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Es Olvido. La misma blancura de tez

Es Olvido. La misma blancura de tez, los cabellos igualmente negros, cuajada ya gloriosamente aquella gordura que se presentía. Sus formas llegan a mí antes que su rostro: los grandes pechos, el grueso vientre, los muslos poderosos.

Ninguna sorpresa la sobresalta. Como si me hubiera visto ayer por última vez, me recibe con una sonrisa suave. Tampoco hay estridencia en el modo como extiende sus brazos, como ladea su rostro. Yo me abalanzo automáticamente a besarle las mejillas, tan lisas y tan blancas, aspiro su olor, ese olor en que parecen mezclarse armoniosamente los efluvios de las labores y de los guisos con aromas de secretos ungüentos.

Me veo otra vez frente a ella en la gran cocina, tomando unas rajas de lomo entre dos cachos de hogaza, una jarra de vino.

Ella se ha sentado al otro lado de la mesa, tan clara, pulida por incontables fregoteos de lejía y de arena. Ha extendido una de sus manos, gruesa, corta, blanca, y la ha posado sobre una de las mías. Sobre el labio superior, una sombra suave de vello finísimo oscurece el limpio reflejo lechoso de su tez. Tiene los ojos pequeños, muy negros y brillantes.

Sí, es la misma Olvido de mi niñez, inmediata y blanda como un cobijo. Mientras me mira, voy comiendo el bocadillo, casi sin ganas.

– Qué descastado -dice ella.

Yo levanto la mano y la coloco sobre la suya: pero cómo explicarle que puede haber un momento en cada historia personal (y sin duda lo ha habido en la mía) en que la secuencia de las fechas desaparece y todo se convierte en la misma fecha, en la misma jornada, en un día sin variaciones ni transcurso, sin tarde ni noche, sin urgencias por tanto, en que es posible posponer todos los acercamientos, todos los encuentros, todas las citas, pues fluye siempre la misma hora, eternamente el mismo instante.

– ¿Te casaste? -pregunta.

Yo niego rotundamente; respondo luego, sorprendiéndome a mí mismo de mi facilidad para la broma:

– No encontré nadie como tú.

– Descarado -dice ella con una gran risa.

Ha sacudido mi brazo, derramando el vino sobre la mesa. Moja entonces un dedo en el charquito y me unta luego con él el reverso de los lóbulos de las orejas, de ese mismo modo travieso y regocijado que lo hacía el abuelo en momentos similares.

– Buena suerte -exclama.

Yo siento una gran placidez por estar en aquella cocina, con Olvido, y porque el vino se haya caído y ella haya cumplimentado el viejo ritual.

Ha cruzado la cocina para buscar un trapo y yo la contemplo con arrobo: la dulzura imaginada de su cuerpo siempre me ha causado un sabor a decepción cuando he palpado otras carnes. Nunca un cuerpo ajeno me ha sido tan cercano, tan familiar (cuando los cuerpos pueden serlo sin interponerse lazos de parentesco, de convención) y nunca, desde mi infancia, he conocido una carne que, fugazmente entrevista, fugazmente rozada, haya sido para mí tan entrañable como la suya.

Ahora vuelve con el trapo y enjuga la mancha de la mesa.

– Dónde lo enterraron -dice.

– Con la familia, en el panteón de la abuela -respondo.

Luego añado, ante su gesto hosco:

– Allí está toda la raza del abuelo también. Es un panteón muy grande.

Ella ha cogido entre los dedos una miga de pan y modela bolitas, que aplasta sucesivamente.

– Tu padre está muy mayor.

Yo encojo los hombros.

– Claro, ya no es un chaval -digo.

– Me dijo que no quería verme en casa, cuando volviera. Pero tendré derecho a algo, ¿no?

Entonces estoy a punto de sentirme infeliz, de maldecirme incluso por haber atendido el mandato del telegrama; pero el perro olfatea mis pies, acaricia mis pantorrillas con su hocico, y mi espíritu sigue manteniendo la sensación de placidez.

– ¿Y este perro?

– Es perra. Lupi se lo regaló al abuelo en su cumpleaños. ¿Te acuerdas de Lupi?

Apenas lo recuerdo. Pero la memoria de cada cosa (la alacena, la fresquera, la pantalla de porcelana, el vasar con un San Pancracio y varios objetos de cobre: morteros, palmatorias, una chocolatera), la recuperación de los gestos de Olvido, me devuelven también a Lupi con precisión: aquel pelo suyo zanahoria y las cejas casi blancas, los pómulos pecosos.

– Cómo no me voy a acordar.

Al cabo, Olvido mete la mano entre las ropas del pecho y saca un sobre que me entrega, tibio de sus senos. -Tu abuelo me dio esto para ti.

Leí la carta mientras ella trasteaba, preparando un café con leche que luego se tomó, migado, sentada frente a mí.

Era una carta larga, escrita con una caligrafía admirable de mínimos temblores y escasos titubeos, y una letra modélica, que parecía reproducida de algún manual.

Era una carta extraña, fabulosa. En ella se transparentaba aquella cualidad de buen narrador del abuelo: una cualidad que, pese a los años, no había perdido su tensión ni su chispa.

La carta me reconvenía por una ausencia tan larga, aunque insinuando con piadosos eufemismos que acaso las cosas no me fuesen del todo bien en mi carrera. Luego, el abuelo pasaba a aludir a ciertos descubrimientos realizados por él durante los últimos años: la casa estaba cimentada sobre otras construcciones más antiguas. En el fondo del sótano, tras la estantería, había al parecer una habitación de orígenes vetustos. Conforme la carta se iba alargando, su contenido se hacía más oscuro. La descripción de la habitación se mezclaba con referencias a piedras labradas, a pinturas antiguas, y terminaba con una muy confusa al caldero de oro en que estaban escritas, en forma de figuras, historias y destinos. El abuelo me exhortaba a continuar sus investigaciones, con ayuda de Lupi.

Terminé de leer la carta y levanté los ojos hasta el rostro de Olvido, que me miraba. Había apartado el tazón y tenía los brazos cruzados sobre la mesa.

– Esa carta la hizo por las pasadas navidades. Se pasó la Noche Vieja escribiéndola. Ahí mismo donde estás sentado. De vez en cuando levantaba la cabeza y miraba así como has mirado tú. Me lo recordaste.

Nos quedamos los dos en silencio.

– También te ha dejado otro sobre, arriba, en su alcoba.

En el cajón de la gran mesita de su cuarto estaba una copia del testamento. Olvido se quedó en pie junto a la cama y yo, buscando el lugar más iluminado de la estancia (cuya única lámpara, muy débil, colgaba en mitad del techo) le eché una ojeada.

El abuelo hacía una prolija relación de bienes y, salvo Olvido, a quien el abuelo donaba su dinero, un prado, varios animales y aquel portal junto al molino, solamente Lupi y yo éramos mencionados en el texto. El abuelo nos lo dejaba todo: la casa, los prados, las tierras.

En la habitación enorme, entre el gran armario oscuro, la consola de color miel y la ancha cama, se notaba todavía un efluvio de aquella presencia tan reciente: en la mesilla había un vaso mediado de agua, un pañuelo doblado, unos lentes.

Recorrí la casa. Primero, las restantes habitaciones. La de los libros, donde permanecía aún aquel viejo piano mecánico, destartalado, que nunca funcionó. La sala, con sus aparadores llenos de cacharros y las fotos grandes, desvaídas, de viejos parientes en las paredes. Los demás cuartos, dormitorios y trasteros, cuya falta de uso era evidente. Anduve también por la tienda vacía, tras abrir la puertecita trancada con un sólido tarugo, y escruté la oscuridad de los estantes, que me parecieron nichos de otra misteriosa necrópolis, con una inmovilidad que, entre la luz escasísima y el retumbar de la lluvia, tenía toda la sospechosa quietud de un acecho.

Luego, bajé al sótano. Olvido me seguía con una lámpara de gas, envueltos sus hombros en una toquilla verde.

Al fondo, tras los ganchos para colgar la matanza (ahora casi todos desnudos, salvo alguna ristra de chorizos, un costillar), había una estantería oscura y, desperdigadas en ella, botellas vacías, varias latas sin etiqueta y dos o tres botes.

– Siempre había que volver a poner esto aquí. Tu abuelo disfrutaba con los secretos, el pobre.

Retiramos los cascos. Olvido empujó la estantería, que giró como una puerta, y accionó un interruptor: la bombilla iluminó una habitación muy baja, cuyo techo estaba constituido por las largas vigas de madera en que se apoyaba el tablado del suelo de la tienda.

– Mira -dice Olvido, señalando al suelo.

A lo largo del suelo se extiende un mosaico multicolor en cuyo centro figura un gran animal, casi pulpo y casi medusa, rodeado de otros animales, de plantas marinas.

– A que da escalofrío -dice.

Yo me quedo contemplando un rato aquellas figuras con la impresión de encontrarme de pronto empequeñecido, pisando la enorme ilustración de algún gran libro que tratase de viejas mitologías del mar, de los reinos de Neptuno. Olvido, que ha encendido la lámpara de gas, me empuja hacia el fondo, hasta un hueco que se abre a ras del suelo. Se agacha e introduce la lámpara por la abertura.

– Ahora estábamos limpiando esto -dice.

En un nivel más bajo se abría otra estancia. En ella se alineaban sólidas pilastras de ladrillo. En el suelo, junto a la primera, había algunas piedras grandes y planas, como losas muy gruesas. Bajé por una pequeña escalera apoyada en la abertura y acerqué la luz a una de ellas: era muy blanca y estaba grabada. Se distinguía claramente un caballito, tres árboles o ramas, así como algunas letras borrosas.

Olvido me miraba desde lo alto, asomando la cabeza: -Al fondo de la huerta, donde estaba la leñera, hay un estanque. También tu abuelo lo cayó y lo limpió. Suspira.

– Lo que trabajó ese hombre con estas cosas -exclama-. Todavía anteayer por la tarde, cuando volvió en sí del ataque, quería bajar aquí. Pero no le dejé.

Yo contemplaba con estupor aquellos restos de una construcción que los siglos sepultaron y sobre la que se alzaba la vieja casa familiar en una simultaneidad imposible de mundos. Debían ser los restos de alguna villa romana, similar a la de Navatejera o a la de Quintana de Marco.

– ¿Y el caldero de oro?

Desde la abertura (la cabeza inclinada todavía hacia mí de ese modo forzado) Olvido me mira sin comprender.

– ¿Qué caldero?

Yo he dejado la lámpara en el suelo y miro las sombras fantasmagóricas de las pilastras.

– El abuelo habla en su carta de un caldero de oro. De niños, nos contaba a Lupi y a mí cosas de un caldero de oro en que había puestas muchas figuras.

Olvido sacude la cabeza, negando.

– No sé nada de ningún caldero. Ni de oro ni de plata.

Subió a preparar la cena, dejándome solo.

Recorrí la estancia, agachándome junto a aquellas columnas que remataban, en su parte superior, con arcos Cambien de ladrillo. Las columnas seguían, sin duda, más allá, dentro de la tierra que se entreveraba al fin con ellas.

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