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– Es verdad.

– Y el padre injusto que os ha hecho caer unos sobre otros ahora se prepara a traicionaros -dijo insolente-. ¡Ay! ¡Cuidado, me estás cortando! -gimió. El dolor le hizo gritar un poco más-. Sí, es cuestión de un momento el cortarme la garganta y derramar mí sangre como la de un cordero que se sacrifica. Pero si lo haces sin escuchar lo que voy a decirte, aunque de hecho no creo que vayas a hacerlo, ¡ay!, basta ya, te pasarás años dándole vueltas a lo que iba a contarte. Aparta un poco la espada -le obedecí-. El Maestro Osman, que desde que erais niños os ha vigilado cada vez que dabais un paso y cada vez que respirabais y que observaba feliz cómo esas capacidades vuestras regalo de Dios iban abriéndose como una flor en primavera gracias a sus cuidados hasta convertirse en auténtico talento, os está dando la espalda para proteger su taller y su estilo, a los que ha entregado su vida, como vosotros, por otro lado.

– Te conté tres parábolas el día que enterramos a Maese Donoso para que comprendieras lo feo que es eso que llaman estilo.

– Eran sobre el estilo de ilustradores particulares -respondió Negro con todo cuidado-. Lo que le preocupa al Maestro Osman es proteger el estilo del taller.

Me contó con todo detalle cómo el Sultán le había dado una enorme importancia a encontrar al miserable que había matado a Maese Donoso y a su Tío y cómo, con ese objeto, incluso les había abierto las puertas del Tesoro Privado y cómo el Maestro Osman estaba aprovechando la ocasión para sabotear el libro de su Tío y para castigar a aquellos que le habían traicionado comenzando a imitar a los maestros francos. Me dijo también que sospechaba de Aceituna por los ollares cortados del caballo y por su estilo, pero que iba a entregar a Cigüeña a los verdugos porque, como Gran Ilustrador, estaba seguro de su culpabilidad. Noté que decía la verdad bajo la presión de la espada y estuve a punto de darle un beso por su forma de entregarse a lo que contaba, como un niño. No me preocupó en absoluto lo que había escuchado: porque la desaparición de Cigüeña significaba que yo me convertiría en Gran Ilustrador a la muerte del Maestro Osman, que Dios le dé larga vida.

Lo que me inquietaba no era que todo aquello pudiera convertirse en realidad, sino la posibilidad de que no ocurriera. El vacío que percibí en lo que me había contado significaba que el Maestro Osman no sólo estaba dispuesto a sacrificar a Cigüeña, sino también a mí. Pensar en esa increíble posibilidad no sólo me aterrorizaba, sino que además me arrastraba a una sensación horrible de abandono, como si de repente hubiera perdido a mi padre. Me contuve porque cada vez que se me venía a la cabeza me entraban ganas de clavarle la espada en la garganta a Negro y no intenté discutir la cuestión ni con él ni conmigo: ¿Por qué iba a convertirnos en traidores el que hubiéramos hecho unas cuantas ilustraciones estúpidas inspirándonos en los maestros francos para el libro del Tío? Volví a pensar que tras la muerte de Maese Donoso se ocultaba una conspiración organizada por Cigüeña y Aceituna contra mí y retiré la espada del cuello de Negro.

– Vamos juntos a casa de Aceituna y la registraremos hasta dejarla patas arriba -le dije-. Si tiene la última pintura, por lo menos sabremos que ya no tenemos que temer a nadie. Si no la tiene nos lo llevaremos como apoyo para asaltar la casa de Cigüeña.

Le dije que confiara en mí y que su daga nos bastaría para los dos. Me disculpé por no haberle podido dar siquiera un vaso de tila. Al recoger del suelo la lámpara del café ambos miramos por un momento de manera muy significativa el almohadón sobre el que le había derribado. Me acerqué a él con el candil en la mano y le dije que el corte en su garganta, apenas visible, sería el signo de nuestra amistad. Había sangrado un poco.

Por las calles continuaba el alboroto de los erzurumíes y de sus perseguidores pero nadie nos hizo el menor caso. Llegamos rápidamente a la casa de Aceituna. Llamamos a la puerta del patio, llamamos a la puerta de la casa y llamamos impacientes a las contraventanas: no había nadie, habíamos hecho tanto ruido que estábamos seguros de que nadie dormía allí dentro. Fue Negro quien dijo lo que ambos estábamos pensando: ¿Entramos?

Aflojé el cerrojo de la puerta forzándolo con la parte roma del puñal de Negro, luego introduje la daga por el hueco de la puerta, la desencajé empujando con todas mis fuerzas y rompí el cerrojo. Desde dentro nos llegó un olor a humedad, suciedad y soledad acumuladas durante años. A la luz de la lámpara vimos una cama revuelta, fajines, chalecos, túnicas y dos turbantes tirados descuidadamente sobre los almohadones, el diccionario persa-turco de Nimetullah Efendi el naksi-bendi, un soporte para turbantes, tela de sarga y aguja e hilo para coser, una fuente de cobre llena de mondaduras de manzana, bastantes cojines, una colcha de seda, pinturas, pinceles y todos los materiales necesarios para el ilustrador. Estaba a punto de lanzarme sobre el papel de escribir, las pilas de papel de la India cuidadosamente cortado y las páginas ilustradas que había en su escritorio cuando me contuve.

Lo hice tanto porque Negro demostraba más entusiasmo que yo como porque sabía que no trae nada bueno que un maestro ilustrador hurgue entre las cosas de otro con menos talento que él. Aceituna no tiene tanta capacidad como se cree; simplemente tiene buena voluntad. Su falta de talento intenta suplirla con la admiración que siente por los maestros antiguos. No obstante, las leyendas antiguas sólo encienden la imaginación del ilustrador, pero es la mano la que pinta.

Mientras Negro registraba cuidadosamente todos los baúles y cajas llegando incluso al fondo de las cestas de la ropa sucia, yo, sin tocar nada, le echaba una ojeada a las toallas de Bursa de Aceituna, a su peine de ébano, a sus sucios lienzos para los baños, a sus frascos de agua de rosas, a un ridículo faldellín de tela estampada de la India, a sus chalecos, a una túnica abierta, pesada y sucia, a una fuente de cobre medio abollada, a sus muebles descuidados y baratos, teniendo en cuenta el dinero que ganaba, y a sus asquerosas alfombras. O bien Aceituna era muy tacaño y se guardaba el dinero o se lo gastaba a manos llenas en algún otro sitio…

– Es exactamente la casa de un asesino -dije luego con una repentina inspiración-. Ni siquiera tiene una alfombra de oración -pero no era eso lo que tenía en la cabeza. Pensé un poco más-. Las cosas de alguien que no sabe ser feliz… -dije. Pero con una parte de mi mente notaba entristecido también cómo la infelicidad y la proximidad al Diablo alimentan la pintura.

– Aunque uno sepa cómo ser feliz, puede no serlo -dijo Negro.

Puso ante mí una serie de ilustraciones hechas sobre basto papel de Samarcanda reforzado por detrás con cartón que había encontrado en el fondo de un baúl. Vimos un encantador Diablo que había venido hasta aquí desde Jurasán surgiendo del subsuelo, un árbol, una mujer hermosa, un perro y una ilustración de la Muerte que había dibujado yo: eran las imágenes que el cuentista asesinado colgaba de las paredes cada noche mientras contaba alguna desvergonzada historia. Como Negro me preguntó, le mostré la ilustración de la Muerte que había hecho.

– En el libro de mi Tío hay las mismas ilustraciones -dijo.

– Tanto el cuentista como el dueño del café se habían dado cuenta de que sería más inteligente que fueran ilustradores quienes pintaran las imágenes que se iban a colgar de las paredes cada noche. Nos hacían que dibujáramos algo a toda prisa en papel basto, el cuentista nos preguntaba un poco por la historia y por algunos chistes de ilustradores y con eso y con lo que añadía de su propia cosecha narraba sus cuentos.

– ¿Por qué dibujaste para él la misma ilustración de la muerte que habías hecho para mi Tío?

– Era una figura aislada, tal y como me lo había pedido el cuentista. Pero no la pinté esforzándome tanto como con la del libro de tu Tío, sino deprisa y a vuelapluma. Y también los otros, quizá como burla, dibujaron para el cuentista lo que habían pintado para ese libro secreto de una manera más burda y simple.

– ¿Quién pintó el caballo? -me preguntó-. Tiene los ollares cortados.

Acercamos la lámpara y contemplamos el caballo con admiración. Se parecía al caballo hecho para el libro de su Tío, pero había sido dibujado más deprisa, con menos cuidado y para satisfacer un placer más vulgar. Era como si alguien no se hubiera limitado a pagar menos al ilustrador y a obligarle a trabajar con mayor prisa, sino que además le hubiera forzado a pintar un caballo más tosco y, quizá por esa misma razón, más realista.

– Quien mejor puede saber quién ha pintado este caballo es Cigüeña -respondí-. Ese imbécil pagado de sí mismo va cada noche al café porque no sabe vivir sin los cotilleos de los ilustradores. Estoy seguro de que este caballo lo ha pintado Cigüeña.

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