Esta noche tan oscura, poblada de brillos
Esta noche tan oscura, poblada de brillos y luces y fuegos escasos que no consiguen vencer la negrura, sino apenas parcelarla en infinitos pedazos también negros, desordenados, caóticos, podría ocultar una enorme ruina, una ruina total, gigantesca, subsiguiente a algún incendio también desmesurado, universal.
Del mismo modo, entre aquella generalidad oscura de fragmentos quemados, sobrevivía algún brillo, brasas, lentas humaredas que iban flotando sobre la luz tenue del amanecer. Había llovido durante la noche y los cascotes ahumados, las vigas carbonizadas, los trozos de ladrillo, los adobes desmoronados, estaban empapados de agua, y fulguraba el musgo de las tejas junto a los humos de las brasas recónditas.
Aquellas ruinas desplomadas y húmedas se habían volcado sobre mi conciencia como las paletadas de tierra sobre un ataúd. Aquel maremágnum sutil de materiales que una vez sostuvieron una vivienda, era ahora solamente el alud que ha borrado las huellas y las identidades. Allí debajo permanecía, ya cada vez más borroso en la luz progresivamente incrementada de la mañana, mi pasado: mi infancia, mis abuelos, mi mocedad, mis padres, Olvido.
La constatación de aquel desgajamiento, de pronto luminosa (porque todo descubrimiento es luminoso), me trajo no obstante un enorme cansancio. Me quedé allí, frente a las ruinas negruzcas, largo tiempo, dando breves paseos, respirando despacio. Hasta tal punto mi cansancio era rotundo, que tardé en oír a Lupi, cuando vino a avisarme de que mi hermano me llamaba.
– Es tu hermano -repitió-. Dice que es muy urgente. Se ha debido morir alguien.
Al parecer, me había estado llamando toda la tarde anterior, hasta que cerró Teléfonos.
– Ya voy, ya voy -dije al fin.
Pero había recordado los rostros de ellos, ayer, cuando se cruzaron conmigo frente al hospital, sin reconocerme, y aquellos gestos, las miradas ausentes de los dos, adquirieron de pronto el sentido de una perplejidad triste o miedosa que resultó premonitoria. Así, cuando hablé con Alfonso por teléfono, no tuve ninguna sorpresa. Mamá acababa de morir. Ayer había entrado en coma. Todo había sido sin estridencia, sin sufrimiento.
– Alfonso -le dije yo-, también ayer se incendió la casa del abuelo. Ardió toda. No queda más que escombro.
Aquellas ruinas humeantes enmarcan, en mi memoria, esa etapa de mi vida que comenzó cuando me fui a vivir a casa de Lupi. Me veo otra vez entrando en el pequeño zaguán y, así como todos mis recuerdos de la casa del abuelo parecen encerrados en algún portentoso artilugio que les conservase con la frescura de una misteriosa simultaneidad, mi memoria, desde la entrada allí, tras empujar aquella puerta que tenía en su parte inferior una gatera grande y perfectamente redondeada, se organiza día a día, casi hora a hora, como ajustándose a las hojas sucesivas del calendario que, por entonces, me acostumbré a tachar al final de cada jornada.
Veo sucederse las fechas con meticulosa rememoración. Veo todos los sucesos de aquellos años, desde el primer otoño, desde mi traslado, precisamente cuando comenzaron a explanar el lugar donde debería alzarse la Planta, y enumerarse, con una precisión admirable, todas las acciones.
Lupi había transformado en taller casi todas las dependencias de la pequeña casa de su madre, excepto la cocina y el desván. El primer invierno fue particularmente duro. El sol suave, descolorido, apenas conseguía deshacer las grandes heladas, apretadas como sombras blancuzcas al pie de las tapias y de los muros, extendidas en la vega como un gigantesco y crujiente caparazón que resecaba las matas y dejaba los terrenos duros y frágiles, y dormíamos los dos en la cocina, entre el escaño y el hogar en que, previamente, habíamos encendido un gran montón de leña. El rescoldo mantenía, a lo largo de la noche, un foco escasísimo de calor. Sin embargo, era suficiente para llevar cierta consolación a nuestro ánimo, mientras el cierzo gemía en el exterior.
Y recuerdo también, con idéntica precisión,' como fui descubriendo que el incendio y la ruina de la casa del abuelo parecían formar parte de una realidad nueva y distinta: así, comprendí de modo paulatino que sólo se mantenía exteriormente, en su aspecto más inmediato, el pueblo que yo había conocido en mis veranos infantiles. La mancha de una quemadura en la pared, un desconchón alrededor de una argolla, un poyo oscurecido, el agua de la presa crepitando sobre los guijarros, las masas de chopos tras las casas, la sombra de la espadaña, se ostentaban como prueba aparente de una personalidad invariable y permanente, mantenida siempre igual a sí misma, pero no era verdad: la señal de la hoguera se iría borrando cada vez más sin que ningún hojalatero la reviviese; las argollas donde los hombres como Abilio Curto sujetaron, más por costumbre que por necesidad, los ronzales de sus bestias, estaban oxidadas, a punto de desprenderse.
El desuso había puesto su signo en todo: en los poyos, en las fachadas, en los goznes, como en las calles que ningún afilador recorría ya y en las orillas de la presa, ahora enzarzadas en una maraña impenetrable. Las sombras de los edificios, las cancelas que permitían alguna perspectiva instantánea de huertas y sembrados, el recodo familiar de alguna calle, sólo mantenían su vieja vitalidad desde una visión superficial: una mirada más detenida permitía descubrir los frutales sin podar, los sembrados descuidados, las entradas de los portales cerradas con un hermetismo que, por el largo abandono, iba descubriendo, en sus debilidades, su propia y desastrada caricatura.
Como las caracolas marinas (aquellas mismas del recibidor de doña Ambrosia) en cuyo eco engañoso se recrea un mar de mentira. Yo fui comprendiendo que el pueblo era solamente una cáscara vacía, y que sólo la habitualidad de los decorados, sustituyendo con la imagen el eco hipotético, pretendía certificar una realidad que ya era falsa.
Porque el pueblo había ido quedando en su meta envoltura física, sin que el rostro de sus habitantes se correspondiese ya con los signos exteriores. De la población tradicional se mantenían unos cuantos vecinos, todos ellos viejos, muy pocos adultos, un puñado de niños. A veces, con motivo de las fiestas o de las vacaciones, volvía la gente joven de las lejanas ciudades a donde se había visto obligada a marchar Venían los matrimonios con los hijos, y también los solteros. Pero su intenso y gozoso disfrute del mundo original era clara muestra de que habían aceptado, con ese conocimiento agridulce que se resuelve en una alegría dolorida, no volver allí de otro modo: sabían que aquellos retornos al pueblo, ocasión del único viaje de cada año, se mantendrían en su generación por última vez.
Otros habitantes les habían sustituido: las gentes de la capital y los asturianos que, para los fines de semana, habían construido sus casitas en los alrededores, o que habían comprado y remozado alguna de las del pueblo. Esta población eventual y ajena, acabaría por fertilizar la mutación y posterior crecimiento de algunas tascas, hasta convertirlas en complejos laberintos cuyas galerías retorcidas flanqueaban los botes de conserva, los mostradores frigoríficos y las botellas, dispuestos al recorrido alucinado, a la ansiosa demanda de la clientela capitalina.
Junto a estos pobladores dominicales y veraniegos, habían llegado también otros, éstos permanentes: varios jóvenes, organizadores de una comunidad de sedicentes labradores, curiosos robinsones que buscaban, con mucha más fe que conocimiento, un paraíso rural y campesino elaborado con sus propias manos.
El pueblo del abuelo ya no estaba en el de las nuevas gentes, aunque la apariencia externa, las dimensiones y los vanos, las luces y las sombras, pareciesen los mismos. La apariencia era sólo el eco del pasado, aunque yo, como esos enamorados en los que la muerte de la amada no consigue apagar la pasión, y el cuerpo de ella, aún inanimado y sin vida, les sigue bastando como objeto de deseo y de amor, me había contentado con su mero aspecto físico como si conservase el alma y, ante aquella cáscara ya vacía y reseca, creía recuperar, sin transición, la plenitud de mis vivencias infantiles.
Sin embargo, parecía que las ruinas lo tapaban todo desde hacía muchos años; como si el derrumbe se hubiera producido por el propio transcurso del tiempo, de los lustros, de los siglos, por la misma antigüedad, muchos años, lustros y siglos antes, y no el día anterior, por un incendio.
Mis ojos, que miraban aquellos restos, podían ser los de un observador lejanísimo, futuro, un contemplador incapaz de saber qué significaban aquellas ruinas, quién habitó la casa que fueron, por qué desapareció. Yo era el anónimo viajero que descubre los restos de alguna construcción, al parecer humana, en la más saludable ignorancia de sus implicaciones.
Allí mismo supe que los fragmentos de teja, las puntas carbonizadas de las vigas, habían caído sobre el rostro y la figura de Olvido. Pero también supe otras cosas, y cuando Alfonso me dio aquella noticia que yo intuía borrosamente, la acepté sin sorpresa ni dolor, y comprendí que la muerte de mi madre era solamente un avatar insignificante de un lejanísimo pasado, un pasado tan perdido e inconsistente como cualquier futuro imaginario y lejanísimo.
No fui al entierro. Ya nunca los volví a ver. Y ahora mismo, recordando las ruinas renegridas y humeantes de la casa del abuelo, contemplo lo oscuro y me imagino que la noche oculta misericordiosa un mundo en que permanecen los restos calientes, a veces encendidos, del único paisaje, una interminable sucesión de ruinas.