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De espaldas al muro, Murugan empezó a avanzar hacia la izquierda, sorteando con cuidado excrementos y escombros. Se detuvo frente a una ruinosa construcción de ladrillo, tan baja que casi estaba completamente oculta por la cerca que la rodeaba. La estructura parecía una cáscara vacía, con ramas de ficus que salían entre el yeso cuarteado y boqueantes agujeros donde antes había ventanas y puertas.

Murugan asomó cautelosamente la cabeza por el hueco de una ventana.

-Hola -dijo-. ¿Hay alguien?

De pronto se oyó el ruido de un aleteo y sintió un golpe en la cara. Una bandada de palomas pasó como un remolino, rozándole la cara con las plumas.

Murugan dio un respingo protegiéndose la cabeza con los brazos. Algo resonó en sus oídos; sólo al cabo de unos segundos comprendió que había gritado. Oyó que un guijarro caía al suelo, a su lado. Alzó la vista y vio al muchacho que, inclinado sobre la pared, flexionaba el brazo para arrojarle otra piedra.

Murugan se escabulló por una senda, salió al camino principal y se dirigió corriendo a la entrada del hospital. Varios taxis esperaban delante del muro, en Gokhale Road. Murugan saltó a uno, cerrando la puerta de golpe.

-¡Vámonos! -gritó-. Venga, vamos.

El taxista sij se volvió a mirarle, sin prisa.

-¿Adónde? -preguntó en hindi.

-A la calle Robinson -contestó Murugan, sin aliento-. Hace esquina con Loudon y Rawdon.

El taxista giró la llave de contacto. El viejo Ambassador arrancó con un rugido y se alejó despacio.

Murugan se agazapó junto a la ventanilla y fue escudriñando la calle y las aceras. Al no ver rastro del muchacho, volvió a recostarse en el respaldo. Su mirada cayó sobre sus zapatos; estaban cubiertos de manchas marrones. Le llegó una vaharada de mal olor y metió los pies bajo el asiento delantero, esperando que el tufo no llegase al conductor. Pero la fetidez persistió; no podía librarse de aquella peste. Se envolvió la mano con un pañuelo, se quitó los zapatos y los arrojó por la ventanilla.

Se hundió en el asiento, exhalando un suspiro de alivio. Pero un momento después se oyó un golpe en el parabrisas trasero. Se volvió a mirar justo a tiempo para ver su otro zapato, que venía volando hacia el coche. Dio en la ventanilla y rebotó, dejando una alargada mancha marrón en el cristal.

El taxista asomó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar al muchacho, que corría hacia ellos entre los coches. Entonces cambió el semáforo, los coches de detrás empezaron a tocar el claxon y el taxi arrancó.

Cuando el taxi torció hacia el Periférico Sur, Murugan miró la fachada brillantemente iluminada del teatro Rabindra Sadan. Vio a dos mujeres que bajaban presurosas la escalinata y asomó la cabeza por la ventanilla. El taxi iba entonces un poco más deprisa y sólo las divisó brevemente, cuando se encontraban cerca de la entrada.

Estaba casi seguro de que se trataba de las dos mujeres con las que había hablado antes.

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