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Junto al cuerpo grande y tierno de Olvido

Junto al cuerpo grande y tierno de Olvido, en la oscuridad suave como otra piel, fui recuperando todos los aromas del tiempo pasado: los olores de la tienda, en que predominaban inesperadamente el cáñamo y el bacalao; los de los sótanos, que descubrían la presencia sumisa de los embutidos; los de las manzanas extendidas en el sobrado; el olor a humo, ese olor que permanecía sutil entre su pelo como un rastro inquietante. Y esos aromas se entreveraban, en la oscuridad húmeda del cuarto, con el propio olor de nuestros cuerpos y de la madera encerada del suelo.

Allí, en la oscuridad, fui olvidando que ella y yo éramos dos seres distintos: me parecía asumir, con ella al mismo tiempo, en una sincronía unánime, una nueva identidad a la que también se incorporaba la habitación, la casa, la noche.

Me encontré así perdiendo la conciencia de mi dimensión corporal y del ámbito mismo de mi pensamiento. Aquellos olores no eran la sugerencia de un recuerdo, sino que todos ellos, después de traer hasta mí la comprensión perfectamente definida de las estancias y los lugares que representaban, pasaron a formar parte de mi propia sustancia. Mi cuerpo y el cuerpo de Olvido se fundieron hasta formar uno solo, y nuestro nuevo cuerpo se agrandaba y desparramaba por la oscuridad absorbiendo en su materia la cama, el suelo, los muros, hasta formar con todo ello una presencia sólida, única.

Primero sentí, claramente mía, la tensión de las tablas del suelo soportando el armario, la cama, la alta mesita con su piedra encimera de mármol. Sentía como propio el peso de los objetos y también las fuerzas que, como suaves fluidos, me hacían llegar el peso del resto de la casa. Y mi dimensión seguía creciendo. El armario, la gran cama, se sostenían sobre las tablas gracias a las grandes vigas de roble, que también formaban parte de mi ser y se iban entrelazando en los muros y sosteniendo las partes sucesivas como la combinación de tejidos diversos da forma y sostén a la estructura orgánica de un cuerpo humano. Y las tablas del suelo, las vigas, los marcos, los materiales todos que conformaban la casa, no eran tampoco distintos del cuerpo de Olvido, que yo sentía también como propio en una imposible distinción de cada uno. Éramos la madera, el ladrillo, la piedra, el adobe, el yeso, el cristal. Éramos la fábrica misma de la casa. Pero también era la cama, los cuerpos tendidos en ella, las ropas, y el espejo del armario dentro del cual se derramaba, dentro de mí mismo, el rabión mudo de la oscuridad. Y mi cuerpo, nuestro cuerpo, se abría en sucesivos espacios que yo iba reconociendo como en la exploración de una realidad que, siendo la misma, fuese no obstante innumerablemente diversa.

Los olores se movían lentamente, en unos circuitos desconocidos pero prefijados, como sangre que fuese recorriendo vísceras sucesivas: el reloj palpitante de la sala, el cúmulo de cazuelas que reposaban del diurno trajín en un sueño opaco, las sillas agachadas que esperaban el ajeno reposo, las alacenas y los vacares detenidos en una inmovilidad y en un orden que obedecía a designios arcanos; los olores atravesaban las gateras de las puertas, se enroscaban en el rellano de la escalera, se arremolinaban ante la puerta de la huerta, se encontraban a veces frontalmente y se desflecaban en el impacto de la colisión, perdiendo restos que seguían ya sin rumbo, vagando al ras de los zócalos.

Y todas aquellas sangres circulaban por mi cuerpo que era mi habitación, y las demás habitaciones, y la escalera, y la sala, y la cocina, pero que seguía extendiéndose más allá: por medio de la tienda enorme (también con sus vísceras y sus estanterías llenas de bultos, y su largo mostrador con la vieja bomba de aceite, y sus calendarios colgados de la pared, y sus largas mesas que eran tan útiles para que el cliente tomase sentado un vaso de vino), por medio de la ancha bodega, de cuyo techo colgaban costillares, chorizos y otras piezas, y en la que se amontonaban como glándulas las botellas vacías, arracimadas contra la pared, los bultos de las grandes cubas y aquel barril sin tapa, alto y carcomido, en el que se fraguaba el jabón en la lenta mixtura de la grasa y la sosa.

Yo sentía todos los objetos como se sienten los huesos y los músculos bajo la piel, en ese pellizco que puede llegar a ser doloroso. Les sentía como una lengua que palpa los dientes de su boca, como la sien que recoge contra la almohada el eco de los propios latidos.

Más allá, mi cuerpo seguía en el vientre (recién conocido) de los cimientos ancestrales, con aquellas teselas que formaban adornos y palabras de ininteligible significado, pero indelebles, como las huellas de viejas cicatrices, y figuras acuáticas, submarinas, tentaculares, ciliares, como fauna intestinal.

Luego estaba la tierra, y también era mi cuerpo. La tierra en que hundía mis cimientos, en que clavaba aquellas pilastras de ladrillo del hipocausto. La tierra, llena también de venas innumerables que se iban difundiendo y entrecruzando, llevando esta vez una sangre no hecha de olores, sino de humedades y sequedades, a través de una porosidad como de miga seca, o por entre barros apelmazados, por los largos músculos hechos de cantos de río, o entre las raíces de los árboles y las plantas de la huerta, que también era parte de mí mismo, aquella huerta plena de aromas vegetales hasta la que llegaban intermitentemente los flujos de los olores de las cuadras, con una diferencia de tonalidad que recordaba los distintos sonidos de las teclas de la pianola: tan graves los de los gochos y las vacas, más agudos los de las gallinas y los de los conejos.

Ningún aroma era entonces desagradable: mi cuerpo los exudaba todos, todos los asumía. El del palomar, tan tibio, el del sótano (cordelería, suelas de goma de neumático, cera, carburo), el de la cabaña donde el abuelo ahumaba los embutidos antes de colgarlos definitivamente en la bodega, antes de sepultar los costillares, las caretas, aquellos largos tocinos, en el gran cajón de piedra lleno de sal gorda que, como él decía, acaso fue sepulcro de un bravo guerrero, de una hermosa dama.

Y no eran sólo los olores. Eran también las visiones, unas visiones que no me facilitaban los ojos, sino el tacto y el sabor, y una comprensión de los sonidos que no venía de mis oídos.

Éramos, yo era también, el viento que se escurría por la vega con su huida sigilosa, silbando entre las tejas (también parte de mí), moviendo mis ramas, haciéndome vibrar en los marcos de las viejas contras de las ventanas. Yo era el cielo cubierto de nubes, amplio como el acto de una infinita inhalación. Yo era el límite de la noche, y me elevaba en la tiniebla imaginada como las bardas oscuras, los cuerpos negros de los edificios, la tenebrosa inconcrección del horizonte vegetal y montuoso.

Y yo era también el río. Mis venas de tierra llegaban hasta él, mis raíces de palera, de zarza, de aliso, los diferentes soplos de mi viento. Era el río, pasaba vertiginosamente sobre las piedras, moviéndolas continuamente en un antiguo batir, y era las piedras que la corriente inacabable del río iba restregando unas contra otras, afinando su piel, que tapizaba un suavísimo moco y donde habitaba una fauna invisible en que reinaban los garamallos. Yo era el río y estaba en el río: el río era el líquido original, el agua de una cava materna y primaria donde yo me iba nutriendo y de donde nacía continuamente haciéndome ramaje, choperas, tierra, cielo, noche.

Pero, todavía más allá, alrededor, yo era también el espacio inconcreto del trozo que se sabe sólo parte pequeña de un enorme bulto: y sospechaba que, detrás de las nubes (a las que estaba unido por los hilos de la lluvia incesante), continuaba mi cuerpo, que era el cuerpo de Olvido y el armario y el aguamanil; porque las sucesivas pulsaciones de mi latir (que, al retumbar en mi pecho, hacían vibrar todos los paramentos de la casa, los cascos y cacharros en sus estanterías y anaqueles, los cajones de los muebles, los peldaños y el pasamanos) volvían desde más allá de las nubes y de los confines del agua fluvial hasta la constatación de nuestras dos respiraciones, en mitad de lo oscuro.

Sin esfuerzo, mis límites me trascendían, escapaban de mi habitual frontera como los cangrejos o los caracoles del cesto, en breves instantes de descuido, avanzando seguros en una expansión radial que, siendo sólo una huida, nos desconcierta hasta asustarnos.

Mis límites escapaban por el espacio en busca de otros rincones y de otros espacios, y su alejamiento los iba confundiendo con los límites de lo vivo y de lo inerte; por eso mis brazos, que eran también los brazos de Olvido, se hundían al cabo en la tierra incorporados a los muros, o mis piernas, que eran también las de ella en un primer momento, se alargaban haciéndose oscuridad para dar un paso que llegaba a los confines del espacio exterior. Sí, nuestros cuerpos se iban dilatando hasta formar parte de la lluvia, hasta sonar con los mismos ruidos incomprensibles del campo.

Era una expansión y, a la vez, un anonadamiento. El recuerdo confuso de haber vivido aquello alguna vez, acaso en un estado premonitorio y larvario, me llenaba de una gran serenidad. Yo lo era todo y, por tanto, estaba quieto, inmóvil: el movimiento era sólo una apariencia suscitada por mi contemplación parcial y sucesiva de las cosas que me formaban. Yo era la casa, la noche, el río, y los crujidos de las vigas, y los silbidos del viento, y los rumores del agua, en contra de lo acostumbrado cuando se perciben como algo ajeno, eran la más clara manifestación de que de modo inalterable, eterno, cumplían su papel como panes de mi cuerpo, de nuestro cuerpo infinito.

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