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– ¿Puedo invitarla con algo más estimulante? -dijo el cónsul y señaló con una mueca la botella de Pepsi. La adolescente lo miró, divertida, y respondió con un susurro:

– Champagne, si le parece.

El cónsul lo pidió con un gesto aparatoso a un hombre de chaqueta negra sin advertir que no era el barman, sino el cajero. Luego señaló otra mesa, más íntima, y la adolescente se levantó apartándose el pelo de la cara. Las pulseras eran lo más abrigado que llevaba y se movía como si el mundo tuviera que detenerse a verla pasar. El cónsul la dejó avanzar, le miró las caderas redondas, y se puso a buscar un tema de charla que no sonara a desilusión.

La muchacha eligió un lugar junto a la fuente y dijo un nombre sueco o danés casi sin mover los labios. El cónsul estuvo a punto de tenderle la mano, pero se contuvo y se presentó con un nombre cualquiera. Estuvieron un rato en silencio, sonriendo, hasta que el camarero dejó el balde y las copas sobre la mesa. Bertoldi lo despidió con un gesto y tomó la botella con una servilleta. Había empezado a aflojar el corcho cuando tuvo la sensación de que desde las otras mesas se volvían para mirarlo. Quizá eran las ropas ordinarias o sus gestos torpes los que llamaban la atención, pero ya no recordaba con qué movimientos se abría el champagne. Forcejeó un momento, tratando de mantener la conversación y una sonrisa, hasta que el corcho saltó con un ruido que quedó flotando en el salón y los comensales volvieron a sus platos y a sus murmullos monótonos. El cónsul llenó las copas hasta la mitad, como supuso que debía hacerse. Un delgado hilo de agua corrió sobre la etiqueta del Cordón Rouge y fue a caer sobre el pantalón, mientras la muchacha miraba al cónsul como quien hace un hallazgo curioso.

– ¿Hace mucho que está en este basural? -preguntó y prendió un cigarrillo largo y muy fino.

Lo suficiente para arruinar a un hombre -respondió Bertoldi y levantó su copa-. Permítame brindar por este encuentro.

Chocaron las copas y bebieron sin apuro. También ella daba la impresión de escapar de algo.

– ¿Trabaja de guía? -preguntó la adolescente por decir algo.

– No, si yo me pierdo hasta en el jardín.

– Déjeme adivinar entonces… ¿Negocios? No, no tiene cara… ¿Se puede saber de dónde sacó ese traje?

– ¡Ah! -el cónsul se miró el saco de botones descosidos-. Es que no me gusta presumir…

– ¿El que tiene plata hace lo que quiere?

– Algo así.

– No le creo. Parece que viniera de la guerra.

El cónsul se rió y miró a los costados.

– Soy argentino -dijo orgulloso, pero la adolescente no parecía enterada-. Y usted, ¿qué hace aquí?

– No creo que le interese.

– Me interesa.

– Bueno… Suponga que llegué a Bongwutsi con un conjunto de rock a buscar sonidos nuevos y que los negros se comieron a los otros…

– Está bien. ¿Por qué no?

– Suponga, si no, que tuvimos una discusión por celos, y esas cosas, y que a la baterista se le fue la mano con el whisky y con el porro. Cuando se despertó los otros habían tomado el avión sin ella.

– De acuerdo, siempre hay un avión que se va sin nosotros.

– ¿Me cree?

– Claro que le creo. ¿Qué le parece si cenamos y me cuenta toda la historia? Hace tiempo que quiero probar la langosta.

– Usted parece Donald Sutherland después de un terremoto. ¿Lo ofendo?

– Para nada. ¿Quiere ver el menú?

– Arriba hay un comedor más privado. ¿Nos alcanza la plata?

– Nos sobra. Podemos tirar manteca al techo, si quiere.

– Yo canto contra la gente rica. ¿No le molesta?

– ¿Por qué? Me gustaría escucharla.

– En una de esas… Cuando tomo mucho hago tonterías y después no recuerdo nada. Sobre todo si necesito un billete de avión.

Sentada parecía toda desnuda. El cónsul se levantó sonriendo y fue a guiar el movimiento de la otra silla. Un olor fresco le llegó desde el cabello de la muchacha y le produjo un mareo agradable y fugaz. Caminaron juntos, casi tocándose las manos. Al pasar frente a la barra, Bertoldi tiró unos cuantos billetes sin contarlos y siguió, airoso, el camino hacia los ascensores.

Cuando llegaron al último piso ella se había dejado rozar las yemas de los dedos y conservaba la sonrisa con naturalidad. Se detuvo un instante a mirar el aguacero que golpeaba los cristales de la terraza y el cónsul aprovechó la llegada del maítre para tomarla de un brazo. Tuvo la sensación de estar tan lejos de O'Connell y de Bongwutsi como si ya hubiera atravesado el océano. Señaló una mesa que parecía suspendida entre las luces de las colinas y se dijo que desde esa noche su vida sería siempre así. Acomodó la silla de la adolescente y en voz muy baja, con un billete de cien dólares en la mano pidió un bouquet de rosas de Holanda. La muchacha sacó un cigarrillo y Bertoldi le dio fuego mientras acostumbraba la vista a la oscuridad y el oído al ruido de la lluvia. Entonces, disimulado en un rincón, detrás de la mesa de los postres, distinguió el brillo de los cromos de un sillón de ruedas. El corazón le dio un vuelco y movió la cabeza hacia elperchero donde colgaba, robusto e inconfundible, un solitario sombrero lejano.

La adolescente advirtió que Bertoldi se había quedado petrificado y buscó entre la gente alguna cara de mujer alterada por los celos. Todas parecían indiferentes, salvo una rubia que mascaba chicle y abría las rodillas para que el paralítico arrugado como un chimpancé le metiera la mano en la entrepierna. La rubia dijo "oia", sacudió el brazo del hombre arrugado y señaló la mesa donde el camarero entregaba un ramo de rosas rojas a la adolescente casi desnuda. Los tres cowboys que acompañaban al paralítico dejaron los tenedores. El cónsul se cubrió la, cara con una mano, pero era consciente de la inutilidad de su gesto. El tejano divisó un momento entre la semioscuridad, sacó unos anteojos del bolsillo de la camisa y, se los puso sin mover la otra mano de las piernas de la rubia. Bertoldi sacó unos cuantos billetes y los dejó bajo una copa.

– Lo lamento -dijo-, acabo de acordarme que tengo, algo muy urgente que hacer. Ojalá nos hubiéramos conocido en otra circunstancia.

– ¿De qué huye?

– Ya le dije: es largo de contar. Brinde por mí y vuelva a la civilización.

La muchacha miró el dinero y calculó que había de sobra para un billete a Copenhague.

– Usted es un espía o algo así, ¿no es cierto?

El cónsul ya estaba de pie y se acercó a besarla en una mejilla.

– A su lado me estaba sintiendo James Bond.

Le temblaban los labios mientras iba hacia la escalera de servicio. Cuando pasó junto a la rubia, el paralítico estiró un brazo e intentó agarrarlo del saco mientras gritaba:

– ¡Ahí está! ¡Policía! ¡Ese es el falsificador de Moscú!

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Después de cargar la pistola por sexta vez, Mister Burnett estuvo a punto de dejar de lado las formas y pedir lo anteojos. La lluvia le impedía ver al italiano, diluido al otro lado de la red, y temió que el azar viniera a jugar en contra de su honor. Uno de los pistoletazos del commendatore Tacchi había destrozado una pata de la mesa de arbitraje y Monsieur Daladieu tuvo que parapetarse detrás de una palmera. Después de cada disparo, el francés salía de su escondite, comprobaba que los adversarios no se hubieran producido heridas y preguntaba al inglés si su honor estaba satisfecho. Mister Burnett decía que no, pero no se animaba a pedir los anteojos. Siempre los usaba en su despacho, o para salir de caza, pero esa noche, indignado y dolido, había olvidado mandarlos a buscar.

En la otra línea de la cancha, el commendatore Tacchi, que usaba lentes sin montura, se preguntó si el inglés no a estaría tomándose las cosas demasiado en serio. Sentía que el agua le calaba hasta los huesos y apenas podía levantar la pistola y apretar el gatillo. Estaba parado de costado, como había visto hacer en las películas, de manera de escamotear el cuerpo a los disparos de su rival. Cada vez que recargaba el arma tenía que secar los anteojos y volver a colocárselos con la cabeza gacha para impedir que se mojaran de nuevo antes de apuntar. El cuerpo de Mister Burnett era considerable, pero el commendatore Tacchi no le hubiera acertado a un elefante. Odiaba las armas y tenía un sentimiento romántico de la vida que lo hubiera llevado, en caso de ser el ofendido, a dar por terminado el duelo al primer cambio de disparos.

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