Esta batalla ha durado dos días. Los pueblos de las dos orillas caísteis de improviso sobre un campamento invasor y lograsteis dominar a los guerreros enemigos, pero la inesperada llegada de una columna, en auxilio de los atacados, cambió las tornas de la lucha.
Ya los invasores apenas hacen prisioneros: saben que ningún hombre de las dos orillas puede ser sometido. Los hombres de las dos orillas lucháis con la desesperación de saber que vuestro destino está determinado, que éste es el final de los hombres verdaderos, que vuestra desaparición es inevitable.
Las nubes siguen atravesando veloces el cielo a la luz de la luna, y ves en ellas las nubes de los cielos en días hermosos, en días gloriosos.
El cielo es también un enorme río, un río profundísimo, eterno. Acaso las nubes serán guerreros alguna vez, porque las almas no perecen y, cuando atraviesan la laguna del olvido y llegan a los confines de la tierra, les espera otra reencarnación, incorporarse de nuevo al ciclo de la vida, que fluye continuamente, como un manantial, como las fuentes cuyo cauce es el musgo ancestral, como la fuente de las fuentes donde esa jana benéfica que ha reído siempre por la felicidad de los hombres verdaderos acaso llore ahora, sin duda llorará mientras teje el hilo sutil de vuestra adversidad.