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Por un instante me sentí confuso. Medité largo rato escuchando la lluvia. Luego, como alguien que se introduce entre la multitud e intenta entregar una petición a su soberano o al gran visir cuando pasan a caballo, pero movido por una profunda inspiración me acerqué a Cigüeña y a Negro. Les conduje por una antesala oscura y por una puerta enorme y les llevé al lugar terrible que en tiempos había sido cocina. Les pregunté si habían podido encontrar algo entre los escombros; por supuesto que no. No quedaba ni el menor rastro de los pucheros, los cazos y sartenes y los fuelles que se habían usado para cocinar para los pobres. Ni siquiera había intentado limpiar nunca aquel lugar estremecedor cubierto de telarañas, polvo, barro, mierda de perros y gatos y escombros. En su interior, como siempre, soplaba un viento de origen impreciso pero violento que debilitaba la luz de la lámpara empalideciendo y oscureciendo nuestras sombras.

– Habéis buscado mi tesoro escondido pero no habéis podido encontrarlo.

Abrí la mano y usé el dorso como escoba, como solía, para despejar de cenizas los restos de lo que treinta años antes había sido un hogar para el fuego, agarré por el asidero la tapa del horno que surgió debajo de ellas y tiré provocando un chirrido. Sostuve la lámpara frente a la pequeña boca del horno. Nunca se me olvidará cómo Cigüeña atacó antes de que Negro pudiera reaccionar y cómo agarró las bolsas de cuero que había en el interior. Iba a abrirlas allí mismo, frente a la puerta del horno, pero como yo regresé a la habitación grande y Negro vino detrás de mí temiendo quedarse allí solo, Cigüeña nos siguió con sus largas y delgadas piernas.

Se quedaron indecisos por un momento cuando vieron que de una de las bolsas salían mi ropa limpia, unos calcetines de lana, unos zaragüelles, unos calzones rojos, mi mejor chaleco, una camisa de seda, mi navaja de afeitar, un peine y otros objetos personales. De la otra pesada bolsa, que abrió Negro, surgieron cincuenta y tres monedas venecianas de oro, hojas de pan de oro que había ido robando en los últimos años del taller, el cuaderno de modelos que había ocultado a todo el mundo con más hojas de pan de oro robadas entre sus páginas, ilustraciones obscenas, parte de las cuales había hecho yo mismo mientras que el resto las había ido recolectando a izquierda y derecha, un anillo de ágata y un mechón de pelo blanco que me habían quedado como recuerdo de mi madre y mis mejores cálamos y pinceles.

– Si fuera un asesino, como creéis -les dije con un orgullo estúpido-, de mi tesoro secreto no habría salido todo esto, sino la última ilustración.

– ¿Y por qué ha salido esto? -me preguntó Cigüeña.

– Cuando los hombres del Comandante de la Guardia registraron mi casa, como registraron la tuya, se echaron al bolsillo con todo descaro dos de esas monedas que me he pasado la vida ahorrando. Pensé que volverían a registrarnos por culpa de ese miserable asesino, y tenía razón. Si tuviera esa última ilustración, estaría aquí.

Fue un error decir esa última frase, pero, no obstante, pude notar que se tranquilizaban y que ya no tendrían miedo a que les estrangulara en algún rincón oscuro del monasterio. ¿Me habéis creído vosotros también?

Ahora fue mi corazón el que se llenó de inquietud. Lo que me reconcomía no era tanto el hecho de que mis compañeros ilustradores, que me conocían desde que éramos niños, se enteraran de que llevaba tiempo ahorrando dinero de manera avarienta, ni de que robaba pan de oro y lo escondía, ni, todavía peor, que vieran mis pinturas obscenas y mi cuaderno de modelos. En realidad, de lo que me arrepentía era de haberles mostrado todo aquello a mis amigos ilustradores en un momento de pánico. Sólo el misterio de alguien que vive bastante a la buena de Dios puede ser expuesto con tanta facilidad.

– A pesar de todo -dijo Negro mucho después-, tenemos que decidir lo que vamos a contar cuando nos torturen si el Maestro Osman nos entrega con total indiferencia al Comandante de la Guardia sin avisar y sin señalar a ninguno de nosotros como culpable.

Podía sentir que sobre nosotros había caído una cierta incapacidad de pensar, una cierta depresión. Cigüeña y Mariposa observaban las pinturas obscenas de mi cuaderno a la pálida luz de la lámpara. Tenían el aspecto de que nada les importara; incluso parecían espantosamente contentos. Sentí un intenso deseo de ver la página que estaban mirando aunque podía suponer muy bien cuál era y me puse en pie, me planté tras ellos y observé excitado y en silencio, como si me acordara de nuevo de un recuerdo feliz que hubiera quedado muy atrás, la ilustración indecente que yo mismo había pintado. El hecho de que los cuatro observáramos juntos aquella pintura tranquilizaba profundamente mi corazón por algún extraño motivo.

– ¿Cómo pueden ser iguales el ciego y el que ve? -dijo Cigüeña después de largo rato. ¿Insinuaba que el placer de la vista que Dios nos había dado era sublime aunque lo que viéramos fuera una indecencia? Pero Cigüeña no entendía de esas cosas, nunca leía el Sagrado Corán. Yo sabía que esa aleya la recordaban a menudo los antiguos maestros de Herat. Los grandes maestros usaban aquella frase como respuesta a las amenazas de los enemigos de la pintura que afirmaban que nuestra religión la prohibía y que el Día del Juicio los ilustradores serían enviados al Infierno. Pero hasta ese momento mágico nunca había oído aquellas palabras que parecieron surgir por sí solas de la boca de Mariposa:

– ¡Me gustaría hacer una pintura que demostrara que el ciego y el que ve no son iguales!

– ¿Quién es el ciego y quién el que ve? -preguntó Negro inocentemente.

– El ciego y el que ve no pueden ser iguales, eso es lo que significa wa m â yastawî-l' â m à wa-l bâsir û n -dijo Mariposa, y añadió:

No son iguales las tinieblas y la luz.

No son iguales sombra y el lugar ardiente,

ni son iguales los vivos y los muertos.

Por un instante sentí un estremecimiento pensando en la suerte que habían corrido Maese Donoso, el Tío y mi hermano el cuentista, asesinado esta noche. ¿Tenían los otros tanto miedo como yo? Durante un rato nadie se movió. Cigüeña sostenía en sus manos mi cuaderno todavía abierto pero era como si no viera la indecencia que yo había pintado a pesar de que aún la estábamos mirando.

– A mí me gustaría pintar el Día del Juicio -dijo Cigüeña-. La resurrección de los muertos y la separación de los justos de los malvados. Pero ¿por qué no podemos ilustrar nuestro Sagrado Corán?

Eso era lo que hacíamos cuando éramos jóvenes, cuando trabajábamos juntos en la misma habitación; a veces levantábamos la mirada de las mesas de trabajo y de los atriles, como hacían los maestros ancianos para descansar la vista, e iniciábamos una conversación sobre cualquier tema que se nos hubiera venido de repente a la cabeza. Y, justo como hacíamos ahora mirando el cuaderno abierto que teníamos delante, tampoco entonces nos mirábamos mientras hablábamos de aquellas cosas que de repente nos brotaban del corazón. Porque para descansar la vista volvíamos la mirada hacia la ventana que se abría al exterior. Fuera por haber recordado la belleza de los días felices en que era aprendiz, por los sinceros remordimientos que sentía en ese instante porque hacía mucho que no abría el Sagrado Corán para leerlo, o por el horror del asesinato del que había sido testigo aquella noche en el café, no lo sé, cuando me llegó a mí el turno de hablar tenía la mente confusa, mi corazón se había acelerado como si me enfrentara a un peligro y, como no se me venía otra cosa a la cabeza, dije sin pensar:

– A mí me gustaría ilustrar aquellas aleyas que hay al final de la azora de la Vaca y que vienen a decir lo siguiente, ¿os acordáis de ellas?: «Señor, no nos juzgues por lo que hemos olvidado ni por nuestros errores. Dios mío, no nos cargues con pesos que no podamos soportar, como a los que nos han precedido. ¡Perdónanos y absuélvenos de nuestras culpas y pecados! Compadécete de nosotros, Señor» -mi voz se quebró por un instante y me avergoncé de las lágrimas que me habían brotado de una manera totalmente inesperada. Quizá porque temía el sarcasmo que en nuestros años de aprendizaje siempre teníamos listo para protegernos y para no demostrar nuestra sensibilidad.

Creí que mis lágrimas se aplacarían rápidamente pero no pude contenerme y comencé a llorar a moco tendido. Mientras lloraba podía notar que se apoderaba de cada uno de los demás una sensación de fraternidad, de hundimiento y de destino compartido. A partir de ahora en el taller de Nuestro Sultán sólo se pintaría a la manera de los francos, las formas y los libros a los que habíamos entregado nuestras vidas se olvidarían poco a poco y, en el caso de que los erzurumíes no nos atraparan y nos dieran una buena paliza, los torturadores del Sultán nos dejarían lisiados… Pero mientras lloraba, de la misma forma que podía seguir escuchando el triste golpetear de la lluvia entre mis hipidos y mis suspiros, podía sentir con un rincón de mi mente que no era nada de aquello lo que me hacía llorar. ¿Hasta qué punto se daban cuenta los demás de aquello? Por un lado lloraba sinceramente y por otro sentía una vaga culpabilidad por no hacerlo del todo de veras.

Mariposa se me acercó, me puso la mano en el hombro, me acarició el pelo, me besó en la mejilla y me dijo palabras dulces. Aquella demostración de amistad me hizo llorar con aún mayor sinceridad y sentimiento de culpabilidad. No podía mirarlo a la cara pero, por algún extraño motivo, me dejé llevar por la errónea opinión de que él también estaba llorando. Nos sentamos juntos.

En aquel estado mental recordamos cómo habíamos sido entregados como aprendices al taller el mismo año, la extraña tristeza de ser apartados de nuestras madres y de comenzar de repente una vida nueva, el dolor de los golpes que habíamos empezado a llevarnos ya el primer día, la alegría de los primeros regalos del Tesorero Imperial y los días en que regresábamos a todo correr a nuestras casas. Al principio sólo hablaba él y yo le escuchaba triste, pero cuando luego se unieron a nuestra conversación primero Cigüeña y después Negro, que durante un tiempo había ido por el taller durante nuestros años iniciales de aprendizaje, olvidé que poco antes había estado llorando y yo también comencé a hablar riéndome como ellos.

Recordamos las mañanas de invierno en que los aprendices se levantaban temprano, encendían el hogar de la habitación más grande y fregaban el suelo con agua caliente. Recordamos a un viejo «maestro» ya fallecido, tan falto de inspiración y tan prudente que en todo un día sólo era capaz de pintar una hoja de un árbol y cómo nos reñía por centésima vez, sin pegarnos, cuando veía que en lugar de mirar aquella hoja estábamos atentos a las verdísimas hojas primaverales que se divisaban por la ventana abierta diciéndonos: «¡Mirad aquí, no allí!». Recordamos los sollozos, que se oían por todo el taller, del escuálido aprendiz que, hatillo en mano, se dirigía a la puerta cuando lo devolvieron a su casa porque había comenzado a bizquear a causa del exceso de trabajo. Luego revivimos ante nuestra mirada cómo contemplamos con enorme placer (porque no había sido culpa nuestra) cómo se extendía lentamente una mancha mortal de rojo de un tintero que se había roto sobre una página en la que habían trabajado tres ilustradores durante seis meses (y que representaba al ejército otomano alimentándose a orillas del arroyo Kinik en su camino hacia Sirvan tras evitar el peligro de morir de hambre gracias a la ocupación de Eres). Hablamos con delicadeza y respeto de la señora circasiana a la que los tres le habíamos hecho el amor y de la que los tres nos habíamos enamorado, la más bella de las esposas de un bajá ya en la setentena que, tras considerar sus conquistas, su poder y su riqueza, había querido decorar el techo de su casa como el del pabellón de caza de Nuestro Sultán. Hablamos con nostalgia de las mañanas de invierno y del placer de la sopa de lentejas tomada en el umbral de la puerta entreabierta para que su vapor no ablandara el papel. Y de la pena que nos producía alejarnos de nuestros amigos y maestros del taller cuando estos últimos nos obligaban a ir a algún lugar lejano a trabajar de ayudantes como parte de nuestro aprendizaje. Por un instante se me apareció ante los ojos Mariposa con dieciséis años, en su momento más dulce: el sol de un día de verano que entraba por la ventana abierta le daba en los brazos desnudos color miel mientras pulía papel manipulando a toda velocidad una concha. De repente se detenía un instante en mitad de aquel trabajo que estaba realizando absorto, acercaba la mirada a un defecto del papel, lo examinaba con cuidado y después de pasar el pulidor por aquel punto con un par de movimientos en distintas direcciones, volvía a la postura anterior y mientras la mano iba y venía arriba y abajo a toda velocidad, él miraba a lo lejos más allá de la ventana sumergido en sus sueños. Lo que nunca olvidaré, y es algo que yo haría luego a otros, fue que por un breve instante, antes de volver a mirar por la ventana, clavó sus ojos en los míos. Aquella mirada tenía un único significado que todos los aprendices conocían: si no sueñas, el tiempo no pasa.

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