había visto rondar por el salón de la embajada británica, tuvo un instante de duda al encontrarlo en medio de la calle, cubierto de polvo, con una manga del saco desgarrada y las cartas del cónsul bajo el brazo. Eludió un cuerpo caído en el medio de la calle y fue cuesta abajo, detrás del camión de los negros. Standford dejó la pistola en la guantera y se limpió la cara mientras murmuraba todas las variantes de insultos contra el África en general y contra Bongwutsi en particular. Por fin miró a O'Connell y le pidió un cigarrillo.
– Déjeme en la embajada -dijo-, el ruso se mehizo humo en el atentado.
O'Connell le pasó un Pall Mall, señaló el paquete de cartas casi deshecho, y lo interrogó con un gesto.
– ¿Esto? -la voz del inglés sonó fanfarrona-. Los Manuscritos del Mar Muerto, colega. Parece que los argies quieren traer la guerra hasta acá.
O'Connell miró otra vez y no tuvo dudas de que era el mismo paquete que el ruso le había quitado unas horas antes.
– ¿Adonde vamos con tanto apuro? La embajada es para el otro lado -protestó el capitán Standford.
El irlandés señaló adelante, e hizo como si disparara un revólver.
– No sea necio, si fuera por ustedes los rusos ya estarían paseándose por Las Vegas. En Washington piensan que los argentinos van a hacer la guerra solos, ¿no? -cerró el vidrio y encendió el aire acondicionado-. ¡Dios, así vamos a terminar comiéndonos entre nosotros!
De pronto, O'Connell vio que el camión, que no tenía luces de señalización, salía de la ruta y se metía en la selva. Levantó el pie del acelerador y la caja automática fue frenando el motor. Encendió los faros largos y vio un sendero de barro que se insinuaba junto al pavimento. Dobló como pudo y el coche se meneó entre el follaje hasta que las ruedas se hundieron en un charco. Standford había extendido los brazos y se apoyaba contra el tablero.