– Parece que soñaran todavía., ¿verdad? -dijo a su espalda Florentine y pasó una mano sobre los hombros de Lauri.
– A mí me asustan -dijo él.
– Llevan mucho tiempo juntos. Se aman y se odian y podrían matarse entre ellos por algo que quizá piensen, pero no pueden decir. No pueden o no se atreven, no lo sé, no soy de ese mundo. Lo más conmovedor es que todavía sueñan, aunque ya no se hablan. Se han dicho todo lo que tenían que decirse, pero siguen viniendo para estar juntos, para hacer la cuenta de los muertos, de los desertores, de los fracasados. A veces traen una noticia esperanzada. El pianista es el que sonó el sueño más hermoso, pero despertó antes de saber cómo terminaba. Le dicen El Hombre de la Utopía Inconclusa y es el preferido de Michel. Es el creador del minué sin final, una pieza que abarca todo y no conduce a nada pero que los hace felices. Aquella es Rosa, la terca, la que se atrevió a discutirlo todo. Es muy sexy, ¿verdad?
– Pensé que éste era un lugar de diversión; un casino, o algo así.
– Lo es. Al otro lado hay ruleta y póquer. A la derecha están las piezas de las chicas. Venga que le voy a mostrar. Lauri se dejó conducir a través del salón. Le pareció que se llevaba con él la mirada suplicante del pianista utópico. Por una puerta muy angosta entraron a la sala de juego. Allí había gente de todos los continentes amontonada contra las mesas y Lauri oyó, mientras caminaba junto a Florentine, que alguien cantaba el 17.
– ¿Dónde conoció a Michel? -dijo ella.
– En un hotel de Zurich, una noche que se confundió de habitación.
– Eso no es nuevo. También yo lo conocí así y tuvimos un largo romance.
Florentine se sentó en la barra e hizo una seña al barman.
– ¿Fue hace mucho? -preguntó Lauri-. El la ama todavía.
– ¿Qué quiere decir eso si no lo tengo conmigo? Véalo, allá está, en la última mesa. Gana siempre, pero no le basta. En Baden-Baden tuvieron que cerrar dos mesas porque no había suficientes fichas para pagarle. Quomo decía que había que vengar al pobre Dostoievsky. Eso fue hace como treinta años. Me acuerdo porque cuando volvimos a Francfort, se compró la mejor ropa y se fue a pelear por la independencia de Bongwutsi.
– ¿Y el dinero?
– Es papel pintado para él. Creo que compraron armas, o sobornaron gente, no sé. ¿Qué hace usted con él?
– Lo sigo. Entre lavar platos en un restaurante y tomar el palacio imperial… Quizás un día venga a bailar con su pianista utópico.
– Todavía es demasiado joven para velar los sueños ¿Le mando un par de chicas a la habitación?
– Es muy generoso de su parte, Madame. Me encantaría que viniera usted misma.
– Todavía tengo la esperanza de arrinconar a Michel.Será otra vez, si no se ofende.
Lauri le besó una mano y fue hasta el pasillo central. Al pasar junto a la última mesa vio a Quomo que recogía las fichas con un cesto de papeles. La gente lo aplaudía.
30
Bertoldi no podía pegar los ojos. Entre zumbidos de interferencia, la BBC detallaba los bombardeos de la flota británica contra las Malvinas y los preparativos para el inminente desembarco. Afuera arreciaban los truenos y los sapos anunciaban la estación de las lluvias. El cónsul ya había tomado la decisión de proteger el pabellón nacional con una retirada decorosa: como el aeropuerto seguía cerrado, el único medio de repliegue posible era el ómnibus a Dar-es-Salaam.
A las tres de la mañana, O'Connell oyó entre sueños un ruido en la habitación del fondo y sacó la pistola de abajo de la almohada. Descalzo, con el calzoncillo bajo el ombligo, salió del despacho y fue hasta el dormitorio donde Bertoldi estaba escuchando la radio, enfrascado en sus pensamientos. O'Connell comprendió que el argentino, abatido por la derrota, no pudiera dormir, ni siquiera darse cuenta de que alguien estaba tratando de forzar la ventana. Le hizo una seña para que no hablara y se agachó junto a la cama. Las bisagras saltaron casi sin ruido y afuera una sombra se movió recortada por la claridad de un relámpago. O'Connell dio un paso atrás, manoteó la radio que estaba sobre la mesa de luz y, antes de que el cónsul pudiera decir algo, la arrojó contra el postigo que empezaba a abrirse.
Hubo un estallido de vidrios y luego un instante de silencio. O'Connell subió a la cama y se tiró de cabeza por la ventana, llevándose las últimas astillas y la cortina de hilo que había cosido Estela.
Bertoldi oyó una exclamación de sorpresa y se asomó a ver que pasaba. Alcanzó a distinguir la silueta de un hombre de traje, que se tambaleaba tomándose la cabeza, y al irlandés que le daba un puñetazo en el estómago. La figura se derrumbó en silencio entre los arbustos.
– Ayúdeme a entrarlo -dijo O'Connell y arrastró al intruso de las solapas. Tenía el calzoncillo lleno de abrojos jadeaba como un perro. Se agachó a levantar la pistola y estornudó tres veces seguidas. Bertoldi tomó al hombre por los brazos y tironeó hasta introducirlo en el dormitorio.
– ¿Lo conoce? -preguntó el irlandés.
– La primera vez que lo veo.
Lo arrastraron hasta un sillón del despacho; el hombre revoleaba los ojos y se tomaba la mandíbula.
– ¡Qué país de mierda! -dijo en francés y sacudió la cabeza como para comprobar si seguía en su lugar.
– Empecemos por el nombre -dijo O'Connell y le dio una bofetada con el revés de la mano.
– Bouvard Jean, viajante de comercio -parecía derrotado-. ¿Usted es el embajador argentino?
El señor O'Connell señaló al cónsul.
– Me habían dicho que estaba solo.
– Le informaron mal.
– ¿Ya llegaron los Kruger?
– No sea ridículo, los Kruger están en Siberia.
– No. Andan sueltos otra vez. ¿Dónde está el dinero?
– ¿Qué dinero? -preguntó Bertoldi con un estremecimiento.
– El millón. No se haga el distraído.
– ¿A quién se le extravió esa suma? -preguntó O'Conell, y se sentó sobre la mesa.
– A mí. Michel Quomo me la sopló en Zurich.
– Esa es una buena noticia. ¿Y por qué la busca aquí, si puede saberse?
– Los argentinos colaboran con él.
– ¿Los argentinos están con Quomo? ¿Oyó eso, cónsul? ¡El comandante hizo un acuerdo con los argentinos!
– Yo no estoy enterado.
– ¡Ahora entiendo por qué estoy acá!
– Bueno -el francés se puso de pie-, por ahora ganan ustedes, pero la plata tiene que aparecer porque si no van a rodar muchas cabezas.
– ¿Usted no recibió ningún paquete, Bertoldi? -preguntó O'Connell.
– Hace años que no recibo correo.
– Entonces este hombre no se va a poder ir -O'Connell sacó la pistola y apuntó al francés-. Prepare el sótano.
– Cómo lo va a poner en el sótano. Está lleno de bichos.
– Si lo dejamos ir nos va a interceptar la encomienda. Por lo que dice ya debe estar por llegar.
– Es hora de que lo sepa, O'Connell -dijo Bertoldi y se sentó, apesadumbrado-. Si somos aliados se lo tengo que decir.
– Así me gusta, que no le tenga miedo a las palabras.
– La señora Burnett es mi amante. O'Connell levantó la vela y lo miró un instante, azorado.
– ¿Qué tiene que ver eso? ¿Quién es la señora Burnett?
– La esposa del embajador británico.
El irlandés se llevó una mano a la cabeza.
– ¡Eso sí que es gracioso! -dijo el francés. -Ahora está en Londres, pero se olvidó mis cartas en la embajada.
– Seguro que están bien guardadas -dijo el francés y se movió hacia la puerta-. Las inglesas son muy cuidadosas.
– Usted se queda ahí -dijo O'Connell y le apuntó-. A ver si entendí bien, Bertoldi: ¿me quiere decir que usted le estuvo escribiendo cartas y que ella las dejó al alcance del embajador?
– Versos… cosas románticas; comprenda que me sentía solo…
– No les quiero complicar la vida, muchachos -dijo el francés-, pero si no voy a lafiesta de la reina lo van a notar en seguida.