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Cierras los ojos y te parece que sigues allí

Cierras los ojos y te parece que sigues allí. Este calor, después de un frío tan largo, le da a tu cuerpo una fruición inesperada, que se esparce lentamente por todos los miembros, como esa lasitud serena de las convalecencias. El frío, el frío intenso hecho de heladas y nieve, un frío desconocido en tu vida anterior, presidió el invierno con el imperio de una enfermedad rigurosa. Tú te acurrucabas, te mantenías silencioso y encogido, llegabas a temer que el invierno no terminase nunca, que estuvieses condenado para siempre a la desolación gimoteante de las ventiscas.

Hoy, aunque la noche tuvo todavía un aliento gélido, el tibio soplo de la primavera se ha apoderado de la mañana. Cierras los ojos y recibes con quietud este calor, escuchas el rumor del río y te parece que sigues allí, que nunca viniste a esta tierra.

Ese rumor suave del río, que sólo se oye cuando, distraído, te lo encuentras por sorpresa, el bisbiseo, el murmurado deslizarse que viene de tan lejos y trae incorporados los ecos simultáneos de su paso por todos los paisajes anteriores, es el mismo rumor del otro río. Y aún con los ojos abiertos, sin que los cerrases, hoy que el tiempo es suave y el aura cálida, el reverbero del sol en las riberas, las figuras de los muchachos en la orilla, podrían hacerte imaginar que has vuelto allí otra vez.

De modo que permaneces así, con los ojos cerrados, convaleciente de un invierno implacable. Gritan los muchachos en la aventura de la pesca, alargando sobre el agua esos varales de los que pende un sedal de cuyo extremo, envueltos en hilos multicolores y pedacitos de pluma de gallo, cuelgan los anzuelos. También allí los muchachos pescaban, con varales también, y con cestas y pequeñas redes. Chillan los tordos y aletean las palomas antes de desperdigarse en los rastrojos. Sientes el sol que calienta casi con estridencia y una nostalgia profunda te sube hasta la cabeza con la violencia de un vómito. Porque sabes que no estás allí, junto a aquel otro río, en aquel otro lugar de suaves inviernos. Y la nostalgia, como un cuerpo cercano, desprende también calor.

Sin embargo, esta tierra era un mito legendario que aprendiste cuando niño, como todos los demás, y que imaginabas semejante a un paraíso. En los relatos insistentemente repetidos, toda felicidad tenía su asiento aquí; y en aquellas promesas que recibías, formuladas en la sinceridad de una fe inmutable y que venían repitiéndose de generación en generación, no sólo comprendías la lengua, las leyes, los usos y los ritos de un mundo exclusivamente habitado por vosotros, sino también los ríos fertilizadores, las tierras fecundas, las calles bulliciosas. Y nunca se te ocurrió dudar del cielo siempre luminoso y del sol perenne que lo llenaría todo de tibieza.

Esta tierra es hermosa; pero su hermosura te es ajena, y no consigue desvanecer el recuerdo de la otra. Lo piensas con vergüenza y con miedo. Tu nostalgia te pesa como un pecado que, sin embargo, no te atreves a confesar. A veces, hablando con el Abad, has estado a punto de decírselo. Pero hay tanto ánimo en ellos (en los monjes, en los mismos muchachos, en tu propia familia, en la gente toda del poblado) que proclamar tu decepción te parecería casi un sacrilegio, como renegar de algún modo de esa ilusión que, durante tantos años, ha hecho que se mantuviese incólume vuestra identidad diferenciada.

Y, sin embargo, frente a este paisaje casi deshabitado donde las escasas viviendas se pierden entre los árboles, junto a este río que solo flanquea la soledad de las peñas y de los ramajes, añoras la ciudad abigarrada de casas, llena de gentes y de voces, donde todas las luces del día, escurriéndose por los rincones y las plazuelas, parecen darle una vida especialmente adecuada a los hombres y a las mujeres que las recorren, y el río con el puente gigantesco que lo cruza y que parte la ciudad en dos grandes cuerpos blancos, escalonados en una línea infinita de terrazas sucesivas, florecidas en súbitas torres.

Eras un extraño en aquella ciudad y, sin embargo, hoy sabes hasta qué punto aquel extrañamiento era sólo aparente. Mantenías una lengua y un diferente modo de ser público, pero también sabías hablar la lengua suya, también tenías amigos entre ellos e incluso algunos de tus mejores amigos estaban, precisamente, entre ellos mismos. Ibas a nidos y a pescar en su compañía, te reías con ellos y, muy lejos de la hostilidad que se manifestaba entre vuestras comunidades cuando no mediaba ese conocimiento respectivo, individualizado en una cara y una voz concretas, hacías burla con ellos (una burla ambigua, pero secreta) de la hostilidad oficial entre los vuestros.

Cierras los ojos y te parece encontrarte allí: y en esa imaginación hay un sentimiento gozoso que, sin embargo, se amarga en la sospecha de pecado y de traición. Acaso tu pecho esconde un corazón renegado. Y esa nostalgia, que pone en esta mañana de primavera la tibieza recordada y el color de aquellos jardines; que pone en el rumor de este río y de estos gritos el Humor de aquel otro y las palabras, también de juego, dichas con otro sonido en la excitación de otra pescata, esa nostalgia se ve interrumpida por la culpa, que brota en tu sentimiento como un matorral espinoso que quisiese obstaculizar el placentero discurrir de tu recuerdo.

Cierras los ojos y allí está la ciudad, tan blanca. Acaso a esta hora volverías de llevar la comida a tu padre y a tus hermanos. El sol está muy alto, como lo estaba siempre en estos momentos. Cruzarías ya junto al lavadero, y acaso hoy también estará allí la muchachita del pañuelo naranja, colgando las prendas de ropa.

Te la encontrabas muchas veces al pasar, cuando volvías de la cantera. Era muy menuda, morena, con los ojos negros y brillantes. Un día de mucho calor que ella no estaba, te sentaste a descansar unos instantes a la sombra húmeda y fresca de la ropa tendida y el momento (tal era la quietud bajo el esplendor solar) se convirtió en un objeto sólido que, de pronto, retumbaba bajo sus pasos rápidos: y allí estaba ella, acercándose para tender la ropa.

Fue la primera vez que hablasteis. Se echó a reír al oírte pronunciar su lengua, pero no rechazó la conversación. Fuisteis coincidiendo en días sucesivos y, si estaba sola, tú buscabas el acomodo de alguna piedra y te sentabas cercano a ella, pero no demasiado, y cambiabas con ella algunas frases que, día tras día, iban enhebrando una charla que se convertía en la misma por el imperio mágico de la luz, de la hora y del escenario. Y así transcurrió casi un año, sin que nadie se apercibiese de aquella comunicación que se iba entreverando de confidencias.

Suenan limpias las campanas (colgadas todavía del andamio provisional) y abres los ojos otra vez. En lo alto del otero se recortan las figuras del abad y de varios monjes. Se han detenido para rezar, como los hombres y los mozos, y también tú te pones en pie. Pálidos bajo esta luminosidad insólita, en una actitud algo encogida, como respondiendo con el gesto de todo el cuerpo al agobio de un paisaje todavía no del todo familiar (la larga vega, las inmensas masas de chopos cuyas ramas desnudas empiezan a sonrosarse, a verdear), parecen también convalecientes de alguna epidemia que hasta hoy mismo les hubiese mantenido postrados.

Pero en los monjes, como en los demás, no parece haber nostalgia alguna. Haber retornado a esta tierra tan largamente deseada ha colmado todos sus sueños. Quemados los rostros por las celliscas del invierno, dirigen la labor incesante de los hombres que, con sabañones en las orejas y en las manos, cortados los labios del helor y envueltos en las nubes de su aliento, han venido transportando desde las viejas ruinas de la antigua ciudad las columnas, las losas y los cantos, aprovechando todo lo útil para ir levantando poco a poco los grandes muros del nuevo santuario, las paredes del monasterio.

La inclemencia del invierno parecía suscitar en ellos un ánimo duplicado y organizaron la vida comunal en un frenesí constructivo que se encendió como la permanente conmemoración de este retorno a la tierra soñada; aunque, paradójicamente, las palabras del viejo lenguaje, mantenidas tantos años en su pureza por el esfuerzo cotidiano, se vean ahora, precisamente ahora, mezcladas con las de la lengua del país abandonado, en un fluir involuntario.

Terminas de rezar y te encaminas hacia el poblado, apretando el paso. Es la hora de llevarles la comida, y acaso este embeleso tuyo bajo el sol, junto a las aguas del río, te haya retrasado demasiado.

Menuda y delgada, sus ojos tenían un brillo de rescoldo. Cargaba con grandes fardos de ropa sin que su figura pareciese soportar peso alguno. Hablaba muy despacio, como si rezase. Decía cosas de su casa: que su madre tenía malos los ojos, que a su hermano pequeño le había pegado el amo por comerse un pastel del obrador donde trabajaba. Así sus padres, sus hermanos, sonaban en tus oídos con una familiaridad que los hacía verdaderos y cercanos.

Nunca hablasteis de religión y ni siquiera recordabas en su presencia las advertencias pastorales de los peligros que la convivencia con ellos podría traer para vuestra fe.

Al cabo, aquellas charlas breves, clandestinas, convirtieron a la muchacha en otro compañero más, como los del río, un compañero con el que no compartías las violentas aventuras de la caza y de la exploración sino la tranquila construcción de un diálogo largo como un sendero.

La viste por última vez el día antes de vuestra partida. Habíais empezado al amanecer los cantos propiciatorios de un viaje feliz. Trémulas o tonantes, vuestras voces, ese día permitidas, resonaban con fuerza contra los muros del pequeño oratorio. Cuando la misa terminó, casi al mediodía, te escapaste solo, a escondidas, buscando casi sin querer el lavadero. Ella ya estaba allí: acababa de colgar las grandes prendas y empezaba a desparramar sobre los hierbajos, sujetas con piedras, las piezas más pequeñas de ropa. Su figura brillaba bajo el sol. Te acercaste más de lo habitual, pero no decías nada. Ella te miró, te sonreía.

– Me voy -dijiste-. A la tierra de mi gente.

Te quedaste con el brazo alzado unos instantes, señalando al Norte, al otro lado del río. Vuestra conversación eterna del mediodía, que tan bien había precisado los rasgos del vivir diario, el carácter de los parientes, las travesuras de los gatos, las pequeñas novedades, no había alcanzado nunca el tema que era la médula del antiguo antagonismo. Pero ella, sin decir nada, comprendió. Continuó depositando la ropa sobre el suelo, sujetándola con los cantos limpios y pulidos, tantas veces usados para el mismo menester. Al cabo, recogió la gran cesta y se acercó hasta donde tú estabas y dijo, antes de alejarse rápidamente:

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