El cónsul se deslizó hasta el dormitorio, volvió con la radio y la puso en el suelo, frente a la puerta del despacho. El hombre cambió de posición para llevarse la mano libre a la frente y empezó a roncar. El cónsul giró el dial en busca de alguna música estridente hasta que se detuvo, sin proponérselo, en la emisión de Radio Tirana.De pronto, la Internacional brotó del parlante apenas deformada por la lejanía de la onda, y el barbudo saltó de la cama como un resorte. Tenía el puño izquierdo en alto y los ojos desorbitados por la emoción. Estaba duro como un palo en el medió del salón, con la pistola en la mano derecha y un crucifijo al cuello. Bertoldi se sentía infinitamente cansado y tenía la impresión de que nunca más volvería a echarse en una cama. Apagó la radio y decidió ir a hacerse cargo de su destino.
– ¡Embajador, los patriotas del mundo lo saludan! -gritó el barbudo cuando lo vio llegar. La piel cuarteada por el sol y los ojos azules, muy bizcos, le daban el aspecto de un fraile bonachón.
– Usted está violando territorio argentino -dijo el cónsul-. Espero que pueda darme una buena explicación.
El otro bajó el brazo, estornudó dos veces y dejó la pistola sobre la mesa. Parecía aliviado. Buscó en el bolso y sacó un habano de quince centímetros, grueso como un dedo, y una caja de fósforos de madera. La habitación se llenó de un perfume dulce y el cónsul tuvo la sensación de que le acariciaban el paladar con una pluma.
– Quedan pocos hombres de su estirpe, embajador. Puede contar conmigo.
– Empiece por explicarme qué hace aquí.
– Mire, su política de puertas abiertas es conmovedora, pero si no echa llave le van a robar hasta las velas.
– Ya me pasó. Lo escucho.
– Mi nombre es Theodore O'Connell, pero está lleno de irlandeses con ese apellido, así que puede llamarme como quiera.
Hizo una pausa y tiró una larga bocanada de humo azul.
– Tengo el honor de solicitar formalmente refugio político en su embajada.
Bertoldi se dejó caer en un sillón.
– Ah, no, se equivocó de puerta, señor mío: esto es un consulado.
– ¿Consulado? Le pregunté a un tipo en elpuerto. Por la embajada de la Argentina, pregunté. ¿Correcto?
– Lo siento. Si se corre hasta el bulevar va a encontrar todas las que quiera. La de Suecia es buena.
– Estamos en la misma situación, embajador; ni usted ni yo vamos a poder mostramos en el bulevar por un tiempo.
– Cómo, ¿ya se habla de mí?
– Disculpe, creo que se le está desbordando la bañadera. Bertoldi hizo un gesto de fastidio y corrió a levantar el tapón de goma. El agua empezó a bajar mientras el charco que se había formado en el piso se iba por la rejilla.
– Ya sabe qué en un consulado no se puede dar asilo. ¿Tuvo problemas con el gobierno?
– Todavía no. ¿Un cigarrillo?
Hacía rato que el cónsul esperaba el ofrecimiento. Dejó que el irlandés le alcanzara fuego, paladeó el humo y lo tiró por la nariz. Cuando el agua bajó lo suficiente volvió a colocar el tapón y entró en la bañadera. De la repisa tomó un paquete de jabón en polvo y esparció un buen puñado a su alrededor. Después revolvió el agua con un brazo y se fue sentando con cuidado. Le ardían las raspaduras y apenas podía doblar el cuello.
– No se ofenda, embajador, pero usted es el primer diplomático que me recibe desnudo, y el único que conozco que se baña con jabón de lavar la ropa. No lo cuestiono, al contrario, esas cosas hacen más fácil la convivencia cuando el lugar es chico.
El cónsul miró al hombre que estaba apoyado en el marco de la puerta: era más alto que él pero quizá no llegara a los cincuenta años. Era tan bizco que se hacía difícil saber hacia dónde miraba. De vez en cuando arrugaba la nariz, como si fuera a estornudar, pero al fin se contenía y dejaba escapar un carraspeo ronco. Encendió otra vez el habano y fue a sentarse sobre la tapa del inodoro.
– No quiero que piense que soy un tipo pesado, embajador, pero resulta que es muy importante para mí quedarme aquí, ¿sabe? Embajada o consulado, eso es un avatar de la burocracia, qué más da. Lo que cuenta es que usted es un tipo íntegro, que hace respetar su bandera.
– Eso se lo puedo garantizar -dijo el cónsul-, pero sepa que conmigo las amenazas no corren.
– ¿Quién lo amenazó? -se alarmó O'Connell- ¿Yo lo amenacé?
– Me apuntó con una pistola cuando entré a mi propia casa.
– ¡Ah, pero estaba dormido! Olvídelo, es un reflejo… Se imagina que me toca dormir en cada lugar que si no ando con un poco de cuidado…
– Perdone la franqueza, pero usted tiene aspecto de guerrillero.
– No sea tan esquemático…
– Si se queda acá nos van a mandar la policía. ¿Lo había pensado?
El irlandés asintió con un ojo volcado hacia el cielo raso y otro en dirección a la puerta.
– Bongwutsi es neutral. Simpatiza con Inglaterra, pero es neutral. Lo escuché por la radio.
– Hay como cincuenta embajadas en el bulevar, ¿por qué se metió aquí?
– Usted conoce la respuesta, embajador: tenemos el mismo enemigo.
– Ahora veo: usted es miembro del IRA.
O'Connell elevó los ojos y las manos y estornudó con un ruido que sobresaltó al cónsul.
– ¡Qué fácil es para usted la vida! Si levanto el brazo soy comunista y si llevo un crucifijo soy del IRA. ¡Hágame el favor!
– Si me disculpa voy a salir de la bañadera.
O'Connell se puso de pie y salió al pasillo. Llevaba el cigarro entre los dientes y a veces fruncía la nariz.
– El polen me tiene loco -dijo al otro lado de la puerta-. No se imagina la plata que gasto en remedios con esta alergia. Ya me tuve que ir de Filipinas porque arruinaba todas las emboscadas.
Bertoldi se envolvió en una bata desteñida, se peinó y se puso una buena capa de desodorante. Se sentía mejor. Alguien, al fin, le dirigía una palabra de afecto.
– Va a tener que cambiar los vidrios -dijo O'Connell-. Se me fue la mano con la mezcla.
– ¿Qué mezcla?
– Al final la garita ésa era de lata. De lejos parecía acero del bueno.
– ¿Usted se da cuenta en qué compromiso me está poniendo?
– Bueno, yo lo vi en un apuro y pensé que a mejor sería hacer un poco de distraccionismo.
– ¿De qué?
– Distraccionismo; que miraran para otro lado.
– Hágame el favor, salga de mi casa. A ver si piensan que soy cómplice de un subversivo.
– No diga eso; yo le propongo una alianza para defendernos del imperialismo inglés.
– No diga disparates, cómo me voy a juntar con un terrorista.
– Eso no es justo, embajador. Yo no soy ningún mercenario. Cuando le muestre la plata que llevo se va a convencer de que no es la más apropiada para abrir una cuenta en el banco.
– ¿Tiene dinero encima?- el cónsul sintió un estremecimiento.
– Para empezar, los vidrios corren por mi cuenta.
Bertoldi aplastó el cigarrillo y se puso a mirar por la ventana.
– ¿Está seguro de que nadie lo vio entrar?
– Si me hubieran visto ya estarían aquí. En Europa hice saltar tres embajadas yanquis y siempre le echaron la culpa a Kadafi.
– ¿Usted qué quiere de mí? ¿Para quién trabaja?
– Esas son muchas preguntas, embajador. En su lugar haría un informe detallado a la cancillería. Después, si rechazan el pedido de refugio yo me voy y tan amigos como antes.
– ¿Así que usted también está en guerra con los ingleses?
– Hace seis generaciones que mi familia los tiene a mal traer.
El cónsul concluyó que le sería difícil echar a ese hombre nada más que con argumentos.
– No sé. Si es cosa de un par de días, y usted se hace cargo de los gastos, puedo tirarle un colchón en el suelo. Tampoco quiero que ande diciendo por ahí que soy un insensible. Eso sí, me tiene que entregar el arma.
El irlandés sonrió satisfecho. Bertoldi no pudo establecer si lo miraba a él o a la foto de Gardel que estaba en la pared.
– Esta noche cenamos afuera. ¿Qué le parece?