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Por fin llegaste a aquellas tierras luminosas y frías

Por fin llegaste a aquellas tierras luminosas y frías. Quedaste deslumbrado ante las murallas vegetales que brillaban en la tarde, del mismo modo que tu antepasado español lo estuviera ante las ciudades de plata que brillaban en la noche.

Cuando descendiste del carruaje, el último sol del día penetraba por una esquina de la plaza, iluminando una figura de muchacha que vestía de azul claro y llevaba sobre los hombros una toquilla azul oscura. Era muy blanca y en su rostro destacaban los ojos, también azules.

Parecía la imagen de la Virgen del convento del fraile: sólo la ausencia de una media luna bajo sus pies y de un halo lleno de estrellas alrededor de la cabeza marcaban diferencias. Y la mirabas extasiado cuando alguien te identificó para llevarte luego junto a ella. Era Rosa, una sobrina del fraile, que venía a recibirte como emisaria de su casa.

Habías llegado en tiempos difíciles, en tiempos de guerra. El hermano de Rosa estaba en las partidas, como la mayoría de los hombres jóvenes, y había en el pueblo una actitud triste, de espera silenciosa.

Al principio, no comprendías claramente el alcance de la guerra, el entramado de sus razones, qué era exactamente lo que defendían los patriotas. Luego, fuiste conociendo que la bandera más fulgurante de aquella causa era el odio a los invasores, un odio que hacía cristalizar en su homogénea pasión otros odios diversos y dispares, aborrecimientos de todo tipo.

Aquella situación, el desconcierto que reinaba en la casa, los ojos de Rosa, dieron de entrada al traste con tus proyectos eclesiásticos. Una larga conversación con el padre de Rosa y un caballo que él mismo te facilitó, te convirtieron en guerrillero. Así fue cómo, sin tener todavía familiaridad ninguna con el paisaje ni con el clima, te encontraste galopando río arriba, enrolado en la tropa de don Juan Díaz Porlier, nacido como tú en ultramar, luchando sin saber muy bien por qué contra los ejércitos franceses. No lo sabías entonces, ni casi lo sabes ahora, hoy. ¿Qué era un francés? En Burón matasteis uno, un muchacho tan joven como tú. Quedó tirado junto al río, al pie de unas peñas. El uniforme, muy blanco, estaba lleno de barro y de sangre. Le quitasteis las armas y le dejasteis allí caído, desmadejado, con los ojos clavados en el cielo que acaso contempló con nostalgia en su agonía, viendo pasar las nubes por última vez.

Los árboles dorados, extendidos en continuas murallas, parecen oscurecerse y, sin embargo, es imposible que se haga de noche ya. Son sin duda tus ojos, que fallan otra vez.

Ahora todo queda atrás, todo se puede descubrir de otro modo, como si ya se tuviese la clave de todos los misterios. Esa es la única consolación que puede traer la vejez: los trozos del pasado se van armando como un rompecabezas que, al cabo, muestra algún atisbo de su sentido.

Por esa misma vega, ahora oscura por culpa de tus ojos, galopabas al filo del anochecer, en viajes rapidísimos, urgentes, furtivos, hurtando tiempo al descanso tras alguna escaramuza, tras alguna batalla.

No era sino por ver a Rosa, por mirarla a hurtadillas mientras cenabais juntos en la gran cocina y tú les trasmitías noticias del hijo, del hermano, que se había incorporado al ejército inglés para servir de guía. Luego, buscabas encontrarte con ella a solas.

Le hablaste una vez en el establo, mientras ordeñaba. Estaba sola, porque el viejísimo criado, pariente también de la casa, había tenido que entrar en la cama, en el proceso de su última enfermedad.

Sentada junto al animal, manejando con precisión aquellas ubres colmadas. Rosa parecía también una imagen de la Virgen: la Virgen ordeñando en el portal de Belén, bajo los fejes de heno amontonados en el sobrado, resaltando aquella blancura de su rostro, de sus manos, de su cuello, en la oscuridad sombría, con un brillo nacarino tan apropiado a una imagen.

Con repentina determinación, le dijiste que habías venido todas aquellas veces por verla. Ella te miró, se echó a reír mientras se le enrojecía la cara.

– Pues menudo fraile vas a ser tú -dijo luego.

Tú te reías también, disfrutando de su risa, de su sonrojo, de aquella pacífica tarea suya que ponía, entre los avatares guerreros, un sosiego especialmente deleitoso.

– Yo no voy a ser fraile nunca -le dijiste.

– Y qué te harás, entonces.

– Yo me voy a casar contigo.

Ella no dijo nada. Enrojeció otra vez y siguió ordeñando en silencio.

– Si tú quieres, claro -añadiste.

Los chorros de leche caían con fuerza entre la espuma blanca del caldero.

Al cabo, todavía sin mirarte y con la voz opaca, repuso:

– Anda, ayúdame con el cubo.

Fuiste alférez, perdiste en Almansa la oreja derecha, aprendiste a blasfemar sin conciencia de culpa.

Y casaste con Rosa. El suegro, que muerto el hijo en la guerra te había aceptado como otro hijo que fuese a sustituirlo, te cedió tierras, te apoyó en el concejo, te anunció, solemne y misterioso, el secreto del caldero de oro.

Habías escrito a tu familia, participándole tus nuevos proyectos. En México, la guerra había comenzado también. A través del fraile, tus padres te enviaron su bendición, con un pliego de apretadas advertencias, y tu hermano mayor fue generoso en la ayuda pecuniaria. Compraste una gran casa, la de junto a la iglesia, una construcción amplia, con buen corral, que, perteneciente a otros parientes lejanos, había quedado abandonada tras la muerte sin herederos del último vástago. Tu vida se incorporó al ritmo de una armonía que, aunque precaria, se mantenía sin embargo al margen de los grandes cataclismos que iban sucediéndose en el mundo.

Tuviste hijos de tez blanca y de tez india, de ojos azules y de ojos negros, de pelo ondulado y de cabellos lacios. El seminario, el convento, nunca fueron realidad. Te hiciste campesino, aprendiste los ritos y los oficios. A uncir las yuntas, a segar, a majar, a matar los gochos. Conociste instrumentos y artes antes desconocidos y te convertiste en trabajador con tus manos, lo que no fueras en casa de tu propio padre, siendo mucho más pobre.

Ahora eres un viejo. Ambos sois viejos, aunque Rosa mantiene en su rostro, ya tan ajado, el blancor juvenil. Habéis perdido los dientes, os duelen los huesos, se os agarrotan las manos, veis cada vez menos. Rosa oye muy mal.

Tú te escapas con el caballo casi todas las mañanas, eludiendo la vigilancia de hijas y nueras. Ellas, cuando regresas, te amonestan, vaticinan que un día te caerás del caballo, aseguran con enfado que acabarás por matarte.

Tú sueles reírte. Respondes que, tras una vida cumplida, qué suerte mejor. Quedarse muerto así, por ejemplo en un lugar como éste, sin dolores, bajo un sol semejante a éste de otoño, con los ojos (de nuevo misericordiosamente limpios) fijos en las largas murallas de oro que apenas mueve la brisa fría, esas murallas que escoltan el río en la mañana transparente, mientras a lo lejos se juntan los bordes azulados del cielo y de la tierra y reluce en las montañas la primera nieve.

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