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En las historias del abuelo, el castro era el colmo de lo vetusto, de lo pretérito. El abuelo aumentaba su tono de confidencia cuando se refería a él.

– Dicen que estuvieron los moros, pero ca. Fueron los antiguos, cuando ni moros ni romanos habían venido por aquí.

Y luego, más sigiloso, hasta transformar el secreto en una súbita risa:

– Lo pone en un libro que tengo yo en casa. Leyendo se aprende mucho, gandules.

La mañana se hace cada vez más oscura y parece que va a llover. Alguien ha excavado al pie de otras piedras, dejando al descubierto un murete que se desmorona. El perro ladra al valle, a las pocas figuras menudas que se mueven entre las casas del pueblo, ajustando también su movimiento a una lógica que, como las casas y las calles, es perfectamente misteriosa.

El recuerdo de Abilio Curto y de sus hijas no ha disipado la preocupación de Lupi.

– Pero el abuelo lo pone bien claro. No nos lo da, nos deja disfrutarlo. Luego, el que venga detrás que arree.

Yo recuerdo vagamente algún tema de Civil: y a aquel ayudante pálido, de gesto como tullido, que nos abrumaba en las clases con su prolija verborrea: sería en quinto, cuando sólo ocasionalmente me acercaba hasta la Facultad (y era para concertar acaso reuniones y citas que nada tenían que ver con lo académico) y entraba en la clase más por un resto de mala conciencia que por otra disposición diferente del ánimo.

No lo sé, sin embargo, merced a la docencia de aquel Mosquera, catedrático hoy y hasta figura política prepotente, sino como perteneciendo a algún acervo cultural difuso, a las conversaciones en la Compañía cuando murió el consuegro de Cutillas, a esos comentarios oídos que van quedando en la memoria como el detritus doméstico en los trasteros.

– Hombre, a mí me parece que no respeta la legítima.

Y sigo contemplando con fruición toda esa mañana construida a mis pies con gentes, habitaciones, caminos, ladridos que responden a los del perro, un autobús que pasa veloz por la carretera llevando en su movimiento una precisión de juguete eléctrico.

Lupi se ha acercado otra vez a mí y continúa mirándome de hito en hito. El abuelo decía que parecíamos Don Quijote y Sancho, y yo asumía automáticamente en mi imaginación el rol del Hidalgo, como si nuestras respectivas vidas (capitalina, estudiantil y acomodada la mía; rural, pastoril y modesta la suya) determinasen fatalmente la diferente cualidad de nuestros espíritus. Sin embargo, llegó el tiempo en que sospeché que acaso el abuelo no lo veía así: porque Lupi era el que urdía las aventuras, el que las capitaneaba, y yo era simplemente su escudero, el bardo que luego las enaltecía a un cierto nivel mítico, cuando el abuelo se interesaba por nuestras correrías o cuando, en los recreos del invierno, contaba a los compañeros del Colegio, envidiosos de saberme gozador de tan dichoso universo, nuestras exploraciones y vicisitudes estivales.

– Pues se va a pleito.

Me sigue mirando fijamente, como responsabilizándome de la aventura legal.

– Tú sabrás de eso -añade luego, ya dubitativo.

He recogido una ramita del suelo y se la he tirado al perro, que la busca con evidente interés, pero sin conseguir identificarla entre la rala vegetación, las piedras grises y el musgo, tan crecido.

– Yo creo que lo que más vale es la casa, ¿verdad? -digo.

Lupi se queda pensando unos instantes.

– Valer, vale todo.

Pero yo repito:

– La casa, eso es lo que vale. A ver si nos dejan quedarnos con ella, por lo menos.

Bajamos ya del castro.

– Para una vez que hereda uno -exclama Lupi.

Inmóvil, recogida, la casa nos espera. Entramos por fin en el amplio zaguán y llega hasta nuestro olfato el olor apetitoso de un guiso. Por la ventana del fondo se divisa la huerta. En la cocina, las formas de Olvido encienden otra vez en mí ese deseo que anoche, de modo tan inesperado, pudo al fin cumplirse. Ella me mira sin que ningún gesto especial delate nuestra intimidad, con la misma mirada sonriente y un poco lejana de los años infantiles:

– ¿No tenéis hambre? Hala, iros sentando, que ahora mismo os pongo la comida.

Nos sentamos. Lleno los vasos mientras Lupi corta unas rebanadas de pan.

– La casa, esto es lo bueno, Lupi. Vamos a ver si nos quedamos con la casa.

Y al decir esto, sentado en aquel lugar de la mesa, el mismo lugar en que se sentaba el abuelo, ya no me considero el visitante que llegó ayer. La cocina me rodea con una familiaridad que cristaliza algo más que el recuerdo entrañable de mis años infantiles. Me parece que siempre estuve aquí, que este es mi lugar verdadero e irremplazable.

Pero Lupi, que lleva un rato sin hablar, se pone bruscamente en pie, con la hogaza en una mano y el cuchillo en la otra. Su rostro está otra vez rojo. Ante la atónita mirada de Olvido, grita con rabia:

– ¡Y nos limpiamos el culo con la voluntad del abuelo!

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