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El atisbo de que me rodeaba otra realidad igualmente cenicienta volvió mientras esperaba el traslado del cadáver, en casa de mis padres.

Ni siquiera los olores domésticos (persistentes después de tan dilatada separación y que yo lograba descubrir entre el aroma funeral de los ramos y de las coronas) conseguían vencer la sensación de anticuada parsimonia; los rostros (todos muy serios, aunque sólo el de mamá parecía reflejar una pena auténtica) se incorporaban a la mueca mortecina de todo.

En cuanto al abuelo, estaba tumbado en su caja y su rostro, inmóvil bajo la ventanita de cristal (como el rostro de un astronauta de esos que duermen sueños infinitos en las películas de ciencia-ficción), me confirmó sin sobresalto la vieja imagen reconstruida en mis esfuerzos de la víspera: enmarcado entre la tela de un sudario apretado, era el mismo rostro de mi niñez, con idéntico bigote y un gesto apacible, casi sonriente.

Una capa suavísima, pero irremediable, de ceniza, parecía cubrir también mi ciudad, el suburbio pequeño, la vieja puente bajo la que, entre los grandes cantos blanquecinos, desparramados, se deslizaban las aguas exiguas del Torio.

Después de la mañana, tan gris, la tarde estaba soleada. El sol hacía palidecer aún más los rostros de los asistentes. Severamente vestidos, adiposos, ninguno ya joven, mis parientes asistían en silencio a las sencillas pero esforzadas operaciones (bajar la caja, introducirla en un nicho lateral, comenzar a tapiarlo). Más lejos, una masa apiñada de gentes, contrastando sus ropas con el blancor de las lápidas y de las cruces, nos observaba fijamente, en un gesto unánime de manos dentro de los bolsillos.

Yo miraba de soslayo a mi familia, leía los nombres sobre las losas. Miraba los rostros que deberían ser tan inconfundibles para mí y que, sin embargo, tenían ya una identidad impalpablemente confusa. Leía los nombres grabados en la lápida: nombres de lejanos primos de mi abuela, de cuñados, de tíos, con sus fechas decisivas. Dos de las lápidas estaban ya repletas de inscripciones (por primera vez leí en ellas los nombres de la tía Aurelia y del tío Tomás) y solamente la tercera lápida, la de la derecha, estaba todavía exenta de leyendas: sin duda la inauguraría el nombre de mi abuelo. Sobre la tumba se inclinaba sin cansancio aquel gran ángel pesaroso, de enormes alas prolijamente trabajadas pluma a pluma, que me fascinaba de niño.

Ahora, los nombres grabados en la lápida, nombres muchos de ellos desconocidos, parecían corresponderse, ajustarse con bastante precisión a los rostros de mi padre, de mis hermanos, de mis primos: y al contemplarles ahora que sus rasgos empezaban a hacerse borrosos para mí, comprendí que tenían también un aire de Virgen Dolorosa, de doña Ambrosia y Cutillas. Y aunque tal vez éstos estaban cubiertos de una ceniza más reciente y fresca, mi familia aparentaba pertenecer también a un mundo similar, al de los pisos cerrados sin remedio, las urnas con imágenes y los objetos inertes sobre las mesitas y las repisas: a ese mundo que resultaba de pronto el de mi vida habitual, aunque su único destino mereciese ser el de un museo sólo archivable en los desvanes más apartados.

Del silencioso cementerio parecía fluir una vibración mucho más viva y presente. Ya al seguir el cortejo hasta el panteón me había admirado de conocer tan bien el camino. De niño lo había recorrido muchas veces acompañando a mi padre, con ocasión de muertes sucesivas; pero, sobre todo, cuando era Día de los Difuntos y todas las tumbas estaban cubiertas de flores y los caminos limpios de maleza. Aquellos paseos leyendo los nombres de las lápidas, calculando la edad de los muertos, me habían llenado de un gozo difuso, como si recorriese algún parque luminoso, mágico, donde habitaban unos seres pacíficos, amantes de las flores, tranquilos, aficionados al reposo.

Fue entonces cuando decidí acercarme a casa del abuelo, o mejor, cuando comprendí que mi visita a este lugar, mi contemplación de la ceremonia, sólo era un aspecto más, y no imprescindible, ni siquiera relevante, de mi viaje.

Habíamos vuelto a casa y ya estaban ordenando, con evidente alivio, el salón donde había reposado el cuerpo del abuelo. Yo me despedí: aduje que tenía que volver enseguida y nadie insistió para que me quedase. La casa paterna estaba ahora llena de niños: hijos de Alfonso, de Marcelo, sobrinos que me miraban con la misma indiferencia que yo a ellos. Mi madre me encontraba más delgado; mi padre me preguntó si seguía en lo mismo, con anticipada aceptación de mi oscuro destino. Yo afirmé con humilde circunspección, sorprendido, casi divertido, de mi hipócrita impasibilidad.

Y, por una causa desconocida y que acepté sin buscar ninguna justificación, aquella ceniza tan recientemente descubierta en las cosas, aquellas muecas de los rostros y de los paisajes que parecían reflejar el gesto absoluto y eterno de un Dios hastiado, fueron desapareciendo según me acercaba al pueblo del abuelo. Las largas choperas estaban perdiendo sus últimas hojas, había hogueras en los rastrojos y todo tenía un reverbero intenso, sin brumas ni barnices.

Atravesé las calles embarradas, solitarias, y llegué al fin ante la casa. La luz del sol poniente iluminaba el zaguán de un modo que parecía expreso.

Una voz aplacó al perro, que interrumpió bruscamente sus ladridos. Alguien se acerca.

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