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– No está en la lista de invitados.

– Fascinante -exclamó Daladieu -. ¿Y si se tratara de un agente enemigo? Un argentino que se hace pasar por ¿cómo dijo?

– Paraguayo. No, esto es cosa de Tacchi. Ya me tiene cansado.

– ¿La señora Burnett participa del juego?

La mirada del inglés se extravió por un instante.

– No, está en cama con una hepatitis virósica. Las flores que hay en las mesas las mandó ella.

– La pobre… – dijo Madame Daladieu.

El francés siguió a O'Connell con la mirada. Estaba paseándose entre los invitados y se dirigía hacia la escalera de mármol.

– Es hora de que desembarquen -comentó-, si no van a perder media flota, como en Suez.

– Es inminente, mi batallón salió anoche para allá. ¿Qué mira?

– Al paraguayo. Va derecho al museo.

– Va a terminar como el jardinero que Tacchi me quiso hacer pasar por presidente de la Unión Africana.

– No era el jardinero, Mister Burnett. Recuerde los problemas que tuvimos después.

– Tonterías, fue una jugarreta de Tacchi.

– En su lugar yo haría vigilar a éste; no tiene aspecto de paraguayo.

Mister Burnett hizo una seña a un hombre fornido, con una flor en el ojal.

– Sígame a ese tipo.

– ¿Cuál, señor?

El inglés levantó la cabeza y vio que O'Connell había desaparecido.

– Un rubio, de barba, que fuma un cigarro.

– Hay muchos así, señor.

– Bizco. Llevaba algo en la solapa.

– ¿Como yo?

– No una flor. Algo, ¡otra cosa, imbécil!

– Sí señor.

– Están pasando cosas raras en este país -dijo Monsieur Daladieu-. A mí se me perdió un agente de París.

Mister Burnett se quedó un momento ensimismado.

– Es curioso cómo la gente deserta últimamente…

– ¿También en Inglaterra? -se asombró la mujer de Daladieu.

– Es un mal de la época, Madame. Ahora, si me permite, voy a buscar al commendatore Tacchi. Estoy harto de que me arruine las fiestas.

34

Chemir llegó con la noticia de que los británicos habían, levantado el batallón de Bongwutsi para enviarlo a las Malvinas. De inmediato, Quomo telefoneó al sultán El Katar y lo invitó a cenar en casa de Florentine para conversar sobre el negocio del alcohol desalcoholizado y el viaje a Bongwutsi. Luego ordenó que el whisky y las otras bebidas se sirvieran en jarra y que las chicas musulmanas tuvieran el día franco.

Lauri miró una vez más por la ventana y vio a los Kruger en el mismo lugar, incorporados al paisaje como los anuncios de las galerías Lafayette y las cabinas de teléfono. Como siempre, uno de ellos comía una salchicha, otro un helado y el tercero se entretenía con un juego electrónico. Los tres tomaban cerveza y fumaban cigarros. El canasto deresiduos estaba lleno de latas vacías. Lauri sospechaba que dormían en alguno de los autos estacionados allí y que usaban el baño del bistrot, aunque nunca los vio separarse. Tenían los trajes azules muy arrugados, pero nadie los hubiera tomado por vagabundos: más bien parecían desocupados que esperaban noticias de un nuevo empleo. No hablaban y estaban siempre de pie; a veces uno se acercaba a otro, le tocaba un brazo con el codo y los tres reían como si alguien hubiera contado un chiste.

Lauri observaba que siempre estaban bien afeitados, pero Chemir sostenía que, simplemente, no les crecía la barba. Lo que más parecía molestarles era que los vecinos sacaran a pasear los perros. Cuando los animales orinaban contra la pared y ensuciaban el piso, se indignaban y recriminaban a los dueños. Un par de veces, el argentino los vio conversar con la policía hasta que el patrullero se iba y ellos volvían a la vereda. Durante todo el día leían Pravda y Die Welt y hojeaban revistas de historietas que apilaban cuidadosamente sobre el buzón. Todo parecía serles indiferente: el hombre que pasaba seis veces por día a recoger la correspondencia, los barrenderos, las máquinas que limpiaban la calle, los pasajeros que esperaban el ómnibus, los pegadores de afiches y el cartero. Cuando fumaban echaban la ceniza en el canasto y el que comía helados se guardaba el envoltorio y los palitos en un bolsillo del saco.

Mientras los observaba desde la ventana, Lauri pensaba cómo podía hacer para sacarlos del paso sin acercarse a ellos ni comprometer el negocio de Florentine. A la mañana vio que uno de ellos llegaba con una torta adornada con velitas y que los tres las soplaban al mismo tiempo mientras se daban codazos y se felicitaban con abrazos y apretones de manos. Entonces tuvo la idea de mandar a comprar una caja de Partagas y probar la eficiencia del correo francés.

El Katar y Marie-Christine llegaron a las siete y media, de la tarde en el Rolls y Quomo bajó a recibirlos con un ramo de flores para la dama.

– Supongamos -dijo el sultán cuando se sentaron a la mesa-, que nosotros llegamos con la destilería y el ejército se resiste a que la instalemos. Hay que tener en cuenta que esto es un cambio profundo en las costumbres de una sociedad, casi una revolución.

– De eso se trata, señor mío -replicó Quomo-. La gente está harta de que la envenenen con Coca-Cola y si nosotros producimos nuestra propia bebida vamos a lograr unéxito formidable. Claro, podemos tener algunos problemas con Londres y Washington, pero eso está previsto las masas van a salir a la calle. En una de esas, me animo decirle, hasta se sublevan.

– Lo más difícil va a ser cargar la destilería -dijo el sultán.

– Olvidemos eso. Ya le dije que lo único que necesito es un piloto de los de antes, que pueda volar sin radar y aterrizar en cualquier parte.

– ¿Entonces no hay maquinaria?

– No. Nosotros llevamos la idea y después todo se arma allá, sobre la marcha.

– Pero ¿qué le va a dar a esa gente cuando salga a la calle?

– Argumentos.

– ¿Entonces para qué quiere el avión? -el sultán parecía decepcionado.

– Para decirle la verdad, tengo prohibida la entrada en el país. Y Chemir también, porque de joven fue medio izquierdista. Encima este amigo argentino está en guerra y no lo quieren en ninguna parte. Usted me dirá por qué no pasamos la frontera disfrazados… Es que para atravesar una frontera hay que tenerla cerca y yo, sigo hablándole con el corazón en la mano, tengo cerradas todas las aduanas de África, excepción hecha de Argelia, que queda muy lejos de Bongwutsi.

– Esa prohibición no debe incluir a Libia, estoy seguro.

– Nunca se sabe, sultán. El segundo capítulo de la Exégesis al Libro Verde fue muy discutido.

– No veo qué tiene que ver…

– Esa parte la escribí yo.

– ¿Qué está diciendo?

– A pedido de Kadafi, por supuesto. Las etapas, ¿son indispensables o no? El título se lo puso él.

– ¡Brillante! -exclamó El Katar-. Es ahí donde dice que el Partido Comunista no es científico.

– Es que el coronel acababa de leer a Althusser e insistía en que no se pueden pasar por alto ciertas etapas en la construcción del poder popular y yo le porfiaba que sí. Claro, en ese tipo de discusiones uno se pone bastante terco y cae en abusos teóricos. "Demuéstrelo", me dijo el coronel, y me alcanzó una libretita con lomo de alambre. Bueno, qué compromiso, pensé, pero me fui a un rincón de la carpa y estuve escribiendo toda la noche. No se vaya a creer que él se fue a dormir. Se paseaba, fumaba uno detrás de otro, se arrodillaba a rezar, estaba obsesionado por el tema…

– "Ha llegado el momento de discutir claramente nuestra situación sin tener miedo de las palabras" -recitó el sultán-. Le señalo que el coronel no fuma.

– Ya lo sé, esa noche fumaba de los míos porque estaba muy excitado. Tosía mucho, me acuerdo. A la madrugada le pasé la libretita con los apuntes y salimos a leerlos a la luz del amanecer. "Está bien", me dijo, "usted liquida de una vez por todas el argumento de la evolución al comunismo por etapas. Déjemelo, éste va a ser el segundo capítulo del libro." Después, cuando se publicó, hubo un revuelo bárbaro y el mismo coronel salió a decir que no estaba completamente de acuerdo.

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