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Sí, abuelo: tuve la impresión de verte

Sí, abuelo: tuve la impresión de verte a ti, exactamente a ti, de pie, en medio del jardín, envuelto en tu guardapolvos, sin boina tu cabeza gris, y de pronto era solamente una lechuza sobre aquella piedra cilíndrica, la que sirvió de asiento durante tantos años junto a la fuente.

Yo me había detenido un poco más allá de la puerta del corredor y observaba la huerta, en el mismo punto en que, de niño (era un lugar sombrío; corría siempre allí, gracias al pasillo, una suave brisa), me sentaba a leer los tebeos, después de comer.

Acaso una paloma atravesaba volando el arco de las rosas y el cachorro de la Gilda, aquel que atropelló un coche, lamía el agua del charquito, al pie de la fuente, y el gato recorría el muro lentamente, justo por encima del portalón, dando breves latigazos con su rabo, al acecho de una presa invisible, resplandeciente su pelo en el filo del contraluz.

El esplendor soleado de la hora se escurría por entre las hojas de los árboles haciendo resaltar aún más las penumbras de la enramada, tiñendo tu figura y la de la abuela de una suave opacidad. También el cuerpo de Olvido se entreveraba de luces y de sombras y sólo un rayo aislado, relumbrando en el puchero que ella sostenía, anunciaba su presencia, parada junto a la mesa. Otros rayos se esparcían sobre el hule como flores, y el suave meneo de las ramas les obligaba a una danza, a un vaivén luminoso. La abuela sorbía su manzanilla con aplicado ensimismamiento. Tú revolvías el café con enérgico meneo, y el tintineo de la cucharilla resaltaba sobre los rumores suaves: el zureo de las palomas, el chorrito de la fuente.

Sin embargo, ninguna luminosidad ahora: sólo la noche, los árboles desnudos de ramaje, el brillo aterciopelado de la humedad. Aquellas sobremesas luminosas han desaparecido para siempre, aquella paz olorosa y redonda, aquel enardecimiento del mediodía sobre la loza, a través de las hojas, aquel piar de pájaros.

Por un momento, me había imaginado tu presencia. Te vi como una figura real, solo y quieto allí entre los residuos sin rescoldo de unos tiempos cálidos y enteros. Aquella equivocada impresión me trajo también, con tu recuerdo, el sabor de un añejo y olvidado remordimiento. Porque me tienes que perdonar, abuelo, pero tu figura, que irradiaba para mí, cuando niño y adolescente, un aura luminosa, acabó apagando sus brillos y sus fulgores, hasta perder incluso sus contornos y emborronarse en las páginas más perdidas de la memoria.

Cuando lo pensaba, creía que aquel apagón había culminado las presiones indirectas de mi casa, el entorno reticente de mi familia: mi padre, que te evocaba con sarcástica ambigüedad; mi abuela, cuya silenciosa hostilidad hacia ti se convertía, a mis efectos, en una sutil discriminación frente a mis hermanos, traducida en aminoraciones cuando la propina, en curiosos olvidos cuando los regalos, en comentarios más severos si eran mis notas las peores (pero quizá Alfonso iba también mal en Física, o a Marcelo le habían cateado las Matemáticas, y entonces todo era exculpar a los pobrecines…). Hasta mis hermanos te eran desafectos. Y aunque a mí los cincuenta duros me quitasen entonces toda conciencia crítica, he comprendido luego cómo les disgustaba que te acordases sólo del día de mi cumpleaños.

Pero lo cierto es que, si la disposición de toda la casa parecía adversa a las visitas que yo te hacía, nunca estorbaron que te fuese a ver. Y mamá me daba siempre recuerdos para ti.

Hubo un momento en que perdiste la aureola, en que llegaste a ser incluso desdeñable a mis ojos. Y aunque durante muchos años he estado convencido de que eran ellos los insidiosos culpables de mi desvío, ahora sé que nadie sino yo mismo tuvo la culpa, que aquella actitud nacía solamente de mí. Así fue, abuelo, perdóname. Por eso no volví casi nunca.

Sucedió en mi primer año de universidad. Aquel verano te hice una visita. Te había escrito durante el curso, pero tú no me contestaste. Yo estaba deseando contarte muchas cosas, lucir ante ti mi acopio de novedosos conocimientos, hacerte testigo importante de aquella aproximación mía a un mundo singular y restringido.

Fue a finales de agosto, una tarde de tormenta que no acabó de descargar, y Lupi y tú me esperabais sentados en el poyo, delante de la parada, envueltos de pronto en un remolino de polvo y briznas.

Cuando llegamos a casa, Olvido daba vueltas al arroz con leche. Recuérdanos a los tres en la cocina, yo con la maleta todavía en la mano y tú calmando a Gilda, que estaba atada dentro del portal y se puso a ladrar desaforadamente, no sé si gozosa de verme o asustada por aquellos relámpagos tan seguidos.

Pensaba haber estado mucho tiempo, abuelo, quizá todo el verano, pero me fui antes de la semana. En cinco días me descubrí irremediablemente lejos de ti, de vosotros. Aquella misma noche, mientras cenábamos todos juntos en la cocina (Olvido nos servía con unos aires de ama que no amenguaban su atención minuciosa), yo os describí la espera, para mí tan sugerente, de Vladimiro y Estragón (yo hiciera de Estragón en el Colegio Mayor) y, como respuesta a mi relato, sólo encontré en vuestros ojos la perplejidad y el desconcierto.

Yo venía cargado con un bagaje que juzgaba maravilloso, compuesto ya no de experiencias reales sino de artilugios para imaginarlas: secuencias y contrapicados, líneas y formas, palabras; compuesto de nombres y normas que, más que de emoción, eran para mí objeto de un fervor catecúmeno, y vosotros me mirabais callados, esperando respetuosos a que terminase mis expansiones, manteniendo una confusión silenciosa, incapaces de contestar.

Pero yo no me expansionaba, abuelo; yo era un apóstol; yo quería que fueseis mis prosélitos en aquel camino que la universidad (aunque no precisamente sus profesores) me había descubierto. Inflamado en el ardor de la cultura, quería conquistaros para mi entusiasmo, pensando que el mínimo vislumbre de aquellas maravillas os seduciría definitivamente, sin ver como vuestra desconcertada lejanía se iba depositando entre nosotros con la rotundidad de un desplome de peñas sobre el camino…

Zoquete para los estudios, Lupi había entrado en la mina como guaje y era ya ayudante de artillero. Pero no representaba al obrero de mis arquetipos universitarios, que yo había imaginado en mis lecturas y en mis charlas de noctámbulo bisoño, sino un muchacho cuya curiosidad principal era el fútbol y que veía con irremediable extrañeza mi desconocimiento del tema:

– Mira que estar allí y no haber visto a Di Stéfano.

En cuanto a ti, abuelo, perdóname, te vi también a una luz sin gloria ninguna. Comprendí que tu sabiduría se basaba en libros oscuros, en autores desconocidos, insignificantes y mediocres, que estaba constituida por un cúmulo brumoso y heterogéneo de fábulas lejanas sin otra base que la superstición secular.

Creo que repetía de arroz con leche, aunque continuaba defendiendo enardecido aquella espera absurda de Didí y Gogó, que ninguno de vosotros había conseguido comprender y por la que, además, manifestabais un absorto desinterés. Sí, repetía seguro de arroz con leche porque tú hiciste un comentario sarcástico, un comentario que me hirió como una afrenta, algo reprochándome una glotonería que fuese el reverso de aquella inquietud filosófica que tanto parecía preocuparme. Y te reíste con fuerza. En la cabeza la boina y sobre los hombros el inevitable guardapolvos, es la única vez en mi vida que te he contemplado con furia. Pero lo hice, abuelo: con rabia, con ira.

De niño, cuando separabas los faldones para buscar algo en los bolsillos del chaleco o del pantalón (la petaca, el reloj, el pañuelo, la navaja), mis ojos contemplaban aquel guardapolvos tuyo como si fuese la cota de un guerrero. Ahora, en mi enfado, veía cómo el mandilón hacía tu figura más vulgar. Eras un tendero.

Y, sin embargo, no fui capaz de asumir que mi decepción estaba solamente en mí mismo, que yo era el único responsable de aquel sentimiento.

Ya hacía rato que estábamos en la sobremesa. Olvido se había sentado también, y ella y tú bebíais orujo de guindas, mientras Lupi fumaba con ansia un cigarro que había liado con pericia de fumador veterano. Dejamos de hablar de la obra de teatro y yo invoqué a los nuevos poetas, busqué en mi maleta algunos libros y declamé en voz alta las palabras misteriosas como espectros, fulgurantes como gemas:

«Todo es mentira. Soy mentira yo mismo, que me yergo a caballo en un naipe de broma y que juro que la pluma, esta gallardía que flota en mis vientos del Norte, es una sequedad que abrillanta los dientes, que pulimenta las encías»…

Pero la aceptación que solicitaba, en lugar de producirse, suscitó en ti recitados de versos de Campoamor y de viejos romances que, frente a la exaltación de los que entonces me atraían, ofrecían a mis oídos un rechinar de músicas inservibles:

Tres hijas tenía el rey
todas tres como la plata;
la más pequeñina de ellas
Delgadina se llamaba.
Un día al salir pa misa
su padre la reparaba:
Delgadina, Delgadina,
tú has de ser mi enamorada.

Aquella primera noche renuncié a continuar expresándoos mi gozo por los nuevos ámbitos de mi conocimiento: decidí que vosotros estabais muy lejos de aquellos nuevos intereses míos y creí que, comprendiéndoos ignaros, podía asumiros tal como erais. Con esa gratificante generosidad me dormí. Pero no era cierto, abuelo. Perdóname.

Al día siguiente, en la penumbra inmóvil de la huerta, cálida y húmeda, fuiste tú quien se hizo narrador entusiasta, y te dirigías a mí como participándome una maravillosa sorpresa: aquella primavera habías descubierto, en un rincón de la huerta, un viejísimo estanque y, tras desescombrarlo, habías encontrado, en el tubo de barro cocido de su desagüe, un dado de hueso y muchas fichas circulares, por lo menos veinte, con grabados distintos todas ellas (círculos, cruces superpuestas, dientes en el borde…), la mayoría de hueso, pero algunas de vidrio, de color perla y azul, y otras de piedra, blancas, oscuras.

Mostrabas aquellos vetustos objetos como tesoros inestimables, incluías en tus hipótesis a moros y a romanos, en pintoresco anacronismo, imaginabas sin base alguna la historia en que unos niños escondían en aquel lugar su juguete preferido antes de una huida indescifrable, motivada acaso por alguna invasión enemiga.

Aquello llegó a hacerme reír, abuelo. Converso tierno de una cultura racional y positiva, te sentencié inmerso en un mundo irracional y apócrifo. El caldero de oro, los nebulosos hombres que los romanos derrotaron, la rueda de invasores e invadidos que había girado junto al río a lo largo de los siglos, aquellos conquistadores a la busca de los tesoros ignotos de Moctezuma, me sonaban al cabo con retintín de cuentos de vieja. Yo me encontraba incorporado a una nueva gravedad de talante, a una seriedad que me prohibía toda concesión a aquellas fabulaciones aldeanas. Tu biblioteca (viejos itinerarios, vetustos textos que relacionaban con énfasis tesoros imposibles, alguna novela hermética, los libros de varios cronistas de Indias, las viejas monografías locales de eruditos decimonónicos) me parecía el colmo de la letra muerta. Otras eran mis lecturas y mis aventuras, y sólo de razón.

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