– ¡El cumpleaños de la reina! -exclamó O'Connell- ¿Cuando es?
– El sábado. De paso van a festejar la reconquista de las Falkland… A propósito: ¿usted me puede decir dónde queda eso?
– Abajo, a la derecha -el cónsul señaló el mapa de la República.
El francés se agachó e hizo un gesto de contrariedad.
– ¿Quién los aguanta ahora a los british…?
– ¿Tiene idea de dónde quedaron esas cartas? -preguntó-»O'Connell.
– Entre las partituras para piano, me parece.
– Hay que ir a buscarlas enseguida, Bertoldi. Si ese tipo las encuentra nos va a mandar la tropa y adiós revolución.
– Si supiera cómo… Yo tengo la entrada prohibida.
– ¿Usted tiene una invitación para la fiesta, Monsieur Bouvard?
– Claro que la tengo, no creerá que voy a entrar por la puerta de servicio.
– Démela, en una de esas se puede hacer algo. ¡A quién se le ocurre escribirle versos a una inglesa!
– Pensé que iba a encontrarme con profesionales. -dijo Bouvard con un gesto de resignación y le entregó la tarjeta con la corona en relieve.
– ¿Usted decía que los Kruger andan sueltos? -preguntó el irlandés.
– Colgaron a Patik en París. ¿Le puedo dar un consejo?
– No se moleste. Si no pudo liquidarlos Pol Pot, lo único que queda por hacer es mantenerse a distancia.
– ¿Quiénes son los Kruger? -preguntó el cónsul.
– La reencarnación de Stalin, pero todavía no sabemos de qué lado juegan. Ahora lleve a este mercenario al sótano y consígame un smoking. Todavía podemos intentar algo para recuperar esas cartas.
31
Desde que Quomo y los suyos llegaron a lo de Florentine los Kruger se instalaron en la esquina del subte. Lauri y Chemir se turnaban para hacer guardia desde una ventana, pero al cabo de un tiempo se convencieron de que los alemanes no se arriesgarían a tomar la casa por asalto y sólo los atacarían cuando salieran a la calle.
Las pocas noches en que dormía solo, Lauri tenía pesadillas de las que luego recordaba fragmentos: caras deshechas, el minué inconcluso, un banco de escuela sobre el que alguien había grabado un jeroglífico árabe. Se acostumbró, entonces, a dejar la puerta abierta y la luz apagada. A veces se quedaba dormido y lo despertaba una caricia, pero nunca sabía con quién hacía el amor. Apenas podía ver los ojos de las mujeres cuando encendían un cigarrillo y al día siguiente se esforzaba por reconocerlas en la mesa del desayuno.
Estaba habituándose a pasar el tiempo en la cama, leyendo yobservando a los Kruger, que ya formaban parte del paisaje. Después de cenar miraba televisión y conversaba con los clientes; lentamente había dejado de pensar en la Argentina y la revolución de Quomo le parecía cada vez más lejana. Le sorprendió, entonces, que Quomo lo convocara una noche a su habitación.
– ¿Qué posibilidades tenemos de sacar a los Kruger de allí? -le preguntó.
– ¿Ya nos vamos?
– Muy pronto.
– ¿A usted le parece justo abandonar a Florentine, dejar la ruleta, y tener que levantarse temprano por una revolución en la que nadie cree? Suponga que un día los alemanes se vayan de la esquina y podamos ir al cine, a bares, a los museos…
– No, no, la plata ya está en Bongwutsi. O'Connell debe haber comprado el arsenal. Para ir al aeropuerto hay que sacarse a esos asesinos de encima.
Lauri fue hasta la ventana y miró a la calle.
– No comen, no duermen nunca… Parecen robots.
– Son alemanes y tienen una orden, eso es todo -dijo Quomo.
– Disculpe que me meta en esas cosas, pero me parece que está ganando demasiado y si Florentine se funde nos va a echar a la calle.
– Yo no puedo perder. Esta noche vaya usted y deje veinte o treinta mil francos a punto y banca.
– Ir a perder no es muy gratificante. ¿Está seguro de que la revolución necesita de mí?
– ¿Que si necesita? Venga, mire: ¿se anima a hacer carambola desde aquí? Con buena luz, claro.
– ¿Quiere que tire otra vez desde la ventana?
– Sí, pero no directamente -Quomo fue a correr la cortina-. Vea si puede usar la entrada del subte para que reciban las balas de rebote. El arma está en el altillo.
– No habla en serio.
– No le digo que sea ahora mismo, pero cuando los ingleses se vayan de Bongwutsi para las Falkland habrá que salir corriendo. El sultán no puede tener el avión esperando todo el año. Le aviso para que no lo tome de sorpresa.
– Pensé que en una de esas nos quedábamos un tiempo enParís. Lenin lo pensó muchos años antes de largarse.
– Usted mire el cartel del subte y piense. Si quiere use la columna del semáforo, pero no deje huellas, no quiero que Florentine tenga líos con la policía.
32
Cuando empezó a llover el cónsul se puso el impermeable y fue a arriar por última vez la bandera. El cielo se había, cubierto de nubes que ocultaban las montañas y acentuaban la negrura de la noche. El agua caía a un ritmo monótono y desaparecía chupada por la tierra reseca del jardín.
Dejó la bandera sobre el escritorio y miró a su alrededor. El bolso y la ropa de O'Connell colgaban de una silla rota. Al pasar, el cónsul se probó el panamá y sintió que le calzaba a la perfección. Se dijo que bien podía llevárselo como recuerdo y que quizá un día valdría tanto como la boina del Che Guevara.
Fue al dormitorio y tomó de encima del ropero la misma valija con la que había llegado años atrás. Metió cuatro camisas, un ambo blanco arrugado, un pulóver que Estela había envuelto en plástico, y fue al escritorio a preparar un pasaporte diplomático. Levantó la vela y miró las paredes descascaradas y grasientas. Todo estaba igual que el día de su llegada: el escudo nacional, el mapa de la República, la foto de Gardel, un póster de las Cataratas del Iguazú y dos tapices ordinarios que había dejado Santiago Acosta. También los muebles eran los mismos. Se dio cuenta de que en esos años no había dejado una sola huella de su paso por Bongwutsi. Apenas las borrosas copias en carbónico de sus informes semanales, en los que había respetado el estilo del último cónsul. Y a Estela en una tumba.
En un rincón del cielo raso vio la telaraña repleta de insectos. Varias veces estuvo a punto de sacarla de allí, pero por las noches, cuando la araña salía a pasearse por la pared,sentía que era la única compañía que le quedaba. Pasaba largos ratos mirándola tejer y llevarse los insectos que caían en la trampa. Ganado por una mezcla de nostalgia y aprensión, fue a buscar las botas que había dejado sin limpiar para no llamar la atención de O'Connell. Se cambió de camisa y usó las últimas gotas de brillantina. Había decidido cenar en el Sheraton. Calculó que si el banco tenía los números de los billetes (lo que después de una larga reflexión le pareció improbable), no los descubrirían hasta la mañana siguiente. Y para entonces, él ya estaría del otro lado de la frontera.
Descolgó el cuadro de Gardel, sacó la foto de Estela del portarretrato y los metió en la valija con la bandera y una botella de whisky. Luego se calzó las botas, tomó el impermeable y, antes de apagar las velas recorrió otra vez esa casa que no olvidaría nunca. Pensó un instante en O'Connell y aunque sintió un escozor de inquietud, apostó a que saldría de la embajada sano y salvo.
Se puso el panamá y salió sin echar llave. Pese a la lluvia, el calor no había disminuido y el impermeable lo sofocaba. Miró hacia el bulevar y vio la garita iluminada. Hubiera querido insultarlos, pero prefirió ir a buscar un taxi sin llamar la atención. Se detuvo un momento en la esquina y cuando iba a refugiarse bajo un alero reconoció el camión de la municipalidad que lo había traído del palacio del Emperador. Recordó que aún no había pagado la cuenta en el bar al que los negros lo llevaron a festejar y se alejó a paso rápido, pegándose a la pared. Estaba a veinte metros de una bocacalle, cuando oyó un silbido largo y grosero. Se dio vuelta, cauteloso, y vio al chofer que corría a su encuentro. Cerca del camión había una luz de garrafa y dos peones cavaban un pozo en el pavimento.