-¿Era Ross tan interesante?
-¿Interesante? -Murugan soltó una carcajada-. Sí y no. Era un genio, desde luego, pero también un soplapollas.
-Sí, continúa. Te escucho.
-Vale -dijo Murugan-. Para que te hagas una idea, imagínate a un genuino representante de la época colonial, aficionado a la caza, la pesca y las armas, como en el cine; juega al tenis y al polo y va a cazar jabalíes con venablo; un individuo atractivo, de grueso bigote, mejillas carnosas y sonrosadas, que de vez en cuando le gusta pasarse una noche en la ciudad; que algunas mañanas se desayuna con whisky; que pasó mucho tiempo sin saber qué hacer en la vida; que pensaba que le gustaría escribir novelas y lo intentó, escribiendo un par de novelas góticas; y luego se dice a sí mismo: «Diablos, esto no marcha como había pensado, vamos a escribir poemas.» Pero eso tampoco cuaja y entonces papá Ross, que es un prestigioso general del ejército británico en la India, le dice: «¿Qué coño te crees que estás haciendo, Ron? Nuestra familia está en la India desde que se inventó, y no hay un puñetero cuerpo que no tenga un Ross, el que quieras, Cuerpo de Funcionarios, Cuerpo Geológico, Cuerpo Provincial, Cuerpo Colonial… Los conozco todos, pero nadie me ha hablado todavía del Cuerpo Poético. Necesitas enfriarte la sesera, muchacho, y voy a decirte dónde lo vas a hacer, así que escúchame bien. Hay un servicio en el que ahora mismo no hay ningún Ross, el Cuerpo Médico de la India. Tiene tu nombre escrito en letras tan grandes que se puede leer desde una lanzadera espacial. Así que despídete de esas gilipolleces poéticas, la poesía no va a ningún sitio.»
»De modo que el joven Ronnie se cuadra y se larga a Londres, a la Facultad de Medicina. Se dedica a pasárselo bien durante unos años, escribiendo algún poema, participando en sesiones musicales, imaginando argumentos para su siguiente novela. Lo que menos le interesa es la medicina, pero de todos modos entra en el Cuerpo Médico y de buenas a primeras se encuentra de nuevo en la India, cargando con un estetoscopio y desmembrando veteranos. Así que se lo vuelve a tomar con calma durante unos años, dedicándose al tenis, a montar a caballo, igual que antes. Y entonces se levanta una mañana de la cama y descubre que le ha picado el microbio de la ciencia. Está casado, con hijos, está a punto de tener la crisis de la madurez; debería ahorrar para un cortacéspedes a motor, pero ¿qué hace, en cambio? Se mira al espejo y se pregunta: “¿Qué está de moda ahora mismo en medicina? ¿Qué está pasando al margen de lo corriente? ¿Con qué pueden darme el Nobel?” ¿Y qué le contesta el espejo? Lo has adivinado: malaria; eso es lo que se lleva esta temporada.
»De manera que a Ronnie se le empiezan a encender bombillas en la cabeza hasta que termina pareciéndose al puente de Brooklyn en una noche clara: “Pues claro”, dice, “¿por qué no se me ha ocurrido antes? Fenomenal: malaria.”
-¿Tuvo Ross la malaria? -preguntó Antar.
-La cogió mediado su trabajo -contestó Murugan, lanzando a Antar una mirada inquisitiva y perspicaz-. ¿Por qué lo preguntas? ¿La has tenido alguna vez?
-Sí -dijo Antar, afirmando con la cabeza-. Hace mucho tiempo, en Egipto.
-Qué curioso -contestó Murugan, levantándose de la silla-. En Egipto los índices de malaria son muy bajos.
-Sería una excepción, supongo.
-Así que lo tuyo fue un caso raro, ¿no? ¿O es que hubo un brote aislado?
- No sé -repuso secamente Antar.
-¿Has tenido recaídas? -insistió Murugan.
-A veces.
-Eso es lo que pasa -afirmó Murugan con una sonrisa burlona-. Uno cree que ha desaparecido para siempre y de pronto dice hola, cuánto tiempo sin verte.
-¡De modo que tú también la has tenido! -exclamó Antar, enarcando las cejas.
-¡Que si la he tenido! -rió Murugan-. Pero no me preocupa demasiado, ¿sabes? Supongo que porque la malaria no es simplemente una enfermedad. A veces también es una cura.
-¿Una cura? -se extrañó Antar-. ¿De qué?
-¿Has oído hablar alguna vez de Julius von Wagner-Jauregg?
-No.
-También ganó el Nobel; por sus trabajos sobre la malaria. Nació el mismo año que Ronnie Ross, pero en Austria. Era psicólogo: tuvo algún que otro encontronazo serio con Freud. Pero el motivo por el que se hizo famoso es que descubrió algo sobre la malaria que Ross ni siquiera podía imaginar.
-¿Qué?
-Descubrió que la malaria inoculada artificialmente podía curar la sífilis; al menos en la fase de demencia paralítica, cuando ataca al cerebro.
- Parece increíble -comentó Antar.
-Sí -convino Murugan-, pero a pesar de eso le dieron el Nobel en 1927. La malaria provocada por medios artificiales fue el tratamiento corriente de la paresia sifilítica hasta los años cuarenta. El caso es que la malaria produce reacciones en el cerebro que aún no comprendemos.
- Pero volviendo a Ross -le interrumpió Antar-. Has dicho que no cogió la malaria hasta bien avanzado su trabajo. Entonces, ¿qué le hizo interesarse por ella?
-El espíritu de su tiempo -contestó Murugan-. La malaria era la fusión fría de su época; los periódicos dominicales se peleaban por sacarla en portada. Y se explica: la malaria probablemente sea la enfermedad más asesina de todos los tiempos. Junto con el resfriado común, es la plaga más extendida del planeta. No se trata de una enfermedad que aparece de pronto en un siglo y se dispara en las estadísticas, como la peste, la viruela o la sífilis. La malaria empezó a propagarse por el planeta desde el big bang o poco después, y siempre se ha mantenido casi al mismo nivel. No hay sitio en la tierra donde la malaria no esté presente: círculo ártico, helada cumbre de montaña, ardiente desierto, lo que tú quieras, ahí está la malaria. Y no se trata de millones de casos; más bien de centenares de millones. Ni siquiera sabemos cuántos, porque está tan extendida que no siempre se incluye en las estadísticas. Y, además, es una maestra del disfraz. Puede imitar los síntomas de más enfermedades de las que te puedas imaginar: lumbago, gripe, hemorragia cerebral, fiebre amarilla. Y aunque se diagnostique certeramente, con quinina no siempre se cura. Con determinadas clases de malaria uno se puede inyectar quinina en vena todo el día y al anochecer encontrarse en la nevera del depósito de cadáveres. Sólo es mortal en una pequeña parte de los casos registrados, pero como se trata de centenares de millones, una pequeña parte equivale a la población de un país de tamaño familiar.
-De manera que cuando Ross empezó, ¿había un nuevo interés por la malaria? -preguntó Antar.
-Ya lo creo -contestó Murugan-. A mediados del siglo xix, la comunidad científica empezó a tomar conciencia de la malaria. Recuerda que en ese siglo la vieja Madre Europa estaba colonizando los últimos territorios desconocidos: África, Asia, Australia, las Américas, e incluso lugares despoblados de su propia geografía. Bosques, desiertos, mares, indígenas belicosos son fáciles de dominar cuando se tiene dinamita y fusiles automáticos; bagatelas, comparados con la malaria. No olvides que no hace mucho casi todos los colonos del Mississippi estaban de baja un día sí y otro no por un ataque de temblores. En los pantanos de los alrededores de Roma la situación era casi igual de mala; o en Argelia, donde los colonos franceses estaban realizando un gran avance. Y eso en un momento en que nuevas ciencias como la bacteriología y la parasitología empezaban a causar sensación en Europa. La malaria se convirtió en uno de los principales objetivos de los programas de investigación. Los gobiernos empezaron a invertir montones de dinero en la materia; en Francia, en Italia, en Estados Unidos, en todas partes menos en Inglaterra. Pero ¿detuvo eso a Ronnie? No, señor, simplemente se quitó la ropa y se tiró al agua sin pensarlo dos veces.
-¿Quieres decir que el gobierno británico no prestó a Ross apoyo oficial alguno? -inquirió Antar, frunciendo el ceño.
-No, señor, el Imperio hizo todo lo posible por estorbarle. Además, en lo que se refería a la malaria los británicos no tenían futuro: los trabajos de primera línea se realizaban en Francia y en las colonias francesas, Alemania, Italia, Rusia, Estados Unidos; en todas partes menos donde estaban ellos. Pero ¿crees que a Ross le importaba eso? Hay que reconocérselo, tenía cojones, el muy cabrón. Ahí lo tienes: está en una edad en la que la mayoría de los científicos empiezan a pensar en cobrar la pensión; no tiene ni pajolera idea de la malaria (ni de nada); está en el quinto infierno, en un sitio donde ni siquiera saben lo que es un laboratorio; no ha puesto las manos en un microscopio desde que salió de la Facultad de Medicina; trabaja en ese servicio insignificante, el Cuerpo Médico de la India, que recibe unos cuantos ejemplares de Lancet y nada más, ni siquiera las Actividades de la Sociedad Real de Medicina Tropical, por no mencionar el Boletín de la Universidad Johns Hopkins ni los Anales del Instituto Pasteur. Pero a nuestro Ronnie le importa un carajo: se levanta de la cama un día soleado en Secunderabad o donde sea y, con su curioso acento inglés, se dice a sí mismo: «Santo cielo, no sé qué voy a hacer hoy, me parece que voy a ponerme a resolver el enigma científico del siglo, para matar un poco el tiempo.» Dejemos aparte a todos esos espléndidos bateadores que han salido al campo. Olvidémonos de Laveran, de Robert Koch, el alemán, que acaba de armar un escándalo con su numerito del tifus; omitamos a los dos rusos, Danilevski y Romanovski, que llevaban dando vueltas con el microbio desde que el joven Ronald se cagaba en la cuna; no contemos a los italianos, que tenían toda una puñetera fábrica de pasta trabajando en la malaria; no hagamos caso de W. G. MacCallum, de Baltimore, que está patinando al borde de un verdadero descubrimiento en las infecciones hematozoicas de las aves; pasemos por alto a Bignami, Celli, Golgi, Marchiafava, Kennan, Nott, Canalis, Beauperthuy; ignoremos al gobierno italiano, al gobierno francés, al gobierno estadounidense, que han invertido un acojonante montón de dinero en investigar la malaria; olvidémonos de todos ellos. Ni siquiera ven venir a Ronnie hasta que empieza a pulverizar todos los cronos.