– Un antiguo de nuestra familia fue con Cortés y casó allá con la hija de un cacique.
Nosotros no decimos nada. Nos quedamos mirándole fijamente.
– ¿Sabéis lo que era un cacique?
Y me parece oír llorar de nuevo a Athos y a Porthos, tan lentamente (¿así lloraría Cortés, aquel guerrero de gran casco y frondosa barba, de mirada severa, que viene retratado en el Libro de España?), mientras recuerdo a la perfección aquel instante y vuelvo a ver los ojos inmóviles de D'Artagnan, el gesto estático de su boca entreabierta en aquella mueca a la que sólo daba algo de movilidad un insecto que recorría lentamente su frente antes de perderse entre su pelo.
– Un cacique de aquéllos era como un príncipe -continúa el abuelo sin esperar a nuestra contestación.
Ha estirado el índice de la derecha y lo agita en enérgica gesticulación.
– Casó con una princesa india. De ellos venimos. Por eso tú tienes ese pelo, y ese color de piel. ¿No te lo contó tu madre?
A veces, en casa, hablan de los parientes mexicanos. Uno es padrino de mamá y un año le regaló un collar de rosas de plata y un anillo haciendo juego. También mamá decía lo de la princesa, pero con una sonrisa exculpativa que parecía defenderse de las reticencias de papá, si él estaba delante.
– Eso dice mi padre -argumentaba ella.
Pero papá hacía comentarios ambiguos (más desfavorables en el tono que en el contenido) sobre aquellas opiniones del abuelo, como si lo de los orígenes mexicanos no le hiciera demasiada gracia.
– Es el clima lo que ha influido, mujer, el clima; qué indios ni qué princesas.
Mamá insistió, acaso para no perder ante mí aquella autoridad suya en el tema, que era al fin y al cabo reflejo de la propia autoridad del abuelo:
– Mi padre asegura que un antepasado casó con una princesa de allí.
Entonces, papá le miró severamente y contestó, con una voz baja y extraña:
– Mujer, aquella gente eran caníbales.
Yo meneo la cabeza dubitativamente. Mi primo extiende un brazo y toca la mano del abuelo.
– ¿Y yo? -pregunta.
– Igual -responde el abuelo-. Pero tu madre es de Sajambre. Por allí todos son pelirrojos.
La abuela se ha acercado a nosotros y el abuelo y ella se contemplan.
– Esos bultos -dice mi abuela.
– Bueno -responde el abuelo, levantándose-. Voy. Luego, nos mira a los dos, pero habla dirigiéndose solamente a Lupi:
– Vosotros no os vayáis lejos. Buscáis los reteles y matáis las ranas. Ya las despellejaré yo.