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Hubo movimiento y un alboroto. Los hombres del Comandante de la Guardia estaban trayendo las páginas que habían confiscado en las casas de calígrafos e ilustradores y las estaban dejando en la antigua sala de pintura.

– En realidad las orejas son una imperfección del ser humano -le dije a Negro pretendiendo que sonriera-. Cada uno las tiene diferentes pero son la misma cosa: algo realmente feo.

– ¿Qué le sucedió al ilustrador al que descubrieron por la firma de la oreja?

– Lo dejaron ciego -no dije eso para no entristecer más aún a Negro y, en cambio, le dije-: Se casó con la hija del sultán. Desde ese día esta forma de identificar a los ilustradores es conocida por muchos janes, shas y sultanes como «el método de la dama» y se mantiene en secreto, de forma que aunque un ilustrador haga una pintura, una diminuta ilustración, y luego lo niegue, enseguida pueda saberse quién ha sido el culpable. El truco de todo el asunto está en encontrar los detalles que, aunque no ocupan un lugar en el corazón de la pintura y no se les presta importancia y se dibujan a toda prisa, siempre se repiten. Pueden ser orejas, manos, hierbas, hojas o incluso las crines o las patas o los cascos de los caballos. Pero, cuidado, el pintor no debe saber que esa particularidad se ha convertido en su firma secreta. Un bigote nunca podrá serlo, por ejemplo, porque la mayoría de los ilustradores son conscientes de que dibujan los bigotes a su propia manera y saben que los bigotes son una especie de firma medio expresa. Pero sí pueden serlo las cejas porque nadie les presta atención. Ahora ven, vamos a ver cuáles fueron los pinceles y los cálamos de qué jóvenes maestros los que trabajaron en las pinturas del difunto señor Tío.

Así pues, pusimos unas junto a otras las páginas de aquellos dos libros que se estaban preparando, el uno en secreto y el otro abiertamente, que contaban historias y trataban temas distintos, y que estaban ilustrados con estilos diferentes, el libro del difunto señor Tío y el Libro de las festividades describía las ceremonias de la circuncisión de Nuestro Príncipe, que se estaba pintando bajo mi supervisión, y Negro y yo observamos con atención los lugares por los que pasaba mi lente.

1. Primero observamos la boca abierta de la piel de zorro que un peletero vestido con un caftán rojo y un fajín morado llevaba en brazos durante el desfile de los artesanos peleteros mientras pasaban ante el Sultán, que los contemplaba desde un quiosco hecho especialmente para la ocasión. Los dientes del zorro, que se podían distinguir individualmente, y los dientes de aquella malhadada criatura medio demonio, medio gigante, y que yo creía que venía de la mismísima Samarcanda, que aparecía en la pintura del Diablo del Tío, habían surgido de la misma mano, del pincel de Aceituna.

2. En un día especialmente animado de las fiestas de la circuncisión se veía un destacamento de empobrecidos veteranos de la frontera, todos vestidos con harapos, al pie de la ventana desde la que Nuestro Sultán contemplaba el Hipódromo. Uno de ellos decía: «Sultán nuestro, nosotros, heroicos soldados tuyos, caímos prisioneros mientras luchábamos por la fe contra los infieles y sólo nos pusieron en libertad para que encontráramos el dinero de nuestro rescate después de que dejáramos como rehenes a algún pariente o algún hermano, pero al regresar a Estambul nos encontramos con que todo estaba tan caro que ahora no podemos reunir el dinero necesario para liberar a nuestros familiares, que siguen como rehenes en manos del infiel, y necesitamos tu ayuda; danos oro o danos prisioneros para que podamos intercambiarlos por nuestros hermanos rehenes y podamos salvarlos». Las uñas del perro perezoso que desde un rincón observaba con su único ojo abierto a Nuestro Sultán, a los pobres veteranos empobrecidos y a los embajadores tártaros y persas que estaban en el Hipódromo eran claramente las mismas uñas que las del perro que, en el libro del tío, llenaba un rincón en una escena donde se mostraban las aventuras del áspero y debían de haber salido del mismo pincel, de las manos de Cigüeña.

3. Los dedos de uno de los titiriteros que daban vueltas de campana y sostenían huevos en palos, uno calvo, con un chaleco morado, con las piernas desnudas y que tocaba una pandereta en cuclillas sobre una alfombra roja que había a un lado, coincidían exactamente con los de la mujer que sostenía una bandeja en la pintura roja del libro del Tío (Aceituna).

4. Los adoquines azules del suelo rosado sobre el que pasaban ante Nuestro Sultán los maestros cocineros llevando sus cazuelas y un carro que avanzaban a empujones, en cuyo interior habían colocado un hogar sobre el que había una enorme marmita en la que los miembros de la sección de cocineros preparaban hojas de col rellenas de carne y cebolla, habían salido de la misma mano que los guijarros rojos del suelo azul marino sobre el que caminaba sin pisarlo aquella cosa medio fantasmal que se veía en la pintura que el Tío llamaba de la muerte (Mariposa).

5- El ostentoso palacio del embajador persa, que no hacía sino lisonjear a Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo, y que le decía continuamente que el sha de los persas era su amigo y que sólo alimentaba sentimientos fraternales hacia él, era derribado en un instante cuando mensajeros tártaros trajeron noticias de que el ejército persa había iniciado preparativos para una nueva campaña contra los otomanos, y los porteadores de agua corrían para sofocar la nube de polvo que se había levantado en el Hipódromo mientras otros hombres llevaban pellejos llenos de aceite de linaza para verterlo sobre la multitud que se disponía a atacar al embajador con la intención de calmarla. La forma que tenían de levantar los pies cuando corrían los porteadores de agua y los hombres que llevaban los pellejos llenos de aceite de linaza y la forma que tenían de levantar los pies los soldados que corrían en la página pintada en rojo debían de haber salido de la misma mano (Mariposa).

Este último descubrimiento no fue mío, aunque fuera yo quien dirigiera aquella caza de pistas moviendo la lente a izquierda y derecha y llevándola de una pintura a otra, sino de Negro, que mantenía los ojos enormemente abiertos tanto por el miedo a la tortura como por la esperanza de volver a ver a su esposa, que le esperaba en casa. Nos llevó toda la tarde investigar las nueve ilustraciones que teníamos del difunto Tío siguiendo el método de la dama para averiguar qué ilustrador había trabajado en cada una de ellas y luego evaluar la información.

El difunto Tío de Negro no había dejado ninguna página al talento y los pinceles de un solo ilustrador y los tres maestros habían trabajado en la mayoría de ellas. Eso nos demostraba que las ilustraciones habían ido de casa en casa y que tales idas y venidas habían sido frecuentes. Comenzaba a enfurecerme pensando que el asqueroso asesino además era un incompetente al notar las inexpertas pinceladas de una quinta mano que se había unido al trabajo de los ilustradores que ya conocía cuando Negro identificó la labor de su Tío por la prudente forma de extender la pintura y así nos libramos de seguir una pista falsa. Si dejábamos a un lado al pobre Maese Donoso, que había hecho prácticamente el mismo dorado para el libro del Tío y para nuestro Libro de las festividades (sí, claro que me partía el corazón) y que me daba la impresión que de vez en cuando había tocado con su pincel las paredes, las hojas y las nubes, quedaba absolutamente claro que sólo los tres maestros más brillantes de toda la sección de ilustradores habían trabajado en aquellas pinturas. Eran los hijos que yo había criado con amor desde que eran aprendices, mis tres queridos talentos: Aceituna, Mariposa, Cigüeña…

Hablar sobre el talento, la maestría y el carácter de cada uno de ellos con la esperanza de que nos ayudara a encontrar lo que buscábamos no sólo era hablar sobre ellos sino también sobre mi propia vida:

Los atributos de Aceituna

Su nombre verdadero es Velican e ignoro si tiene algún otro sobrenombre aparte del que yo le di porque nunca he visto su firma. Cuando era aprendiz venía a casa a recogerle los martes. Es muy orgulloso; y esto quiere decir que si alguna vez se hubiera rebajado a firmar su trabajo habría querido que la firma se viera y se reconociera, por lo que no la habría ocultado. Dios le concedió facultades de sobra. Todo le resulta fácil, desde dorar hasta trazar líneas, y todo lo hace bien. Él es el artista más brillante de los talleres en lo que respecta a pintar árboles, animales y rostros humanos. El padre de Velican, que lo trajo a Estambul cuando tenía diez años, creo, había sido formado por Siyavus, el famoso pintor de rostros, en los talleres de Tabriz del sha safaví, y la genealogía de sus maestros llegaba hasta los mismísimos mongoles. Como trae consigo la influencia chinomongola, pinta a los jóvenes amantes como lo hacían los ancianos maestros que se instalaron en Samarcanda, Bujara y Herat hace ciento cincuenta años, con cara de luna, a la manera de los chinos. Ni de aprendiz ni de maestro pude quitarle aquella terca manía suya. Quise que se apartara del estilo y de los modelos de los maestros mongoles, chinos y de Herat que guardaba en las profundidades de su alma e incluso, si era necesario, que los olvidara. Cuando se lo decía me respondía que, como casi todos los ilustradores que cambian de taller y de país, de hecho ya los había olvidado y que en realidad jamás había aprendido aquellos modelos. La mayoría de los ilustradores son inestimables precisamente por esos modelos maravillosos que guardan en la memoria, pero si Velican los hubiera olvidado habría sido aún más grande. No obstante, el que guardara en el fondo de su alma lo que había aprendido de sus maestros, como si fueran pecados irrenunciables, le servía para dos cosas, aunque él mismo no fuera consciente: 1. Aquello le daba un sentimiento de culpabilidad y de ser ajeno a los otros que permitiría que un ilustrador con tanto talento como él tenía llegara a su madurez. 2. En los momentos difíciles recordaba lo que decía haber olvidado y podía salir con bien de cualquier historia o tema nuevos, de cualquier escena desacostumbrada, recurriendo a alguno de los viejos modelos de Herat. Como tenía buen ojo, sabía adaptar armónicamente a la nueva pintura lo que había aprendido de los viejos modelos, de los antiguos maestros del sha Tahmasp. Guiadas por su mano, la pintura de Herat y la ilustración de Estambul se mezclaban de una manera armónica.

En cierta ocasión, como hacía con todos mis ilustradores, me presenté en su casa sin avisar. Al contrario de lo que ocurre conmigo y con la mayoría de los ilustradores, el rincón donde se sentaba a trabajar era un revoltijo impresionante, con las pinturas, los pinceles, los pulidores de conchas marinas y el atril todo revuelto y lleno de suciedad. Para mi aquello era un enigma: pero él ni siquiera se avergonzó. Además, no hacía trabajos para fuera con la intención de ganarse un puñado de ásperos de más. Cuando se lo conté, Negro me dijo que era Aceituna quien mayor entusiasmo sentía por el estilo de los maestros francos de su difunto Tío y quien mejor se adaptaba a él. Comprendí que para el difunto imbécil aquello era un elogio. Y también un diagnóstico erróneo. No sé si en secreto Aceituna permanecería aún más vinculado de lo que parecía al estilo de Herat, que había pasado a él a través de Siyavus, el maestro de su padre, y de Muzaffer, el maestro de éste, y a la época en la que vivió Behzat y a los antiguos maestros, pero siempre me ha hecho pensar si no habría en él otras cosas ocultas. De todos mis ilustradores, él es el más silencioso, el más sensible, el más culpable, el más traidor y el más retorcido (dije todo aquello tal y como lo sentía). Cuando el Comandante de la Guardia mencionó la tortura él fue quien primero se me vino a la cabeza (quería tanto que lo torturaran como que no lo hicieran). Tiene unos ojos vivísimos: todo lo ve, de todo se da cuenta, incluso de mis defectos; pero raras veces, con la prudencia de un desterrado capaz de adaptarse a todo, abre la boca para señalar nuestros errores. Es retorcido, sí, pero no creo que sea un asesino (eso no fui capaz de decírselo a Negro). Porque no cree en nada. Ni siquiera cree en el dinero, aunque lo acumule como un cobarde. En cambio, al contrario de lo que se piensa, los asesinos no surgen de entre los descreídos, sino de entre los que creen demasiado. La ilustración es una puerta que conduce a la pintura y la pintura, Dios nos libre, lleva a desafiar a Dios; eso lo sabe todo el mundo. Aceituna es un auténtico pintor a causa precisamente de la falta de fe entendida así. Pero ahora pienso que sus aptitudes son inferiores a las de Mariposa e incluso a las de Cigüeña. Me habría gustado que fuera mi hijo. Diciendo esto último quise provocar los celos de Negro, pero se limitó a abrir sus ojos oscuros y a lanzarme una mirada infantil. Entonces le dije que Aceituna era maravilloso cuando trabajaba con tinta negra dibujando para álbumes guerreros solitarios, escenas de caza, paisajes con cigüeñas y garzas como los chinos, apuestos muchachos que tocaban el laúd y recitaban poesías al pie de un árbol, pintando la tristeza de amantes legendarios, la ira de un sha armado con su espada, o el temor en el rostro del héroe al esquivar el ataque de un dragón.

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