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– Entonces, ¿no estás arrepentido? -preguntó Cigüeña con el tono de quien acaba de salir del sermón del viernes.

– Me siento como si fuera el Diablo, pero no por haber matado a dos hombres, sino por haber hecho mi imagen de esta manera. Creo que los maté para poder hacerla. Pero la soledad que provoca mi nueva situación me resulta terrible. Imitar a los maestros francos sin haber alcanzado su habilidad esclaviza todavía más al ilustrador. Me gustaría poder librarme de eso. En realidad, vosotros mismos habéis comprendido que maté a esa pareja para que el taller siguiera como siempre, y, por supuesto, Dios también lo ha comprendido.

– Pero todo esto nos va a acarrear problemas todavía mayores -dijo mi querido Mariposa.

De repente agarré la muñeca del estúpido Negro, que seguía mirando la pintura, se la apreté ansioso con todas mis fuerzas hasta clavarle las uñas en la carne y se la retorcí. La daga, que sostenía sin dominarla, se le cayó de la mano. La recogí rápidamente del suelo.

– Además ya no vais a poder libraros de vuestros problemas entregándome a los torturadores -dije. Acerqué la punta agudísima de la daga a los ojos de Negro como si quisiera clavársela-. Dame el alfiler de turbante.

Me lo entregó con la mano sana y yo me lo guardé en el fajín. Clavé la mirada en sus ojos, que me miraban como los de un corderito.

– Me da mucha pena la hermosa Seküre porque al final no le quedó otro remedio que casarse contigo -dije-. Si no me hubiera visto obligado a matar a Maese Donoso para libraros de problemas, se habría casado conmigo y habría sido feliz. Yo soy quien mejor ha entendido las historias que nos contaba su padre de los maestros francos y las habilidades que nos describía. Por eso, prestad atención a esto último que tengo que deciros: he comprendido que ya no hay lugar aquí para los maestros ilustradores que pretendemos vivir de nuestro talento con honor. Si intentamos imitar a los maestros francos, como querían el difunto Tío y Nuestro Sultán, nos veremos limitados, si no es por gente como Maese Donoso y los erzurumíes, por el cobarde que vive en nosotros y que tanta razón tiene, y seremos incapaces de seguir hasta el final. Y si atendemos a las tentaciones del Diablo e intentamos llegar hasta el fin y pretendemos hacernos con un estilo y una personalidad a la manera de los francos traicionando todo nuestro pasado, no podremos conseguirlo, de la misma manera que a mí no me han bastado ni mis conocimientos ni mi talento para hacer esa imagen mía. Hace mucho que todos lo sabemos aunque no le demos importancia, pero volví a comprender una vez más, gracias a lo primitiva que resultó mi pintura, a que ni siquiera conseguí parecerme a mí mismo correctamente, que la habilidad de los maestros francos es algo que lleva siglos aprender. Si el señor Tío hubiera terminado su libro y se lo hubiera enviado, los maestros pintores venecianos se habrían reído de nosotros y sus risas se le habrían contagiado al Dux de Venecia, eso es todo. Habrían dicho que los otomanos habían dejado de ser otomanos y ya no nos habrían temido. ¡Qué bueno sería si pudiéramos seguir el camino de los maestros antiguos! Pero eso es algo que nadie quiere, ni Su Majestad Nuestro Sultán, ni el señor Negro, apenado porque no tiene un retrato de su querida Seküre. Así pues, ¡tomad asiento e imitad durante siglos las maneras de los francos! Firmad con orgullo vuestras imitaciones. Los antiguos maestros de Herat, mientras intentaban pintar el mundo tal y como Dios lo veía, no firmaban para ocultar que poseían una personalidad. Vosotros firmaréis para ocultar que no la tenéis. Pero hay otra salida, que quizá haya llamado también a vuestras puertas pero me la estéis ocultando: Ekber, el sultán de la India, está repartiendo amor y oro a manos llenas para reunir en torno a sí a los mejores ilustradores del mundo. Ahora es seguro que el libro que se preparaba para el milenario del Islam no lo terminaremos aquí, en Estambul, sino en los talleres de Agrá.

– Para que un ilustrador pueda convertirse en alguien tan presuntuoso como tú, ¿tiene que ser antes asesino? -preguntó Cigüeña.

– Basta con ser el de mayor talento y de habilidades más notables -le respondí sin prestarle demasiada atención.

A lo lejos un gallo vanidoso cantó dos veces. Recogí mis atadillos y mi oro y coloqué mis cuadernos de modelos y las pinturas en el cartapacio. Se me estaba pasando por la cabeza que podría matarlos uno a uno con la daga cuya aguda punta mantenía hacia la garganta de Negro, pero ahora sentía incluso mayor cariño por mis compañeros de infancia, con los que había estado desde los lejanos tiempos de nuestro aprendizaje, hasta por Cigüeña, que me había clavado en los ojos el alfiler de turbante.

El querido Mariposa se puso en pie pero logré que volviera a sentarse con un grito que lo asustó. Aquello me hizo confiar en que lograría salir sano y salvo del monasterio, así que me di prisa y cuando cruzaba la puerta les dije impaciente la pretenciosa frase que tenía preparada:

– Esta fuga mía de Estambul se parece a la de Ibni Sakir huyendo de la Bagdad invadida por los mongoles.

– Entonces no deberías ir a Oriente, sino a Occidente -me respondió Mariposa, envidioso.

– Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios -le contesté en árabe como el difunto Tío.

– Pero el Oriente es el Oriente y el Occidente es el Occidente -replicó Negro.

– Un ilustrador no debería ser tan vanidoso -dijo Mariposa-. Sólo debería pintar como le sale de dentro en lugar de preocuparse sobre el Oriente y el Occidente.

– Eso es tan cierto -le respondí a mi querido Mariposa-, que me apetece besarte.

Pero no había dado siquiera un par de pasos hacia él cuando Negro se me echó encima hábilmente. Tenía ocupada una mano con el atado con mi ropa y el oro y llevaba bajo el brazo el cartapacio lleno de pinturas. Con la intención de protegerlas, no lo eludí. Le dejé que me agarrara el brazo con el que sostenía la daga. Pero no tuvo demasiada suerte, tropezó con un atril, perdió el equilibrio por un instante y en lugar de agarrarme el brazo, se quedó colgado de él. Me deshice de él pateándole con todas mis fuerzas y mordiéndole los dedos. Aulló temiendo por su vida. Ahora le pisé la mano hasta hacerle daño y les grité a los otros dos amenazándolos con la daga:

– ¡Sentaos donde estáis!

Se sentaron. Le metí a Negro la punta de la daga en la nariz como hacía Keykavus en la leyenda. Cuando comenzó a sangrar le brotaron lágrimas de dolor de los implorantes ojos.

– Ahora dime. ¿Voy a quedarme ciego?

– Según la leyenda hay a quien se le coagula la sangre en los ojos y a quien no. Si Dios está satisfecho de tu pintura, te dará Su excelsa oscuridad para poder tenerte a su servicio. Entonces no verás ya este mundo miserable, sino el maravilloso espectáculo que El ve. Si no está satisfecho de tu pintura, seguirás viendo como hasta ahora.

– Haré mi auténtica pintura en tierras de la India -le respondí-. Todavía no he hecho la ilustración por la que Dios podría juzgarme.

– No te hagas demasiadas ilusiones creyendo que vas a huir de las maneras de los francos -dijo Negro-. ¿Sabías que Ekber Jan anima a todos los ilustradores a que firmen sus obras? Los jesuitas portugueses hace ya mucho que han llevado hasta allí la pintura de los francos y sus maneras. Están por todas partes.

– Siempre hay algo que hacer y un lugar en el que refugiarse para los que quieren permanecer puros.

– Sí, quedarse ciego y escapar a países que no existen -intervino Cigüeña.

– ¿Por qué quieres permanecer puro? -me preguntó Negro-. Quédate con nosotros y únete a los demás.

– Se pasarán la vida imitando a los francos para tener un estilo personal. Y nunca tendrán un estilo personal porque estarán imitando a los francos.

– Es lo único que podemos hacer -respondió Negro deshonrosamente.

Por supuesto, su única felicidad no era la pintura, sino la bella Seküre. Saqué la punta sanguinolenta de la daga de la sangrante nariz de Negro y la alcé sobre su cabeza, como un verdugo que se prepara a decapitarle con su espada.

– Si quisiera, ahora mismo te cortaría la cabeza -dije proclamando lo evidente-. Pero también puedo perdonarte por los hijos y la felicidad de Seküre. Pórtate bien con ella, no como un animal ignorante. ¡Prométemelo!

– Te lo prometo.

– Te doy a Seküre por esposa.

Pero mi brazo hizo exactamente lo contrario de lo que salía de mis labios. Dejé caer la daga con todas mis fuerzas sobre Negro.

En el último momento, tanto porque él se movió como porque yo desvié la dirección del golpe, la daga no le dio en el cuello sino en el hombro. Miré con horror lo que mi brazo había hecho por sí solo. Cuando saqué la daga, el lugar donde se había clavado en la carne se cubrió con un rojo purísimo. Mi acción me dio miedo y me avergonzó. Pero sabía que si dentro de poco me quedaba ciego en el barco, navegando quizás por los mares de Arabia, no tendría conmigo a ninguno de mis compañeros ilustradores para vengarme.

Cigüeña, que temía en buena lógica que le hubiera llegado a él el turno, huyó hacia adentro, hacia las habitaciones oscuras. Acompañado por mi sombra corrí tras él con la lámpara en la mano, pero tuve miedo y di media vuelta. Lo último que hice fue darle un beso a Mariposa y despedirme de él. No lo pude besar tan de corazón como me habría gustado porque el olor a sangre se había interpuesto entre nosotros. Vi que se le saltaban las lágrimas.

Salí del monasterio en medio de un silencio mortal sólo interrumpido por los gemidos de Negro. Me alejé corriendo del húmedo y fangoso jardín y del oscuro barrio. El barco que me llevaría al taller de Ekber Jan soltaría amarras después de la oración del amanecer y a esa hora saldría desde el muelle de Kadirga la última barca que llevaba a él.

Mientras cruzaba Aksaray silencioso como un ladrón, vi que en el horizonte aparecía imprecisa la naciente luz del día. Frente a la primera fuente de barrio que me salió al paso, situada entre callejuelas, estrechos pasajes y muros, estaba la casa de piedra en la que había pasado la noche del día en que vine por primera vez a Estambul hace veinticinco años. Allí, por el hueco de la puerta abierta del patio, vi el pozo al que había querido tirarme a medianoche con el sentimiento de culpabilidad de los once años cuando me oriné dormido en la cama que había dispuesto para mí el pariente lejano que me había alojado tan generosamente y con tanta bondad hacía veinticinco años. Hasta llegar a Beyazit me saludaron respetuosamente, a mí y a mis lágrimas, la relojería a la que tantas veces había ido para que repararan los engranajes rotos de mi reloj, la tienda de botellas en la que compraba los candiles lisos de cristal de roca y las copas para jarabe que decoraba para vender bajo mano a los elegantes y las botellas de cristal en las que pintaba flores, así como los baños a los que en cierta época tanto iba porque eran baratos y nunca había nadie.

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