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– ¿Habéis envenenado entre los dos a tu Tío? -preguntó Hasan-. ¿Por fin lo habéis conseguido entre Hayriye y tú?

– Mi suegro todavía sigue molesto por todo lo que le hiciste a Seküre. Y si realmente está vivo, tu propio hermano podría pedirte cuentas de la deshonra en que caíste.

– Todo eso es mentira -protestó Hasan-. Excusas que Seküre se inventó para huir de casa.

Del interior de la casa brotó un chillido: la que gritaba era Hayriye. Luego también gritó Sevket; se gritaban el uno al otro. Sin poder evitarlo yo también grité atemorizada sin querer y eché a correr hacia la casa sin saber lo que hacía.

Sevket había bajado corriendo las escaleras y se lanzó al patio.

– El abuelo está helado -chillaba-. El abuelo está muerto.

Nos abrazamos. Le cogí en brazos. Hayriye continuaba gritando. Tanto Negro como Hasan debían de haber oído los gritos y todo lo demás.

– Madre, han matado al abuelo -dijo ahora Sevket.

Todos lo oyeron. ¿Lo habría oído también Hasan? Abracé con fuerza a Sevket. Lo metí de nuevo en la casa sin dejarme llevar por el pánico. En lo alto de las escaleras Hayriye se estaba preguntando cómo había sido posible que el niño se despertara y se le hubiera escapado de aquella forma tan artera.

– Madre, no nos ibas a dejar solos -dijo Sevket y se echó a llorar.

Yo no podía dejar de pensar en Negro, que continuaba de pie en la puerta del patio. Como estaba ocupado con Hasan no acertaba a cerrar la puerta. Besé a Sevket en las mejillas, lo abracé con fuerza, le olí el cuello, lo tranquilicé y lo dejé en brazos de Hayriye.

– Subid vosotros dos, Hayriye -le dije en un susurro.

Subieron. Regresé a la puerta del patio. Creía que Hasan no podría verme allí donde estaba, unos pasos más atrás de la puerta. ¿Había cambiado de posición en el oscuro jardín de enfrente? ¿Se había colocado tras los árboles oscuros que bordeaban la calle? Pero me veía, cuando hablaba también se dirigía a mí. Lo que más me desagradaba no era hablar en la oscuridad con alguien a quien no veía la cara; mientras él me, nos acusaba, descubrí que en realidad le daba la razón, que me sentía culpable y equivocada, como siempre me había hecho sentir mi padre, y me ponía aún más nerviosa el darme cuenta apenada de que estaba enamorada del hombre que decía todo aquello. Dios mío, ayúdame. ¿No debería ser el amor una forma de alcanzarte y no una de sufrir en vano?

Hasan dijo que yo me había aliado con Negro para matar a mi padre. Que había oído lo que había dicho el niño, que todo estaba claro como el día, que lo que habíamos hecho era un pecado digno de que nos ganáramos el Infierno. Por la mañana iría a contárselo todo al cadí. Si yo era inocente, si mis manos no estaban manchadas por la sangre de mi padre, nos llevaría de vuelta a su casa a mí y a los niños y ejercería de padre hasta que su hermano regresara de la guerra. Pero si era culpable, me merecía cualquier castigo al que se condenara a las mujeres que abandonaban a su marido despiadadamente mientras él derramaba su sangre en la guerra. Después de que escucháramos pacientemente todo aquello, se produjo un silencio momentáneo detrás de los árboles.

– Si ahora regresas al hogar de tu verdadero marido por propia voluntad -dijo Hasan con un tono completamente distinto-, si coges a los niños y vuelves a casa voluntariamente en silencio y sin que nadie te vea, olvidaré toda esta intriga, el matrimonio falso, los crímenes que has cometido, lo perdonaré todo. Los dos juntos esperaremos pacientemente los años que sean necesarios el retorno de mi hermano de la guerra, Seküre.

¿Estaba borracho? En su voz había algo tan infantil que me preocupaba que lo que estaba ofreciéndome delante de mi marido pudiera costarle la vida.

– ¿Lo has entendido? -se dirigió a mí desde detrás de los árboles.

En la oscuridad me resultaba imposible saber exactamente dónde se encontraba. Ayuda a tus pecadores siervos, Dios mío.

– Porque no puedes vivir bajo el mismo techo con el hombre que ha matado a tu padre, Seküre, lo sé.

Por un momento se me ocurrió que podía haber sido él quien hubiera matado a mi padre. Quizá ahora se estuviese burlando de nosotros. Aquel Hasan era un diablo, pero también quizá me equivocara.

– Escúchame, señor Hasan -dijo Negro en dirección a la oscuridad-. Han asesinado a mi suegro, eso es verdad. Algún miserable lo ha matado.

– Lo mataron antes de la boda, ¿no? -preguntó Hasan-. Lo matasteis porque se oponía a todo este montaje de la boda, al divorcio simulado, a los testigos falsos, a vuestras trampas. Si hubiera considerado a Negro un hombre de verdad le habría entregado a su hija, no ahora, sino hace años.

Como había vivido tantos años con mi difunto marido, con nosotros, conocía tan bien nuestro pasado como nosotros mismos. Aún peor, Hasan recordaba de principio a fin con la pasión de un amante celoso todo lo que había hablado con mi marido en aquella casa, lo que había olvidado y lo que ahora quería haber olvidado. Teníamos tantos recuerdos comunes de años, él, su hermano y yo, que me dio miedo que me hiciera sentir lo extraño, nuevo y lejano que me parecería Negro si ahora comenzaba a hablar de ellos.

– Sospechamos que has sido tú quien lo mató -dijo Negro.

– Lo habéis matado vosotros para poder casaros. Eso está claro. Yo no tenía ningún motivo para matarlo.

– Lo mataste para que no pudiéramos casarnos -le contestó Negro-. Cuando supiste que había dado su permiso para que Seküre se divorciara y nos casáramos, perdiste la cabeza. De hecho, estabas furioso con él porque le había dado ánimos a Seküre para que regresara a su casa. Querías vengarte. Sabías que mientras siguiera vivo nunca podrías apoderarte de Seküre.

– Basta -replicó Hasan decidido-. No pienso escuchar más. Hace mucho frío. Me he quedado helado tirando piedras hasta que he podido llamar vuestra atención. No me oíais.

– Negro estaba dentro, mirando las ilustraciones de mi padre -dije.

¿Cometí un error diciendo aquello?

Entonces Hasan habló con aquel tono artificial que a veces yo empleaba sin querer cuando me dirigía a Negro:

– Señora Seküre, como esposa de mi hermano mayor, lo mejor que puedes hacer es coger a tus hijos y regresar al hogar del heroico caballero con el que aún sigues casada según la ley de Dios.

– No -respondí como si susurrara a la noche-. No, Hasan, no.

– Entonces mi responsabilidad y la fidelidad que le tengo a mi hermano me obligan a comunicar al cadí en cuanto amanezca todo lo que he oído aquí. Luego podrían pedirme cuentas.

– De hecho, va a pedírtelas -le respondió Negro-. En el mismo momento en que vayas a ver al cadí, yo le contaré que asesinaste al querido siervo de Nuestro Sultán, mi Tío.

– Bien -replicó Hasan tranquilo-. Díselo así.

Lancé un grito.

– ¡Os torturarán a los dos! No vayáis al cadí. Esperad. Todo se aclarará.

– No le tengo miedo a la tortura -dijo Hasan-. He pasado dos veces por ella y en ambas ocasiones he podido darme cuenta de que es la única manera de diferenciar al culpable del inocente. Son los calumniadores quienes deben temerla. Además, le hablaré del libro y las ilustraciones del pobre Tío al juez, al agá de los jenízaros, al seyhülislam y a todo el mundo. Todos hablan de esas ilustraciones. ¿Qué es lo que hay en ellas?

– Nada -respondió Negro.

– Así que enseguida fuiste a mirarlas.

– El señor Tío me encargó que terminara su libro.

– Bien. Ojalá nos torturen juntos.

Ambos guardaron silencio. Luego oímos el sonido de unos pasos que llegaban del jardín vacío. ¿Se iba o se acercaba a nosotros? Ni pudimos verle ni pudimos saber lo que hacía. Era una molestia inútil que cruzara en aquella negra oscuridad entre los espinos, los arbustos y las zarzas del otro extremo del jardín. Si pasaba entre los árboles podía deslizarse por delante de nosotros y desaparecer sin que lo viéramos, pero no oímos pasos que se nos acercaran. En cierto momento grité «¡Hasan!», pero no se oyó el menor ruido.

– Calla -me dijo Negro.

Ambos tiritábamos de frío. Sin esperar demasiado cerramos bien la puerta y entramos en casa. Antes de meterme en la cama que habían calentado mis hijos fui a echar un nuevo vistazo a mi padre. Negro se sentó ante las ilustraciones.

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