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– Es cierto, pero no sé si es un cumplido. Sigue.

– Ningún otro ilustrador conoce como tú la consistencia y los secretos de la pintura. Siempre eres tú quien prepara los colores más brillantes, más vivos, más auténticos.

– Bien. ¿Algo más?

– Sabes que eres el más grande de los ilustradores, junto a Behzat y a Mir Seyyid Ali.

– Sí, lo sé. Y si tú también lo sabes, ¿por qué no vas a hacer el libro conmigo sino con ese modelo de mediocridad que es Negro?

– Primero, para el trabajo que él hace no se necesita tener talento de ilustrador -le contesté-. Segundo, no es un asesino como tú.

Me sonrió con dulzura porque yo también sonreía con una sensación de desahogo. Sentía que podría librarme de aquella pesadilla si seguía hablando de aquella forma del estilo. Y así, una vez iniciada la cuestión, nos enzarzamos en una agradable charla sobre el tintero mongol que sostenía en la mano, no como padre e hijo, sino como dos viejos experimentados que comparten el interés por el tema de conversación. El peso del bronce, el equilibrio del tintero, la profundidad de su cuello, el tamaño de los viejos cálamos de caña de calígrafo y los secretos de la tinta roja, cuya consistencia podía notar sacudiendo ligeramente el tintero mientras seguía plantado de pie ante mí… Comentamos que si los maestros mongoles no hubieran llevado a Jorasán, a Bujara y a Herat los secretos de la tinta roja, que habían aprendido de los maestros chinos, nunca habríamos podido hacer nuestras pinturas en Estambul. Mientras hablábamos parecía cambiar la consistencia del tiempo, como la de la pintura, y se iba haciendo más fluida. Un rincón de mi mente seguía sorprendido preguntándose por qué todavía no había nadie en casa y me habría gustado que dejara aquel pesado tintero en su sitio.

– Cuando se acabe el libro, ¿comprenderán mi talento los que vean lo que he pintado? -me preguntó con la soltura habitual con la que hablábamos mientras trabajábamos.

– Si Dios quiere, algún día acabaremos sin problemas este libro y cuando Nuestro Señor el Sultán lo tenga en sus manos, le echará una ojeada; por supuesto, primero comprobará de un vistazo si se ha usado o no pan de oro donde se debería, luego, como hacen todos los monarcas, contemplará su propia imagen como quien lee un panegírico y se quedará admirado no por nuestra maravillosa ilustración sino por la imagen de sí mismo, y después, ¡ya podremos estar agradecidos si se toma la molestia de mirar las maravillas que hemos hecho inspirándonos en Oriente y en Occidente con tanto esfuerzo, tanto entusiasmo y dejándonos la luz de los ojos! Tú también sabes que, si no ocurre un milagro, nunca preguntará quién hizo ese encuadre, quién es el iluminador, ni quién ha pintado tal hombre o cual caballo y guardará bajo siete llaves el libro en su tesoro. Pero nosotros, como todos los hombres de auténtico talento, seguiremos pintando por si ese milagro se produce algún día.

Nos callamos un rato, como si lo esperáramos pacientemente.

– ¿Y cuándo ocurrirá ese milagro? -me preguntó-. ¿Cuándo se apreciarán realmente todas esas decenas de pinturas que hemos hecho hasta quedarnos ciegos? ¿Cuándo se me, se nos dará el aprecio que nos merecemos?

– ¡Nunca!

– ¿Cómo?

– Nunca nos darán eso que pretendes -dije-. En el futuro serás menos apreciado aún.

– Los libros duran siglos -dijo con tono orgulloso, pero sin confiar del todo en sí mismo.

– Ningún maestro italiano posee tu poesía, tu fe, tu sensibilidad, la pureza y la brillantez de tus colores, créeme. Pero sus pinturas son más convincentes, se parecen más a la propia vida. No pintan el mundo como si lo vieran desde el balcón de un alminar y sin darle importancia a eso que llaman perspectiva, sino desde la calle, o, al menos, desde la habitación del príncipe, e incluyen su cama y su colchón, su mesa, su espejo, su tigre, su hija y su dinero; lo pintan todo, ya lo sabes. No me convence todo lo que hacen; me resulta ofensivo e indigno el que la pintura intente imitar directamente al mundo. ¡Pero resulta tan atractivo lo que hacen con esos nuevos estilos! Pintan todo lo que puede ver el ojo tal y como lo ve. Ellos pintan lo que ven, nosotros lo que miramos. En cuanto ves sus obras te das cuenta de que la única forma de que tu rostro permanezca hasta el Día del Juicio pasa por las maneras de los francos. Es tan poderosa su atracción que en todos los países de los francos, y no sólo en Venecia, los sastres, los carniceros, los soldados, los sacerdotes, los dueños de los colmados… todos se hacen pintar de esa manera. Porque cuando ves esos cuadros tú también quieres verte así, quieres creer que eres una criatura completamente distinta a las demás, sin igual, particular y extraña. Ésa es la oportunidad que te brinda el nuevo estilo, pintar al hombre no como lo ve la mente, sino como lo ven los ojos. Algún día todos pintarán como ellos. ¡Y cuando se hable de pintura el mundo entero comprenderá que se trata de lo que hacen ellos! Hasta el pobre sastre estúpido de aquí, que no entiende nada de ilustraciones, querrá que le pinten de tal manera que pueda creer mirando la curva de su nariz que se trata de un individuo especial, distinto, en lugar de un simple bobo.

– Bueno, hagamos entonces también nosotros esas pinturas -dijo el asesino burlón.

– ¡No podemos! -le repliqué-. ¿O es que no has sabido por el difunto Maese Donoso, al que mataste, lo mucho que temen los ilustradores ser tomados por imitadores de los francos? Y aunque no tuvieran miedo y lo intentaran, el resultado sería el mismo. Nuestro estilo acabará muriendo y nuestros colores empalideciendo. A nadie le interesarán nuestros libros ni nuestras ilustraciones. Y aquellos a quienes les interese, o no entenderán nada y fruncirán los labios preguntándose por qué no hay perspectiva, o simplemente no podrán encontrar nuestros libros. Porque el desinterés, el tiempo y los desastres naturales irán royendo lentamente nuestras pinturas hasta acabar con ellas. Como la goma arábiga de los volúmenes lleva pescado, huesos y miel y las páginas han sido pulimentadas con una mezcla de huevos y fécula, ratones insaciables y desvergonzados devorarán las páginas relamiéndose los bigotes; termitas, gusanos y mil y un bichos carcomerán nuestros libros hasta destruirlos. Harán pedazos los volúmenes y arrancarán las hojas; los ladrones, los sirvientes descuidados, los niños y las mujeres que encienden el fuego las rasgarán. Los príncipes niños estropearán las pinturas con sus lápices, les agujerearán los ojos a las figuras humanas, se limpiarán los mocos con las páginas, pintarán garabatos negros en los márgenes; cada dos por tres los que dicen que son pecado lo emborronarán todo, rasgarán nuestras pinturas, las recortarán y quizá las usen para hacer otras ilustraciones o para jugar y divertirse. Y, mientras tanto, las madres destruirán nuestras pinturas porque son obscenas, los padres y los hermanos mayores se masturbarán ante las imágenes de mujeres derramando su semen en ellas; las páginas se quedarán pegadas no sólo por eso, sino también por el barro, por la humedad, por la cola de mala calidad, por la saliva y porque estarán manchadas con todo tipo de suciedad y de comida. En los lugares en que estén pegadas se abrirán como diviesos manchas de moho. Luego las lluvias, las goteras, las inundaciones y el barro acabarán de destrozar nuestros libros. Y cuando del fondo de un baúl milagroso salga milagrosamente el último libro seco e intacto de entre páginas convertidas en pasta de papel por el agua, la humedad, los insectos y el descuido, páginas rasgadas, rotas, agujereadas, descoloridas e ilegibles, algún día las despiadadas llamas de un incendio se lo tragarán y lo harán desaparecer, por supuesto. ¿Hay algún barrio en Estambul que no arda una vez cada veinte años como para que pueda quedar algún libro? En esta ciudad, en la que cada tres años desaparecen más libros y bibliotecas de los que destruyeron los mongoles cuando quemaron y saquearon Bagdad, ¿qué ilustrador puede soñar siquiera con que la maravilla que ha creado pueda vivir un siglo, que un día alguien mirará su pintura y lo recordará, como a Behzat? Y no sólo lo que hacemos nosotros, todo lo que se lleva haciendo desde hace siglos será destruido por los incendios, los insectos y el descuido. Sirin contemplando orgullosa a Hüsrev por la ventana, Hüsrev observando complacido cómo se baña Sirin a la luz de la luna y todas las delicadezas y las miradas mutuas de los amantes; Rüstem luchando a muerte con el Diablo Blanco en el fondo de un pozo; la languidez de Mecnun, a quien el amor le ha hecho perder la cabeza, mientras se hace amigo de un tigre blanco y de una cabra montesa en el desierto; cómo es atrapado y colgado de un árbol el perro pastor traidor que le regalaba un cordero del rebaño que vigilaba a la loba con la que se apareaba cada noche; todos esos adornos de los márgenes compuestos de flores, ángeles, ramas con hojas, aves y lágrimas; todos los intérpretes de laúd pintados para adornar los misteriosos poemas de Hafiz; todos los adornos de pared que han estropeado la vista de miles, de decenas de miles de aprendices y que han dejado ciegos a los maestros; los dísticos de los dinteles de las puertas, las minúsculas inscripciones colgadas de los muros, escondidas en los marcos que se entrecruzan en el interior de la pintura; las modestas firmas ocultas al pie de los muros, en los rincones, en los frontones, en los lugares frecuentados, al pie de arbustos, entre rocas; todas las flores que cubren los edredones que cubren a los amantes; todas las cabezas cortadas de infieles que esperan pacientemente a un lado mientras el difunto abuelo de Nuestro Sultán ataca victorioso una fortaleza enemiga; todos los cañones, los mosquetes y las tiendas que se ven al fondo, y que tú en tu juventud colaboraste a pintar, mientras el embajador de los infieles besa los pies del bisabuelo de Nuestro Sultán; todos los demonios con cuernos o sin ellos, con cola o sin ella, con uñas y dientes afilados; miles de aves de todo tipo entre las que se encuentran la sabia abubilla, el gorrión saltarín, el inexperto milano y el ruiseñor poeta; gatos tranquilos, perros inquietos, nubes presurosas; pequeñas hierbas alegres repetidas en miles de ilustraciones, rocas sombreadas de manera inexperta y decenas de miles de cipreses, plátanos y granados con las hojas pintadas una a una con la paciencia de un profeta; palacios pintados siguiendo el modelo de los de la época de Tamerlán o el sha Tahmasp pero que adornan historias de épocas mucho más antiguas con sus cientos de miles de sillares; decenas de príncipes melancólicos sentados en el campo en maravillosas alfombras extendidas sobre las flores del suelo y bajo árboles que se abren a la primavera escuchando la música que tocan hermosas mujeres y apuestos muchachos; todas esas pinturas maravillosas de porcelanas y alfombras que le deben su perfección a las palizas que se han llevado desde Samarcanda a Estambul miles de llorosos aprendices de ilustrador en los últimos ciento cincuenta años; todas esas pinturas que sigues haciendo con el mismo entusiasmo de siempre de jardines maravillosos y milanos, de escenas increíbles de guerra y muerte, de sultanes que cazan con elegancia y de gacelas que huyen temerosas con la misma elegancia, tus shas agonizantes, tus enemigos prisioneros, tus galeones infieles y tus ciudades enemigas, todas esas noches oscuras y brillantes que refulgen como si la oscuridad brotara de tu pincel, y todas tus estrellas, los cipreses fantasmales y las pinturas en rojo del amor y la muerte, todo, todo desaparecerá.

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