Por la primavera, con las tardes más largas
Por la primavera, con las tardes más largas y el buen tiempo, nos habíamos constituido en Los Tres Mosqueteros. Tofo era Athos; José Luis, Porthos; yo, Aramis. Mandaba Carro, que era D'Artagnan. Carro tenía en su casa la colección completa, unos libros encuadernados en rojo, encabezados por una viñeta en que se reproducía minuciosamente la fuente de los leones, y «Veinte Años Después», y leía orgullosamente aquellas aventuras que, según todas las noticias, estaban en el Índice. Nos las relataba en la lenta demora de vuelta a casa, cuando las acacias comenzaban a reverdecer.
– Mi padre dice que eso del Índice es una pijada -afirmaba Carro.
Los demás le escuchábamos en silencio, con la emoción sagrada de ser compañeros de alguien que tenía un padre semejante.
El colegio estaba en un viejo caserón junto a la catedral. Era un edificio de dos plantas, con grandes ventanales llenos de cristales remendados, protegidos por rejas oxidadas, rodeado de anchos patios de tierra que flanqueaban tapias de adobe semiderruidas y algunos árboles enormes. Las tapias se solapaban como restos de algún antiquísimo laberinto, formando pasillos irregulares que comunicaban los patios entre sí. Aquel conjunto de espacios vacíos, interrumpidos intermitentemente por las tapias, desembocaba en una pequeña construcción. El edificio principal albergaba, junto a las aulas, la residencia de los hermanos, pero aquella otra edificación sólo se empleaba para dar clases, quedando totalmente deshabitada en los asuetos.
Nosotros descubrimos por casualidad el misterioso palpitar del colegio vacío y, los jueves por la tarde, íbamos allí para gozar de nuestras aventuras de mosqueteros, en los patios más apartados.
Así fue como acabamos vinculándonos, casi obsesivamente, al edificio del fondo. Primero utilizamos solamente el anteportal y el inicio de las escaleras. En aquel breve espacio fuimos capaces de urdir variados escenarios, que iban del palacio a la mazmorra, del cadalso al campo de batalla. Pero la cautela inicial fue volviéndose osadía y ampliamos cada vez más el ámbito de nuestras exploraciones.
El abuelo suelta el humo cerca de mi cara y, aunque manotea en el aire para alejarlo, los ojos se me llenan de lágrimas.
– Así que también espadachín, ¿eh? -me dice.
Revisamos minuciosamente los sótanos. La imprecisa iluminación de los estrechos tragaluces, a través de cuyas rejillas era posible descubrir el paso misterioso de las piernas de los transeúntes, y una linterna de luz muy débil, nos permitieron la contemplación de diversos hallazgos: montones de viejos exámenes, burujos de astrosos mapamundis, paquetes de cuadernos de ejercicios ajados y sobados. Había también detritus de instrumental pedagógico sin duda muy vetusto: pizarras de madera rajadas, borradores sin fieltro, pedazos de yeso coloreados que recordaban trozos de gusano, ojos de mosca, cortes de vísceras por los que asomaban los enormes tubos (azules o rojos) de las venas y de las arterias.
Tras el sótano, exploramos el piso donde estaban las aulas, cuya familiaridad no les quitaba, sin embargo, misterio a la hora de nuestros furtivos recorridos. Silenciosas, iluminadas de soslayo por aquellas rayas de luz que las atravesaban como hojas de cuchillos resplandecientes, con las contras entornadas, sus pupitres tenían en esas horas vespertinas el tono descarnado de los fósiles y de los esqueletos, como restos antediluvianos sobre cuyas resecas contexturas cayese ahora un polvillo luminoso, que parecía la sustancia misma de la Historia Natural.
Pero el abuelo aparta la cabeza, todavía envuelta en humo, y mira al fondo, al portón que acaba de abrirse. Ha entrado un niño con un fardel. Avanza con pasos rápidos hasta detenerse cerca de Olvido. El sol brilla en su cabello rojizo, haciéndolo reverberar al contraluz como una corona metálica, como el halo de cobre brillante de algún santo.
El abuelo le habla:
– ¿Trajiste el cebo?
El niño se acerca más y afirma con la cabeza. Luego se detiene y dice:
– Ranas.
– Anda, ven acá, dale un beso a tu primo y enséñame esas ranas -añade el abuelo.
El niño le alarga el fardel y se me aproxima. Nos damos un abrazo breve, chascamos cada uno nuestros labios ante la mejilla del otro. El niño es un poco más bajo que yo. El abuelo empapa el saquito en el chorro escaso de la fuente, lo deja luego descansar junto a una pared del pilón y nos habla, mirando sobre todo a mi primo.
– Este también es un buen elemento, menudo látigo. A ver si no hacéis ninguna barrabasada. No subáis al desván. Si- os ved subir al desván, os sacudo el polvo.
Luego, como repitiendo un gesto muchas veces ejecutado, sujeta a mi primo por un hombro, le pasa una mano por delante del rostro, atrapando su nariz entre el índice y el anular, la separa rápidamente, como si se la arrancase, y enseña luego el puño, asomando entre aquellos dedos la yema del pulgar. Abre enseguida la mano. Brilla en su palma una moneda, que mi primo recoge y guarda sin decir nada, dejando traslucir su satisfacción en una brevísima sonrisa.
El pasillo superior fue el hallazgo más emocionante, puesto que necesitamos descerrajar la puerta para llegar a él. Hasta tal punto nos excitaba el descubrimiento de aquella puerta atrancada, que incluso en los recreos de los días de diario, entre las clases, subíamos allí furtivamente para hurgar en la cerradura con las grandes puntas de jugar al pincho. Un día, Toño trajo un escoplo del taller de su abuelo y, con una piedra como mazo, nos turnábamos para golpear.
– Anda, siéntate aquí -le dice el abuelo a mi primo.
Ambos nos miramos con curiosidad. El lleva unos tirantes de cuero, un pantalón azul mahón y una camisa blanca, bastante sucia, y calza alpargatas también blancas. Tiene las rodillas llenas de postillas resecas. El abuelo me señala mientras le habla.
– A éste en el colegio le llaman Chino. Qué te parece.
El niño me mira con curiosidad, pero no dice nada. El abuelo se levanta, desabrocha parsimoniosamente los botones del guardapolvos, busca en el pantalón y se sienta de nuevo, manteniendo en su mano el gran reloj plateado del que pende la gruesa cadena antes de perderse entre su ropa, en algún recóndito lugar, como si estuviese amarrada directamente a su cuerpo.
El abuelo aprieta un resorte y se levanta una tapa del reloj.
– Fijaros -dice.
Ocupando el lugar de la esfera, hay un pequeño retrato: el de un hombre de grandes bigotes y ojos muy negros, ligeramente oblicuos. El abuelo acerca más el reloj a nuestros rostros. El hombre lleva un lazo azul al cuello y tiene las mejillas ligeramente sonrosadas y los labios muy rojos.
– Este es mi bisabuelo -afirma, con cierta solemnidad.
Olvido ha colgado ya toda la ropa y recoge el cubo del suelo con un gran suspiro que nos hace levantar la cabeza. Ella se vuelve hacia nosotros, las mejillas rojas, respirando con algo de sofoco. Como ha entrado a servir hace poco, mantiene en sus maneras esa inseguridad que da la falta de confianza, una actitud general de sumisión y apocamiento muy diferente de la de Trini.
– Ven -le dice el abuelo-, mira.
Ella se acerca hasta nosotros, se para con el cubo apoyado en la cadera.
– Mira -repite el abuelo-. ¿No se te parece al niño? -A cuál.
– A cuál va a ser, mujer.
Esa tarde, al fin, conseguimos romper la cerradura, penetramos. Un largo pasillo tenebroso se extendía por delante. Había a la derecha otras tres puertas y, a la izquierda, se sucedían varias ventanas atrancadas. El primer cuarto, vislumbrado tras abrir con esfuerzo la puerta chirriante, en un esfuerzo que hizo caer sobre nuestras cabezas pequeños fragmentos, cuerpecillos invisibles acaso de arañas o cortapichas, que nosotros rechazábamos con manoteos de asco nervioso, albergaba unos viejos camastros de hierro, desnudos de ropas y hasta de colchones, que sugerían una innominada desolación, un olvidado desamparo. Solamente había un dato inesperadamente vivo: la masa esférica de una gran bacinilla agazapada como un gato. Dejamos luego ese cuarto y proseguimos. Yo me quedaba atrás, reconociendo y asumiendo que mi intrepidez no tenía parangón con aquella determinación impetuosa de Carro y de los otros. Yo les miraba desde una posición que era casi la de un contemplador ajeno: serían pocos metros, pero la oscuridad me hacía verlos perdiéndose allá adelante, entre lo ignoto. Se detuvieron ante el cuarto siguiente. Alguien, seguramente Carro, abrió la puerta. Una luz que fluía con dificultad en la parte superior de las contras cerradas iluminaba apenas la parte alta del cuarto. El resto era penumbra, una gran penumbra en que se vislumbraban algunos bultos adosados a la pared de la derecha. Sólo el ajedrezado claroscuro de las baldosas luchaba, aunque de modo desvaído y leve, con el negror.
– A cuál va a ser, a éste -y me señalaba.
Ella guiña un poco ambos ojos, entreabre la boca, pero no dice nada.
– Eres igual que él -exclama el abuelo con impaciencia, dirigiéndose a mí.
La muchacha da un paso atrás, titubea. El abuelo se pone de pie.
– Espera -le dice.
Le quita con una mano una hojilla que a ella se le había enredado en el pecho, sobre la blusa, y Olvido sonríe antes de alejarse. El abuelo la sigue con la mirada y se sienta bruscamente a nuestro lado otra vez.
– Igual que tú -repite.
Cierra con cuidado la tapa del reloj y baja la voz, como para dar un énfasis misterioso a sus palabras.
– Tú sabes quién era Hernán Cortés, claro -me dice. Extiende una mano para tocar a mi primo antes de añadir, dirigiéndose a él:
– Atiende tú, que algo aprenderás.
– El de la Noche Triste -digo yo.
Penetraron los tres y entonces (casi instantáneamente, pero con un intervalo capaz de añadir a la sorpresa una desconcertante sensación de alejamiento) se produjo un enorme crujido, un ruido súbito de rotura seguido del estruendo de un derrumbe y de un repiqueteo de pedazos sólidos. La penumbra adquirió una nueva perspectiva desmesurada y deforme. Yo estaba quieto en el quicio, inmóvil, mirando sin ver (con tanto esfuerzo que me picaban los ojos), sujetando en la garganta una exclamación atribulada. No debió transcurrir ni un minuto hasta que llegó el hermano Tenaza: me agarró, me dijo con aquella ronquera suya siempre iracunda, «Qué haces tú aquí, Chino», mientras la nube de polvo se iba enroscando como niebla frente a la claridad de la ventana, allá arriba.
– El mismo. El de la Noche Triste. El que conquistó Méjico.
Entonces, mientras el abuelo y Lupi y yo estábamos allí sentados, aquella tarde, la siguiente de mi llegada al pueblo, yo me acordaba de todo como si acabase de suceder. Me acordaba minuciosamente del hermano Tenaza corriendo por el pasillo (unas arrugas de luz dorada en las paredes, similar a esta luz dorada en los troncos, en los muros; claroscuros en la escalera como estos claroscuros en los extremos de la huerta). Me acordaba nítidamente de cómo, cuando entramos en el cuarto de abajo, asomaban por encima de nosotros los rebordes del suelo desplomado, a lo largo de las paredes, corona extraña de la que sobresalían maderas astilladas, cables pelados y pedazos de tubería. Athos y Porthos estaban levantándose titubeantes, pero D'Artagnan permanecía inmóvil en el suelo. El hermano Tenaza se agachó y le tocó la cabeza; luego se puso en pie de golpe, como accionado por un muelle, y se quedó firme un momento, con la cabeza muy levantada y los brazos extendidos, como en un cuadro plástico que simulase, por ejemplo, el asombro fervoroso ante la santa aparición inesperada, igual que solía hacer, con ánimo didáctico, en los ensayos para el cuadro plástico de la fiesta del Patrono. Entonces dijo varias veces Dios/a, se dio media vuelta y, tras salir del cuarto, echó a correr por el pasillo; sus pasos pesados retumbaron luego en el zaguán antes de perderse en un apagado crujido sobre la tierra del patio.