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– Son los colores de la Argentina, excelencia.

– Con más razón.

El Primer Ministro le arrancó la escarapela y la arrojó canasto de los papeles.

– Protesto, señor.

– A la salida la recoge, hombre. Vamos.

Atravesaron un corredor y luego dos salones infinitos y desiertos. Todas las ventanas estaban protegidas por barrotes. Se detuvieron ante una puerta custodiada por dos hombres de túnicas verdes y bonetes que terminaban en cabeza de serpiente. El Primer Ministro habló con un secretario y señaló a Bertoldi. El cónsul se dijo que sería, mejor negarlo todo. La puerta empezó a abrirse pesadamente y el Primer Ministro lo tiró de un brazo. Bertoldi bajó la cabeza y se vio la punta de los zapatos gastados. La habitación estaba en semipenumbra. Una luz difusa insinuaba las columnas del trono talladas en oro. De reojo, vio al Primer Ministro doblado en dos y más allá un bulldog con un collar de diamantes. Sintió el silencio y la frescura del templo hasta que desde lo alto le llegó una voz ronca y vieja.

– Explíquese, embajador. Yo creía conocer todas las formas de la estupidez humana, pero ésta me deja perplejo.

El cónsul permaneció callado hasta que el Primer Ministro lo sacudió de un codazo.

– Mister Burnett exagera, Majestad.

– Reuter y Associated Press dicen lo mismo que él -un largo rollo de télex cayó como una serpentina y se enredó a los pies del cónsul-. Son hijos de ingleses, hablan como ingleses, viven como ingleses, ¿qué demonios busca un argentino ahí?

Bertoldi mantenía la cabeza gacha pero levantaba los ojos hasta hacerse daño. Alcanzó a ver unos pies desnudos y viejos apoyados en un pedestal de marfiles. Sintió otro codazo.

– Alivio, señor. Un poco de paz.

– ¡Ah, es una guerra santa, entonces! Sin embargo Mister Burnett pide soldados, no filósofos. Voy a decirle una cosa, embajador: no me disgusta que los ingleses reciban una lección de tanto en tanto, pero al final siempre somos nosotros los que pagamos los platos rotos. Si ustedes siguen en esa condenada isla voy a tener que mandar un batallón y bien sabe Dios que mi gente no ha visto nunca el mar…

– Usted insinúa que…

El Primer Ministro le hundió el codo en las costillas.

– ¿Qué tiempo hace allí ahora?

– ¿Dónde…? -el cónsul sintió una oleada de calor que le subía por la espalda.

– En las Falkland.

– ¡No me diga que…! -el cónsul hablaba en español.

– Hielo, nieve, siempre nos tócalo peor…

– ¡… recuperamos las Malvinas!

– ¿Qué dice?

– ¡Viva la patria, carajo!

El Primer Ministro estrelló el zapato contra una pantorrilla del cónsul que gritaba como un desaforado.

– Sí, parecen inmensamente imbéciles -dijo el Emperador con voz cansada-. Sáquenlo de aquí. ¡Fuera! ¡Que vengan los otros!

Dos hombres lo arrastraron hasta la puerta. El cónsul alcanzó a dar otros tres vivas a la patria y antes de que lo sacaran escaleras abajo pudo oír que el Emperador se sonaba ruidosamente la nariz.

3

Calles prolijas, canales mansos, un lago cristalino. La primavera que asoma en las macetas que adornan los balcones. ¿Qué podía importarle a Lauri esa ciudad si era un azar, un cruce de caminos, un punto de fuga?

Mientras pasaba por una callejuela solitaria, de puertas cerradas, jugó a imaginar que Zurich no había cambiado desde los tiempos en que Lenin tomó el tren para atravesar Alemania y sublevar Petrogrado. Cuando llegó a la estación algo apareció en su memoria: "Sí… pero Lenin sabía adonde iba".

Fue hasta la plaza del ajedrez, se detuvo un par dé veces a observar las caras de los que' meditaban una jugada y continuó por un sendero de baldosas desierto e impecable. Atravesó el puente y se agachó en la otra orilla a mirar los cisnes que se le acercaban deslizándose sobre el agua. De cuclillas al borde del lago, pensó que tal vez Lenin salía de su casa por las mañanas con un pedazo de pan para ellos y un libro (¿cuál?) para leer en el silencio de la plaza.

Pero Vladimir Ilich estaba terriblemente muerto y Lauri se había dejado ganar por la melancolía. Parado al borde de la vereda, miró a la mujer que dirigía el tránsito. Cuando vio el gesto invitándolo a cruzar, sintió una vez más el peso de ese mundo aséptico y calibrado, tan lejano al suyo. Tomó un tranvía y se quedó parado para observar las caras de los viejos que mostraban la indiferencia cordial de los gerentes de banco. En un cruce de avenidas advirtió que se había pasado de parada y tuvo que rehacer a pie el camino hasta el hotel. Caía la tarde y quería evitar el gentío que abandonaba las oficinas y los negocios. Preguntó al conserje si había correspondencia para él, y subió los cuatro pisos hasta su habitación. Junto a la pared había varios pares de zapatos para lustrar y un canasto con sábanas sucias. Lauri fue hasta el baño que quedaba al fondo del corredor y luego entró en su habitación.

Se tiró en la cama y estuvo mirando las montañas a través de la ventana hasta que se quedó dormido con la ropa puesta. De repente lo despertaron unos gritos en la escalera: prestó atención, pero no pudo entender lo que discutían porque los hombres mezclaban el inglés con otro idioma, más colorido y rápido. Oyó que se llevaban por delante los zapatos del pasillo y luego percibió el ruido de una llave que entraba en la cerradura. Se sentó en la cama y encendió la lámpara. Afuera la discusión subía de tono y uno de los hombres empezó a maltratar el picaporte mientras pateaba la puerta. Era la primera vez que Lauri oía levantar la voz en Suiza. Del otro lado, uno de los que gritaban cargó contra la puerta, que cedió con un chasquido de madera astillada. Una sombra torcida trató de alcanzar la llave de la luz, pero no pudo mantenerse en equilibrio y se derrumbó en la oscuridad. La mesa se volcó y la lámpara se apagó al golpear contra el piso. El caído se quejó, empujó la cama y se golpeó contra al duro. En el umbral apareció una figura rechoncha que tapó la escasa iluminación que llegaba del pasillo.

– Ya ve, Quomo, el mundo es un pañuelo -dijo el gordo, y encendió la luz.

En su cara había una ligera sonrisa de satisfacción. El borracho se había llevado al suelo la mesa destartalada trataba de incorporarse agarrándose de una silla. Un surco rojo le bajaba por la ceja derecha.

– Lo voy a hacer fusilar -dijo-. Se lo prometo.

Lauri se levantó a ayudarlo. Lo tomó de los brazos y tironeo, pero apenas alcanzó a moverlo. Tenía la piel de un marrón oscuro y brillante, como las berenjenas.

– ¡Rusos! -gritó el gordo- ¡A quién se le ocurre confiar en los rusos!

Se aflojó la corbata, sacó un pañuelo grande como un mantel y se lo pasó por el cuello y la papada.

– ¿Dónde estaba el pueblo? ¿Dónde? -preguntó y se dirigió a Lauri que había vuelto a sentarse sobre la cama-. ¡Sólo los ingenuos y los borrachos confían en el pueblo…!

El otro se tomó de los barrotes de la cama y consiguió sentarse en el suelo.

– Su vida no tiene misterio, Patik -dijo en voz baja-. Me da pena verlo así…

Bruscamente. El gordo se inclinó, atrajo al borracho contra sus rodillas y le habló con una ternura melosa y poco convincente.

– Si usted se dejara de joder con eso del comunismo el mundo sería nuestro, Quomo -dijo, y le dio una palmada en la mejilla. Iba a seguir el discurso, pero el otro lo apartó con un ademán de fastidio.

El gordo lo miró, furioso, y fue a llenar un vaso al lavatorio.

Lauri seguía la escena con curiosidad. El que estaba en el suelo intentó ponerse de pie, pero apenas consiguió quedar en cuatro patas. El gordo se acercó y le volcó el agua sobre la cabeza, de a poco.

– Lo voy a fusilar personalmente -insistió el borracho en un murmullo, mientras tiraba de una sábana para secarse el pelo. El gordo caminó hasta el espejo del ropero, miró la habitación como si acabara de entrar y se ajustó el nudo de la corbata.

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