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- Pero estas manchas no sirven: la sangre está todavía fresca.

- Sí, señor -repuso el ayudante en tono desenvuelto-. Lo que usted busca a lo mejor sólo se encuentra en la sangre recién extraída.

Farley colocó la platina bajo el microscopio y miró por el instrumento. Al principio no vio nada fuera de lo corriente: nada que le indicase, si no lo hubiese sabido, que aquella muestra procedía de una paloma. Observó los conocidos gránulos del pigmento palúdico. Y entonces, súbitamente, distinguió movimiento; formas ameboidales empezaron a desplazarse y a agitarse bajo sus ojos, ondulando despacio por la lisa superficie. Luego se produjo de pronto una actividad convulsa y empezaron a desintegrarse: entonces fue cuando vio aparecer los bastoncillos de Laveran, a centenares, diminutas criaturas cilíndricas, que traspasaban el miasma sanguinolento con sus cabezas agudas y penetrantes.

El sudor le empezó a correr por la frente al contemplar a las cornudas criaturas en su frenética búsqueda, sondeando, sacudiéndose, retorciéndose. Se le hacía difícil respirar; la cabeza le daba vueltas. Se enderezó en la silla, jadeante, con la visión de aquellas forcejeantes y voluntariosas criaturas aún viva. Su mirada se desvió hacia la ventana y descubrió una hilera de rostros pegados al cristal que le observaban mientras él se removía en el asiento, enjugándose la frente. Sus ojos se encontraron con los de Mangala, que estaba delante de los otros mirándolo fijamente y sonriendo para sí. En su mano, a plena vista, estaba el cadáver de la paloma decapitada, con la sangre aún manando de la macabra herida.

-Dile -dijo la mujer con una sonrisa burlona- que lo que ha visto es el miembro de esa criatura penetrando en el cuerpo de su compañera, haciendo lo que hombres y mujeres deben hacer…

Y ahí, en ese instante de revelación, que demuestra que Farley ya había llegado a la conclusión que haría célebre a su antiguo compañero de equipo, acaba la narración. Porque entonces, incapaz de contenerse por más tiempo, arrojó las platinas a la mujer y, furioso, salió rápidamente del laboratorio.

Pero antes de franquear la carta para el correo, a la mañana siguiente, Farley añadió unas líneas garabateadas al margen: «Deprisa: muchos de mis temores se han confirmado en las últimas horas. Poco antes de maitines han llamado a mi puerta: era el joven ayudante de Cunningham. Me ha dicho…, bueno, muchas cosas; ya te las contaré a su debido tiempo. Baste decir por el momento que todo es distinto de lo que parece, una fantasmagoría. El joven prometió revelármelo todo si le acompañaba a su pueblo natal. Afortunadamente el sitio a que se refería no está lejos de mi clínica. Nos vamos mañana: volveré a escribirte con más detalle, querido amigo, una vez que sepa…»

Pero Elijah Farley no llegó a Barich: desapareció durante el viaje, nunca se le volvió a ver. La policía averiguó que efectivamente había cogido el tren en Sealdah, tal como tenía previsto, pero se apeó antes de llegar a su destino, en Renupur, una remota estación rara vez utilizada, y bajo un fuerte aguacero monzónico. Un revisor informó después que había visto a un joven que le llevaba el equipaje.

Bruscamente, Ava empezó a emitir un mensaje con voz chillona: Resto indescifrable, imposible continuar…

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