El abuelo me mira fijamente
El abuelo me mira fijamente y estoy a punto de perder la sonrisa, mezcla de orgullo y vergüenza, que me había parecido ver reflejada en su mirada condescendiente. Aprieta un poco más mi pestorejo con su mano izquierda y repite:
– ¿Chino?
Ya anoche, desde el momento en que me senté a su lado en el escaño de la cocina, extendió el brazo izquierdo y, apoyando la muñeca en mi hombro, tomó mi pescuezo entre sus dedos, apretándolo intermitentemente mientras me hablaba. Yo me siento incómodo por esa manía del abuelo, como atado, en cieno modo uncido a su cuerpo. Aunque me costará unos días, al cabo aprenderé a alejarme del alcance de su brazo, y ese apartamiento me permitirá observarle de modo más completo, vestido con ese largo guardapolvos que nunca abandona, la pequeña boina sobre la cabeza y las botas marrones, relucientes, en los pies.
Yo afirmo con la cabeza un par de veces. Estamos sentados en aquella piedra larga y cilíndrica que, como sabré unos años más tarde, después de que el abuelo hubiese decidido ponerla de pie (tronco insólito en la huerta) es una antigua columna del tiempo de los romanos.
A nuestras espaldas, en sombra ya, se extiende el parterre donde la abuela cultiva las dalias, las margaritas, las caléndulas, los pensamientos, única vegetación jardinera entre el resto de los cultivos de la huerta, todos utilitarios.
Unos metros delante de nosotros, Olvido cuelga la ropa a secar en la cuerda tendida entre dos enormes moreras. Su figura, llena de sol, resalta sobre las prendas de ropa, que mantienen en su forzado estiramiento una sutil impronta humana. Olvido lleva una blusa blanca y una falda oscura, muy fruncida, que hace resaltar su culo mientras lo mueve en su esfuerzo a un lado y a otro, acompasado al ritmo de agacharse, desenredar la ropa, estirar los brazos y sujetarla a la cuerda con las pinzas.
– A mí me llaman Chino -le habías dicho al abuelo.
En el colegio, tú y Jaguayana, el filipino, sois personajes singulares: de tez morena, ojos muy oscuros y cabellos lacios, presentáis un aspecto exótico entre los muchachos sanguíneos y mofletudos.
– Y tú, ¿qué dices? -pregunta el abuelo.
Yo encojo los hombros, no digo que nada. El filipino rechaza con enérgica resolución ese mote que, abarcando lo oriental de su aspecto todo, tiene como referencia directa las piernas suaves, barbilampiñas, ostentadas a menudo en las carreras tras el balón. Pero yo no replico, asumo mi mote con un sentimiento ambiguo en que conviven la humillación y el halago: al fin y al cabo se trata de una prueba de diferencia, de individualidad. «Dale Chino», «Pasa Chino», «Aquí Chino»: así resuena mi nombre en los recreos, invocado precisamente por se peculiaridad, del mismo modo y con igual brillo que los de los campeones indiscutibles: Remba, Muñiz, Cascallana.
Pero el colegio es ahora un recuerdo nebuloso en el que sólo destacan con nitidez algunos detalles, difuminados del mismo modo súbito que aparecen: los pelos frondosos que brotan de las orejas del hermano Gabriel, el olor a orina de los retretes y a cera de la capilla, el plácido salón de los futbolines, la gran escalera sobre el recibidor con la figura del Fundador entre palomas y adornos de colorines, las pizarras verdes, el frontón que cierra con su gran mole uno de los rincones del patio, las formas, suavemente erosionadas por una innumerable sucesión de manos, de los hoyos de guá.
El abuelo separa la vista de mí y mira hacia delante, a Olvido. La muchacha se ha agachado, ahora recoge la ropa del fondo del balde, y sus muslos, hasta las nalgas, resaltan blanquecinos entre las negruras de la ropa. Por fin se pone otra vez de pie, se empina sujetando una camisa. El abuelo acaricia con la otra mano la gran cabeza de macho cabrío empotrada en el muto, esa gran cabeza de piedra de cuya boca brota un hilo de agua, a través de un pequeño tubo oxidado, y dice que los chicos sois el demonio.
Yo acepto su exclamación con alivio, como una sentencia que me libera. Ahora el abuelo palmotea mi cuello antes de retirar la mano.
– Pero cómo no vais a jugar al balón, en vez de andar haciendo trastadas.
Yo encojo los hombros.
– Pues ya sabes, aquí a correr, a comer mucho, pero sin descalabrarse.
Se levanta despacio, separa con una mano los faldones del guardapolvos y busca con la otra en el bolsillo del pantalón hasta sacar la petaca; se alisa de nuevo los faldones, se sienta otra vez y prepara un cigarro.
La huerta es grande, olorosa, llena de contrastes de sol y sombra que me deslumbran un poco, que me amodorran, que me marean hasta el punto de sentir casi vértigo, como si notase el globo terráqueo moviéndose bajo mis pies a toda velocidad, como si este espacio de naturaleza luminosa fuese la cubierta de algún barco navegando rápido sobre algún mar. He cogido un caracol de la pared y ahora comienza a moverse en mi mano, causándome suaves cosquillas.
Apenas hace una semana que estaba de exámenes y ahora me parece un tiempo lejanísimo, perdido en la penumbra de los recuerdos inútiles. Apenas llegué ayer a casa de los abuelos y ya me parece que siempre estuve aquí.
Y dónde queda mi dolencia, esa enfermedad de que debo reponerme y que, al parecer, no se localiza en mis órganos ni en sus miembros. (Mamá secreteaba con don Sixto -cuyas grandes manos me habían palpado la garganta, habían llevado el fonendoscopio a lo largo de mi pecho y de mis espaldas, me habían estirado los párpados inferiores-del mismo modo que había secreteado con el otro médico, el señor del bigotito cuya ciencia -éste me encontró perfectamente- fuera puesta en entredicho por ella; ella hablaba de «la impresión»: yo lo oía en sus conversaciones con papá, con las tías, con las amigas que se encontraba por la calle. La impresión. Y sabiendo a lo que ella se refería, me admiraba adolecer de aquella enfermedad tan inaprensible, tan cómoda.).
– Anda -dice el abuelo-, búscame unos mistos en la tienda.
En realidad, la única impresión fuerte, el único sobresalto, fue precisamente la voz del hermano Tenaza llegando desde tan cerca de improviso, y su apretón característico mancándome por sorpresa el antebrazo.
También el hermano observaba estupefacto: la oscuridad tenía antes un contorno preciso; el cuarto, aunque casi invisible (sólo la leve iluminación del ventanuco arrojaba un difuso resplandor), se presentía ajustado a las disposiciones de lo tridimensional. Pero ahora, sin que la iluminación hubiese aumentado, se comprendía que aquellas medidas habían sido alteradas: alguna infracción de lo físico ha destruido las proporciones del espacio y el cuarto ya no es el mismo. El hermano Tenaza forcejea a mis espaldas con la vieja armazón de un ventanal y al fin consigue abrirlo: la luz de la tarde atraviesa el pasillo y, penetrando por la puerta, ilumina el cuarto sin suelo, se detiene en el borde del abismo. Impregnándolo todo, se desparrama el olor a humedad, a polvo viejo y a madera podre.
– Malditos rapaces -masculla el Tenaza, y vuelve a apretarme el antebrazo dolorosamente.
Atravieso la huerta y entro en la casa. La misma gata que ayer noche, recién llegado, trepó hasta mis hombros y frotaba ronroneando su cuerpo contra mi cuello, dormita ahora junto al umbral y levanta apenas -la cabeza, emperezada.
Empujo la puerta de la tienda: brillan las superficies de las mesas, resaltan en la penumbra los bultos de los cubos, de las potas, y los cuerpos alargados de los mangos de guadaña; hay en los rincones una luminosidad de siesta que, siendo tenue, hace contrastar las cajas, las botellas y las latas con la vieja madera de los estantes; del techo cuelgan como estalactitas las velas, las porrachas, los paraguas.
La abuela y Trini están cosiendo al fondo de la tienda, en una mesa, junto a la ventana, ofreciendo en el contraluz un aspecto equívoco de absortas rezadoras.
– Que me des mistos, abuela -digo yo.
La abuela me mira, pero no al rostro, sino a los brazos, a los hombros, y por fin a la cara, de golpe, de modo que casi noto el impacto de su mirada en mis mejillas. Alrededor de las niñas de sus ojos azules hay pequeñas cordilleras, islitas, penínsulas. Sus labios son oscuros y están cruzados por varias arrugas muy marcadas que les dan aspecto como de cortezas.
– Ven aquí -dice-. Jesús, cómo se ha puesto.
– Estuve en el corral -digo yo-. Estuve en la cuadra viendo a Diana y Macarena. Ya me conocen. Ya no se asustan si me acerco a los jatines.
Ha sacado un pañuelo del bolsillo, lo moja en' saliva y frota con él mis mofletes, mis pómulos, mi nariz, como si yo fuera un niño pequeño. Casi me hace daño, pero no digo nada, ni ofrezco resistencia. El gesto forzado de mi cabeza me obliga a contemplar a Trini, que continúa cosiendo impávida, sin levantar los ojos de su labor.
Jesús, si te viera tu madre con estas pintas.
Pareciera que no ha oído nada de lo que le he dicho: ni lo de los mistos, ni lo de esas correrías mías que tanto me excitaron, antes de que el abuelo me llamase. No le digo entonces que también subí al pajar y que he visto con el ánimo tenso de emoción, muy cerca de mí, una golondrina atendiendo a sus crías, en un nido que hay bajo el remate de una viga.
– Los mistos son para el abuelo, que quiere fumar -explico.
– Ese hombre es una chimenea -responde la abuela.
Termina la limpieza de mi rostro y se me queda mirando apreciativamente. Mantiene el pañuelo en el aire, como una bandera, y señala al fondo, junto a la otra puerta, donde se amontonan unas cajas y unos fardos:
– Dile a tu abuelo que cuándo piensa abrirme esos bultos, que llevan ahí tres días.
Luego da órdenes a Trini sin hablar, accionando levemente con la mano, mirándola apenas. Nunca dejará de admirarme tanta compenetración: Trini se levanta sin decir tampoco nada, deja la labor sobre la mesa, avanza hasta el alto mostrador, que rodea, escarba en algún cajón, da la vuelta y me entrega la caja. Es alta, pálida, flaca. Calza zapatillas de fieltro negras, muy grandes. Tiene mucha bola en las pantorrillas.
Salgo otra vez a la huerta. El abuelo, que tiene el cigarro entre los labios y las manos sobre las rodillas, permanece inmóvil, mirando hacia delante. Olvido está terminando de llenar la cuerda de ropa.
– ¿Sabes encenderlos? -me pregunta el abuelo.
Yo digo que sí. Saco una cerilla y la sujeto cuidadosamente, los dedos alejados del fósforo para no quemarme; la raspo contra la lija de la caja, consigo que encienda. El abuelo acerca el rostro, pone sus anchas manos alrededor de las mías, enciende el cigarro.
– Bueno, mozo -dice luego-. ¿Y cómo les dicen a los que hacen esas picias contigo?