El niño habla otra vez entre sueños
El niño habla otra vez entre sueños y el hombre que hace la guardia se detiene, escuchándole también. El niño parece exclamar algo, imitar el grito de algún animal, el gorgoreo de algún papagayo. Una claridad levísima anuncia el alba, aunque ni las estrellas del cielo ni las lucecitas del lago pierden su diminuto y purísimo fulgor.
También como una pintura, llenos de color, detenidos en mitad de los movimientos, los recuerdos.
Cuando os sorprendieron, ibais siete en total (sólo Argüello a caballo), haciendo un enlace con el real. Hubo una larga y desesperada pelea, pero al fin os apresaron, atándoos fuertemente a todos, incluso al caballo.
Os llevaron al poblado con enorme júbilo. Tres días con sus noches os tuvieron atados, tirados en el suelo, en un cobertizo al pie de un templo, sobre unas viejas esteras, sin curar vuestras heridas ni daros comida, aunque sí de beber, cercanos a un catafalco lleno de calaveras humanas y a un lugar donde muchas fieras invisibles rugían permanentemente.
Durante la tercera noche, se concentró en el exterior una gran muchedumbre y los tambores comenzaron a tañer sin cesar. Llegaba hasta vosotros un olor intenso a incienso de copal, que conseguía incluso anular el olor nauseabundo de las calaveras. La muchedumbre cantaba largas letanías.
Con la premonición del alba, se hizo el silencio y os sacaron. Allí mismo, a los pies del templo, varios indios sujetaban el caballo. Un guerrero, empuñando uno de aquellos mandobles de madera con filo de piedras, comenzó a golpearlo. Mientras era sacrificado, el caballo relinchaba, coceaba.
Cortaron su cabeza, sus patas, su cola, y repartían los pedazos entre la multitud que los tocaba, los sopesaba, los observaba con asombrada curiosidad.
Al cabo, sonaron de nuevo los tambores y se encendieron fuegos en lo alto del templo. Varios indios agarraban a cada uno de vosotros, obligándoos a subir las gradas del templo. Por fin, estuvisteis todos arriba. La cúspide de las empinadas y largas escaleras olía a putrefacción y a matadero. Los fuegos iluminaban fantasmalmente las imágenes de los ídolos, las figuras de los sacerdotes, los estandartes que ondeaban en el extremo de largos mástiles mientras el cielo se iba volviendo cada vez más azul.
A los pies del templo se extendía la multitud expectante. Un sacerdote elevó los brazos al cielo y comenzó a cantar.
– Credo en Dios Padre, Todopoderoso -recitó Argüello casi a gritos.
Tú murmurabas también la oración, primero distraídamente, aturdido por aquella altura vertiginosa y por el tañido intermitente de los tambores y los silbidos de las flautas, luego con fervor cada vez más intenso, un fervor hecho miedo.
Había una algarabía de trompetas, tambores, silbatos y timbales cuando empujaron a Pedro Díaz, el extremeño, el más joven de todos, y le arrancaron la camisa, antes de obligarle a tumbarse boca arriba, apoyada su espalda en la piedra piramidal. Entonces, mientras otros indios le sujetaban y vosotros erais también inmovilizados por las manos de numerosos sacerdotes, fuisteis testigos impotentes de la abominación.
Un sacerdote, empuñando con ambas manos aquel cuchillo de pedernal, abrió con esfuerzo el pecho del extremeño, separó sus costillas, agarró el corazón, que se estremecía en su mano, lo arrancó, cortando con el cuchillo las venas y los músculos que le sujetaban, y lo alzó al cielo, sacudiéndolo, salpicando el ídolo en una intencionada aspersión. El extremeño, que había lanzado espantosos alaridos, movía sus miembros en las últimas convulsiones.
Los indios arrojaron el cadáver por las gradas. Otros sacerdotes lo descuartizaron, separando con destreza brazos y piernas, y lo repartieron luego entre la multitud, que lo recogía como el convite común de una romería.
Dios, pensaste, Jesucristo, Virgen Santa, no podéis permitirlo. Pero mientras musitabas oraciones con una pasión nunca sentida antes, tuviste la intuición de una horrible realidad: aquel Tescatepuca, aquel Uichilobos, aquella Madre Que Llora Por La Noche, eran poderosos.
Entre la muchedumbre apiñada al pie del templo, que había lanzado un grito unánime de alborozo ante el sacrificio, un grito que acalló los aullidos de la víctima, y los sacerdotes, y los ídolos, fluía una corriente intensa, evidente, que se elevaba al cielo. Aquí Dios, Jesucristo, la Virgen del Camino, los Santos Ángeles Custodios, la mismísima Vera Cruz, no tenían influencia alguna.
Así, mientras intentabas abstraerte en tus desesperadas oraciones, conjurando aquellos poderes de los dioses infernales, fuiste asistiendo al sacrificio de todos tus compañeros.
Argüello no lloró: mugía como un gran toro, haciendo caer y arrastrarse a los indios que le sujetaban, que eran por lo menos diez. Los demás gritaron, lloraron, maldijeron. Pero los sacerdotes partían sus pechos con el cuchillo de piedra, introducían la mano ensangrentada en la chorreante herida, y arrancaban el corazón con ademán jubiloso.
Sí, los dioses de los indios eran poderosos, implacables. El mundo era, por tanto, un incomprensible entramado de poderes contrapuestos y ningún Dios, fuera de los espacios de sus fieles, podía propiciar consuelo o ayuda. La presencia de aquellas potestades se podía sentir como un efluvio, como un intenso reverbero.
Fue transcurriendo el día, sucediéndose aquellos horrendos sacrificios, aquella carnicería de hombres, el festín canibalesco al pie del alto cu, donde grandes vasijas llenas de salsas servían para sazonar el abominable manjar. El sol, el dios, fue recorriendo su camino glorioso, pletórico. Por fin se hizo la tarde, con igual rapidez que la mañana, y el cielo se volvió otra vez color turquesa.
Eras la última víctima. Los torsos desmembrados y descabezados de tus compañeros, ya solamente objetos que parecían inorgánicos, montones de carne informe, habían sido arrastrados al interior de la estancia inmediata, dejando en el suelo largos y espesos charcos de sangre, en muchos trechos ya oscura y seca.
Aprestabas todo tu horror al momento en que el cuchillo abriese tu carne, y ese miedo profundo parecía consolarte como una coraza; tensabas tus músculos, como si ello sirviese para prevenir el dolor inevitable y, al tiempo, paradójicamente, hacías un esfuerzo por estar despierto. El calor, el griterío, la debilidad, la sed de la larga jornada, te empujaban a un sopor que te cubría algunas veces como una red caída de improviso sobre ti, haciéndote incluso dormitar unos segundos.
Aquella mezcla de tensión y desvanecimiento añadía al suceso un tono de pesadilla, y llegaste a sospechar que todo aquello no estuviese sucediendo realmente, que sin duda dormías en el real, en el lapso entre dos guardias, que sufrías entre las garras, inocuas a la postre, de algún sueño malo.
Por fin, te empujaron hasta la piedra de los sacrificios y te forzaron a tumbarte de espaldas sobre ella. Notaste la superficie superior de aquella pequeña pirámide calcándote en el espinazo, produciéndote un dolor que casi te hizo olvidar tus ansias de sobrevivir y desear el pronto final.
Un sacerdote, cubierto ya totalmente de sangre (lo que hacía aún más siniestro el movimiento de sus ojos y de su boca desdentada), musitaba las oscuras oraciones, con cierto cansancio también, como asaltado también por el sueño. Levantó al fin el gran cuchillo y tú contemplaste el cielo, mucho más arriba de aquellos brazos ensangrentados, y te sorprendió verle tan plácido, tan indiferente: las primeras estrellas empezaban a lucir sobre la tersura de un atardecer cotidiano. Cerraste los ojos.
Una exclamación común surgió de la multitud (el ruido seco de una ola golpeando en la orilla) y hubo apresuradas palabras entre los sacerdotes. El cuchillo no bajaba. Abriste los ojos. Los sacerdotes y sus acólitos volvían los rostros al cielo, aflojando la fuerza con que te sujetaban, y con ello volvió estridente ese dolor en la espalda al que habías acabado por acostumbrarte.
Por el cielo, ahora ya francamente azul oscuro, cruzaba una luz roja, cada vez más blanca. Al cabo estalló sin ruido, como una inmensa flor pirotécnica y silenciosa.
También ahora el cielo es azul oscuro. Una sombra de luz hace palidecer la tierra delante del bohío y se pueden incluso vislumbrar los cuerpos de los innumerables sapos que han pululado en la noche, que reinan todavía entre esas tinieblas que empiezan a desteñirse. Llega hasta tu olfato un olor desde el brasero de las tortillas y la luz del ascua crece y decrece en la oscuridad.
– ¿Estás despierta? -preguntas.
– No duermo. No puedo dormir.
Aquel lucero, aquel cometa, aquella estrella, brilla todavía sobre ti. Los dioses habían escuchado tus plegarias, pero no tus dioses. Era sin duda la piedad de aquellos otros dioses monstruosos.
Así, entraste en este mundo donde los puntos cardinales son de colores, donde hay solamente dos estaciones, donde el sol y la luna, el cielo y la tierra, el grano dormido y el grano germinado, son los únicos protagonistas, y los hombres un apéndice, una excrescencia simplemente que está del todo sometida a aquéllos.
Pasaste de mano en mano, testimonio vivo del capricho clemente de los dioses. Labraste tus mejillas, agujereaste tus lóbulos. Cada vez más lejos de los lugares donde tus compatriotas proseguían su empecinada aventura, fuiste comprendiendo el nuevo mundo como el único mundo. Sin duda el caos permanecía, porque todo era caos, un caos de fuerzas en permanente lucha, pero tú te acogías a los poderes predominantes, borrabas de tu recuerdo y de tu corazón todo lo que una vez creíste necesario para regular tu vida, lo permutabas por las nuevas normas, por las diferentes actitudes.
Al fin quedaste incorporado a una comunidad, entraste en el ciclo de su vivir, te hiciste uno de los suyos. Te dieron mujer, "ella te dio hijos.
– Tranquilízate, mujer, duerme, descansa. Yo no me iré. Yo no me voy a ir.
Ya no volverás con ellos. Ellos son los extraños, los extranjeros. Tú ya no les perteneces.
Y sigues contemplando cómo la luz se impone sobre los brillos del cielo y del agua.