Un caos en que todo coexiste
Un caos en que todo coexiste al mismo tiempo, sin prioridades ni categorías, en que todo tiene el mismo significado.
Algún instante de paz intensísima (los auriculares en los oídos, reclinado en el sillón con los ojos cerrados) me ha facilitado a veces la intuición de ese caos sincrónico, la sospecha de que la realidad es un cúmulo de ensoñaciones superpuestas y entretejidas en que alguna aparenta ser la verdadera, pero sólo por efectos superficialmente físicos, del mismo modo que una luz de color anula los colores iguales a ella y hace resaltar otros, aunque subsistan todos bajo el engaño óptico.
Pero ahora no estoy sentado en ningún sillón, escuchando un cuarteto, porque es evidente el frío que me entumece, es imposible desconocer la molestia de mi herida.
El desvanecimiento pudo desatar en mí unos fantasmas que nunca hubiera sospechado tan vivos: así, Huitzilopochtli, presidiendo la alta pirámide por cuya escalinata corre otro río, aunque éste de sangre; así, los oscuros ancestros cuyas costumbres relataba Estrabón, incansable viajero; así también, los bárbaros avanzando en la noche, como otra noche furiosa llena de incendios; y las lejanas ciudades que, tras exilios y huidas, se llegan a recordar como moradas imprescindibles.
Los fantasmas, unos fantasmas de papel, aprendidos en los libros, se han mezclado con los fantasmas reales, como esa chopera, cuando se decolora: su visión es siempre tan nueva, tan sorprendente, que ahora he podido creer que hasta los ojos míos han cambiado también. De ese modo, la Virgen de la capilla del colegio ha superpuesto su hierático acecho sobre la del recibidor de casa de doña Ambrosia, y la propia doña Ambrosía ha entreverado su mueca de carne sobre las muecas de escayola. Todos los pasillos que he pisado urden también el más complejo de los embaldosados, y las luces que entran desde la calle, por el día, o las que salen a la negrura, por la noche, se entrecruzan para conseguir una nueva iluminación en que lo diurno y lo nocturno se hacen similares, del mismo modo ambiguos, sin tiempo ni hora.
Todo se mezcla con la misma importancia, como en aquellos álbumes de la tía Aurelia en que, sin orden, sin clasificación con arreglo a géneros, ni a especies, ni a materias, de un modo inefablemente natural, se presentaba todo junto: las orugas y sus mariposas; los utensilios mecánicos; los oficios de antaño; las flores de los Alpes; las gallinas ponedoras; los Cristos famosos; los perros de guarda y defensa; las plantas venenosas; las pieles de abrigo: los crustáceos: los faros…
La tía Aurelia me vigilaba mientras yo, doblemente fascinado (aquella vigilancia y la constatación de que el tiempo de contemplar los álbumes era escaso, le daban a mi repaso un sentido sacramental, le hacían peculiarmente valioso) recorría aquellos cromos de colores antiguos e irrepetibles. Aunque también en mi recuerdo la sabiduría de los cromos se amalgama con la académica, y el hermano Benigno, presidiendo nuestra silenciosa ansiedad, dominando con su mirada severa nuestro estático batallón (sentados en los pupitres como en unos caballos petrificados en su huida, sin escape posible), nos va repasando las lecciones y se embarullan los leucocitos, las plaquetas, la polarización, los órganos de la vista, los metaloides, pasando, de ser una simple palabra en un libro, a corporeizarse en grandes carpetas de colores que se desparraman sobre los mismos pupitres, ahora más grandes y grises, mientras la sotana del hermano Benigno se convierte en una gruesa chaqueta de pata de gallo y su rostro liso en el rostro arrugado y amarillento de Cutillas.
Y, frente a los fantasmas de papel y de sueño, los fantasmas reales: ese dolor que, por los vericuetos de la sensibilidad obnubilada, se disfraza de otros dolores, se camufla en otros embelesos, y esos ojos de Lupi, su mano y la mía, el dedo temblón, los bultos de nuestros cuerpos, el gran cabás. Todo se mezcla: las cosas verdaderas y las soñadas. Lo que de veras sucedió, y lo que no se sabe si sucedió, y lo que puede suceder, hasta hacer de todo una sugestión única en que se encienden los brillos de las estrellas de muchos tiempos y de muchos espacios diferentes y los brillos de los cangrejos que suben desde lo hondo para asomar sus ojos fosforescentes; en que el suelo escarchado del invierno está también invadido por millares de sapitos tropicales; en que el viento resuena entre las ramas cargadas de hojas de oro, y su gemido es también el de las campanitas sobre la entrada de la puerta de un bohío.
Los chopos, las ceibas, los robles, los ahuehuetes, todos los árboles son como humildes figuras, fetiches del árbol único, aquel Primer Árbol a cuya sombra estaba el cielo para algunos. La noche, como la imaginación, está llena de caminos, de sendas que cruzan el bosque hiperbóreo, de carreteras blancas que brillan en la negrura cálida. Y hay momentos en que todos tienen la misma presencia, la misma verosimilitud, del mismo modo que hay otros momentos en que algunos son los únicos verdaderos. Los brillos, a veces, parecen provenir de otros focos, parecen reflejarse en sucesivos objetos diferentes.
Quiero desentrañar el sentido de esos cambios, de esas transformaciones, y pienso que se trata simplemente de puras asociaciones que, sin objeto alguno, la propia mente va desenredando. Pero la realidad del dolor físico es una sola: y es de esa de la que no puedo evadirme, tirado sobre el suelo, con un balazo en la espalda. Los ojos, tan inmóviles, de Lupi, están muy cerca de mí. Ellos me sugirieron el recuerdo del caldero de oro, por la similitud de una mirada impasible, de una cabeza resaltando. No hay caballo alguno, ni amanece, ni es de día, ni es otra noche distinta, ni mastican los lobos, ni un niño habla entre sueños. Es preciso que no pierda esta verdad, que no me olvide de ella.
Y, sin embargo, sobre la imagen del narrador del caldero de oro se sobrepone ahora el recuerdo de aquellas figuras del cine nic, dibujadas de modo similar, los muslos ligeramente oblicuos, formando con las piernas un ángulo casi recto, para conseguir la ilusión de la carrera, moviéndose con un vaivén de tijeras, en un pataleo instantáneo hecho de gestos extremos, cuyo violento esquematismo sólo conseguía matizar, aunque muy levemente, un giro lentísimo de la manivela.
Un muñequito del cine nic moviendo como tijerillas sus piernas, en un bosque apenas sugerido por unos árboles hechos de simples líneas enmarañadas, y unas sombras que son manchas negras. Y todo en silencio: aquella armónica que funciona al compás de la manivela (empujando el aire desde un pequeño fuelle a través de las perforaciones que llenaban de misteriosas e irregulares ventanitas la parte ancha de aquellos rollos encerados), ha quedado muda para siempre, como inmóvil el muñeco.
Sí, todo está mezclado, entretejido, como esperando el esfuerzo del desentrañamiento, un esfuerzo imposible, ya que nadie sería capaz de separar todos esos estratos que se imbrican y entrelazan hasta formar un solo y único volumen, con una sola y única medida y transcurriendo en el único instante, un instante eterno, pasado y futuro, al mismo tiempo 'vivo y muerto, siempre vibrante y para siempre inmóvil. O acaso no hay ningún caos y sólo una gran madeja de líneas embrolladas que, sin embargo, tienen todas un sentido, independientes las unas de las otras, aunque para mí exista solamente una correcta, que me sacará del embrollo como en aquellos laberintos y galimatías cuya solución era necesario resolver con la punta del dedo o con un lapicero, para llevar a Jaimito hasta el juguete que le habían dejado los Reyes Magos, o al monigote del salacof , que siempre se parecía al amito Morcillón del TBO, para salir de la jungla en la que acechaban las panteras de peligrosas fauces y las serpientes pitón, en las revistas infantiles.
Como me parece saber también, aunque en este momento me sienta incapaz de recordarlo, el significado e incluso el nombre que formarían, si se ordenasen correctamente, las iniciales del caldero de oro, del mosaico con la medusa, de las baldosas musicales del pasillo de la casa paterna, del nombre borroso de aquella lápida con un caballito y tres árboles; y aquel otro, olvidado, del misterioso antepasado que se fue con Cortés; y del reloj del bisabuelo de mi abuelo; y de su propio guardapolvos.
Pero todo es ensoñación, o no hay ensoñación alguna y soy realmente un hombre que agoniza, un guerrero herido mortalmente, un viejo jinete que ha dado su última cabalgada, alguien que, definitivamente, ya no volverá. Y, sin embargo, las nubes pasan rápidas, como los recuerdos, y a veces brillan detrás las estrellas (las estrellas y no otros brillos, no los fuegos chisporroteantes que pueden significar una conmemoración festiva y jubilosa y también la destrucción y la muerte; no las extrañas luminarias de raros peces o cangrejos que suben a la superficie durante la noche; ni el reverbero de un sol sin celajes sobre los blancos muros, en las callejuelas apretadas, sobre las terrazas, contra las ropas inmóviles, tendidas a secar mientras cruzan el aire mariposas y moscones; no las hojas doradas, en el soto, resplandeciendo mientras las mueve el viento del otoño; no objetos o formas entrevistos en penumbras diferentes que, por un milagro de ubicuidad, coincidiesen delante de mis ojos) y los olores son, indiscutiblemente, los olores del invierno, del río, de la tierra dormida y húmeda, y las sensaciones se corresponden directamente con esos olores y esas visiones de la floresta desolada e invernal.
En cuanto a la voz, es un grito de alto, una advertencia, una amenaza. Bajan por la ladera buscándonos, moviendo a un lado y a otro sus potentes linternas.
He recuperado, por tanto, la conciencia plena de la situación. Tengo que levantarme, despabilar a Lupi. Debemos seguir huyendo, escapando entre lo oscuro. Y así, por fin, mi esfuerzo se resuelve en acción, consigo hablar, decirte Lupi, levántate, corre, me incorporo, me pongo en pie, doy unos pasos, empiezo a correr.
Alguien me empuja, alguien me da en la espalda unos suaves, afectuosos golpecitos, y vuelo, estoy volando, caigo al agua, o no es el agua, sino el espacio helado, infinito, oscuro, floto en el agua, en el espacio. Y veo por fin, tan cercanos, infundiendo en mí una serenidad sin límites, los resplandores dorados del caldero.
(Julio de 1980)