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Sin duda el sonido es una voz

Sin duda el sonido es una voz, el embrión de una palabra en trance de brotar de una garganta humana que oyes muy confusamente, más allá del ruido del río, cada vez más sólido y persistente. Aún no has conseguido iniciar el gesto de levantarte, ni has acabado siquiera de organizar en tu pensamiento la frase para decirle a Lupi que se levante también, mientras miras sus ojos desorbitados que continúan reflejando el resplandor amarillo y titubeante que se arrastra sobre vosotros.

Recién despierto, contemplas el rostro de Lupi y apenas lo reconoces, todavía. Y sin embargo, cuántas imágenes se han derramado, como las aguas rapidísimas de una torrentera, por tu recuerdo.

Como en tus ensueños de la infancia, por la noche, antes de dormir del todo, cuando el reloj de la sala daba la señal de las horas que tres minutos después repetía: tres minutos tan sólo entre la primera y la segunda señal y eras un gicho que, a lo mejor, hacía ya todo un año que llegó al poblado, habías tenido infinidad de encuentros con los bandoleros, con los cuatreros, con los indios, habías sido amigo y luego enemigo del cherif , habías hecho infinidad de galopadas y de disparos y, por fin, rescatabas a la chica, porque las perversas maquinaciones de los malos, aquel albino, o era un calvo flaco, habían culminado en su secuestro, y te sorprendía el sonido de la hora en el reloj.

Tres minutos tan sólo, como sabías (porque muchas veces, durante el día, habías vigilado el lento proceso de la aguja grande, admirándote cada vez de constatar lo breve del lapso, cuando se pasaba sin ensueños), y en tu aventura imaginada habían transcurrido soles abrasadores en un desierto luminosísimo, tempestades de arena, riadas que arrastraban las galeras (sólo el esfuerzo de los caballos conseguía dominar el ímpetu de la corriente) nevadas que cubrían los grandes abetos y escamoteaban tus huellas, o las hacían resaltar más, mientras los indios te perseguían.

En ese espacio entre la primera y la segunda señales de la hora mediaba el mismo tiempo inconmensurable que entre el momento en que pisabas una de aquellas baldosas y el momento en que, a fuerza de hacerla bascular, escuchabas cómo golpeaba con sonido característico. Conocías perfectamente cada una de aquellas baldosas sonoras, que eran como los espacios hablantes del pasillo. A determinada hora (por ejemplo, justo en las horas claroscuras del atardecer) el dibujo de rombos se mezclaba hasta urdir frondas simétricas, con ese entretejido característico de los emparrados y de algunas vegetaciones acuáticas. En aquellos momentos, aquel embaldosado tenía pues una doble condición aérea y submarina, y tú calcabas el pie con cuidado y apretabas lentamente la baldosa hasta escuchar el clinc o la pisabas con suaves empujones sucesivos, haciéndola sonar como la última tecla aguda del piano. Era una música que, si la casa estaba plenamente silenciosa, conseguía dar un misterio especial al acto mismo de ejecutarlo. Mientras tecleabas aquellas baldosas, podías sugerir unos pasos doblemente secretos, jugar a ser un enmascarado de identidad incógnita, a saberse protagonista y, sin embargo, a interpretar también, escuchando aquellos pasos musicales, el papel del extraño que duda y que teme: la gente, el público en general. Tú eras el enmascarado y también aquellos que se preguntaban: ¿Quién es?, clinc, clinc. ¿De dónde viene?, clinc clinc. ¿Quién conoce su rostro?

Acabas de abrir los ojos y ya multitud de peripecias han atravesado tu recuerdo, o tu imaginación. Estás en un estado confuso, más parecido a esa actitud con que, en algunos instantes de estupor absoluto, se disfruta de una película, de una novela, arrebatado por un intensísimo enajenamiento, o queda suspenso el ánimo en la audición de una música, con los ojos cerrados y los auriculares rodeando la cabeza como una corona, tumbado en alguna penumbra intemporal.

Piensas por un momento que estás en tu cama de la casa familiar. Es invierno, mañana hay matemáticas a primera hora y te roe la comezón de no haberte aprendido el teorema. El reloj va tintineando las diez campanadas (no todas con idéntica cadencia, allá lejos, en la sala donde tus padres se disponen a cenar, la radio recién encendida) y sueñas, imaginas, recuerdas, te llega hasta la mente esta aventura tan distinta y extraña. Ya no un poblado del Oeste lejano, ni los desiertos que sólo interrumpen las masas rojizas de sólidas peñas descomunales, ni los picos nevados, recortados meticulosamente sobre el fondo azul, envueltos en su falda en frondosos bosques de abetos y secoyas; ya no la muchacha rubia, de abundantes tirabuzones y ojos azules, intrépida conductora de una carretela que, perseguida por varios jinetes, recorre a todo galope el camino polvoriento del valle, hasta que una rueda se sale del eje y el vehículo vuelca y los cuatro tipos se acercan a ella, malencarados, bigotudos, con ojos de ave de rapiña; y tú tampoco eres caballero de un corcel vertiginoso, lanzado ladera abajo al rescate de la muchacha en peligro.

Tú ahora eres un personaje que, siempre el mismo en su sustancia, cambia vertiginosamente de apariencia, de igual forma que todo cuanto te rodea se modifica sin cesar, tan velozmente que parece producirse sin transición de tiempo.

La sincronía de la peripecia resulta extravagante, casi cómica, y hasta te dan ganas de reír. La aventura es esta vez un largo paseo en el que eres, sin orden ninguno, mozo y viejo, niño y hombre maduro; un largo paseo que se ve alternado de modo súbito con la inmovilidad de un reposo forzado, tirado en el suelo. Como en aquellas películas ingenuas de los inicios del cine, tu aventura transcurre en escenarios que cambian instantáneamente, en una sucesión de paisajes y de iluminaciones contradictorios.

Avanzas por el pasillo de tu casa, entre el resonar de las baldosas, en el atardecer que dora, al fondo, la puerta de la galería, y ya es sin transición otro pasillo, el de otra casa en la noche, y las baldosas no son las mismas, están constituidas por diminutas piezas de mosaico, o ya no te rodean las paredes y el techo de una construcción sino que caminas al aire libre, bajo el sol de mediodía que brilla en el agua de un río cercano, que hace relumbrar el blanco de los muros de las casas y de las ropas tendidas, convenidas de pronto en amplias alamedas en que se sonrojan los primeros brotes de los chopos.

No sabes a dónde vas: tan pronto hace calor como frío: el calor se transforma en frío y éste vuelve a convertirse en calor con especial sinuosidad. Y tus pasos se sustituyen sin aviso por tu postura desplomada e inerte. Brillan a lo lejos las estrellas, las hogueras de San Juan, las ventanitas de las casas del pueblo, las de los belenes de la infancia. Tus ojos niños las contemplan con la absoluta precisión de su frescura; tus ojos viejos se velan, reciben una imagen imprecisa que las convierte en teselas, en escamas, en hojas, en borrosas figuras, como asperezas de un cuenco dorado.

Y además, estas imágenes, entrelazadas hasta resultar la misma, se entrelazan a su vez con tu vida en una ciudad: no terminaste la carrera porque querías ser artista, pero no eres artista tampoco: te pasó como al primo de papá que a veces viene a visitaros (llega sin avisar, en invierno; os trae algunos regalos a los niños, obsequios humildes y endebles, nunca vistos en las jugueterías, más parecidos a los que ofrecen en las ferias esos vendedores ambulantes que portan su mercancía como un gran pendón rígido donde se mezclan las cometas, las cachavas con remate de goma en forma de pera, las flautas, las narices y las gafas postizas) con su bigotito y un sombrero de fieltro en cuya badana esconde las contraseñas de las básculas con su peso, ese primo que también vive en Madrid, que quiso ser pintor y terminó de policía secreta.

El caso es que recorres otro pasillo, el de una pensión tranquila de la Calle del Pez, la casa de la viuda de un abogado que murió fulminantemente en plena luna de miel, una pensión que tiene en el recibidor una virgen dolorosa, donde reside también Verónica Roncal, la última pluma femenina del veintisiete por antonomasia que, inasequible a los achaques de su edad, prosigue ardidamente la redacción de su penúltima novela, segunda parte de una trilogía sobre un tiempo ya para siempre perdido. Hay otros inquilinos: un aspirante a meteorólogo y un joven ingeniero que todos los días se va en su coche a Guadalajara, donde trabaja. Atiende el servicio una gallega, de bastante edad también, hermana al parecer de un teniente coronel de la Guardia Civil.

Las mañanas se deslizan en una sala larga y blanca donde se alinean dos filas de mesas. Entre ellas pasa a menudo un solemne ordenanza, empujando el carrito metálico atiborrado de documentos, llevándolos de una mesa a la otra con su solemne andar de pies planos; los empleados apenas levantáis la cabeza para seguir su lento deambular.

Enfrente de vosotros, tras una mampara de cristal, con el aspecto cerúleo de una figura embalsamada, preside vuestra labor el irreductible Cutillas, que a veces, pero muy raramente, pierde por unos instantes su rigidez para recordar con chocante ternura su tierra natal y las habas verdes con bacalao.

Las tardes transcurren en polvorientos salones, ensayando oscuras obras de teatro; en humosas cafeterías, hablando de todo, incidiendo acaso en alguna ilusión que acabará frustrándose.

Eres, pues, un misterioso recorredor de pasillos, y un extraño ser tumbado, al mismo tiempo; a veces niño, a veces viejo, un espectro a veces también; mas cuando besas a Ana Mari, qué distintos estos besos de aquéllos, tan dulces, en los labios de aquellas amazonas rubias. Pero no eres el primo de papá, aquel hombre grande y glotón que venía a veces de Madrid y comía tan deprisa, ajeno a las miradas que se cruzaban papá y mamá. A pesar de todo eres tú mismo, niño, en tu cama de niño, imaginándote con horror esta aventura. Sin duda estás empachado y esperas desesperadamente que suene la segunda señal de las diez, esa señal que te traerá a la inmutable realidad y te sorprenderá nuevamente al pensar cuántas aventuras caben en tres escasos minutos, buenas y malas, gloriosas y ruines, antes de entrar en el sueño definitivo.

O es el aceitazo de «La alegría sanabresa», restaurante familiar al que vuelves inevitablemente por una querencia arrastrada desde el tiempo estudiantil, ya que no es posible otra cosa: tu mundo de niño no incluía Compañías ni pensiones, qué sabías tú de la Calle del Pez, eras felizmente ajeno a las rugosas doñas Ambrosias, a los acecinados Cutillas. El rostro de Dios rácano estaba también en algunos profesores de entonces, pero no de este modo desmesurado. Y los ojos de Lupi, el frío, el dolor, tienen una presencia verdadera e inmediata que no es la de las arizonas ni la de los grandes jefes de las otras duermevelas, de las lejanísimas ensoñaciones.

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