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Antes de que Hayriye pusiera la mesa para cenar, le preparé a mi padre una infusión templada con las mejores flores de palmera datilera traídas de Arabia, le añadí una cucharada de miel y la mezclé con un poco de zumo de limón, me acerqué a él en silencio y se lo puse delante mientras leía el Libro del alma tal y como le gustaba, sin hacerme notar, como si yo misma fuera un espíritu.

Me preguntó si nevaba con una voz tan triste y débil que comprendí de inmediato que aquéllas serían las últimas nieves que mi padre vería en su vida.

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