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La sinfonía habría terminado

La sinfonía habría terminado y tú permanecerías inmóvil sobre la cama, con los ojos cerrados y los brazos tras la cabeza, sintiendo vibrar aún en los auriculares y en los oídos el eco del último compás del allegro vivace .

Y, sin embargo, esa ansiedad tuya entre lo oscuro y el frío tiene un signo muy diferente de tal sosiego, aunque sea otro aspecto más de una misteriosa y plural simultaneidad.

No estás tumbado, sino sentado: te quedaste dormido, con la cabeza sobre los brazos cruzados, apoyados en la mesa, cuando escribías. La luz de la lámpara chisporrotea. Miras a tu alrededor las sombras, que parecen tener mayor densidad en la casa sin habitantes. La luz oscila y los mosaicos del pavimento, las figuras y leyendas en que el sueño y la muerte son conjurados con idéntica esperanza de dulzura, transfiguran sus nudos, sus lazos, sus imágenes marinas y sus letras, para convenirse en cuerpecillos confusos a los que parecería animar un simulacro de vida.

Sentado, con la lucerna en un extremo de la mesa, escribes. Escribo. Todos se fueron ya. Todos menos tú. Una pereza incongruente se ha apoderado de ti desde la partida de los demás, en el ya casi olvidado mediodía. Comiste solo, sentado en el sillón de piedra del jardín, contemplando con inusitado interés esa ciudad pintada en el muro, llena de templos y de cúpulas, que interpone su simulada perspectiva ante el paisaje real, pero invisible desde ese punto por culpa del propio muro, de las alamedas, el río y el monte lejano. Luego, mientras el siervo retiraba los restos de la comida, te quedaste dormitando al sol suave, en la inercia de un entresueño que no consiguió, sin embargo, hacerte olvidar el designio de tu permanencia en la casa solitaria. Por fin, cuando ya el sol iba declinando (el siervo estaba cada vez más inquieto y se acercó varias veces a importunarte) te levantaste, ordenándole una labor que le mantuviese entretenido mientras cumplías tu misión.

Habías elegido cuidadosamente el lugar del escondrijo, pero te decidiste súbitamente por otro diferente: un rincón en el cobertizo de las cuadras, también vacías. Allí cavaste con torpeza y lentitud, evitando los agobios, sintiendo en tus manos el daño de la desusada labor. Al fin, conseguiste un hueco suficiente, que volviste a cubrir tras ocultar el bulto, percibiendo con extrañeza el tacto de la tierra, un tacto que te devolvía a tu niñez.

Volviste a la sala. Las sombras de la tarde se iban apoderando de todo y tú atravesabas las estancias vacías sintiendo la casa de un modo diferente al habitual, ya no como un habitáculo, sino con una desoladora intuición de mausoleo, como si los viejos muros, por virtud de esta silenciosa soledad, se hubiesen constituido en el definitivo cobijo de tus despojos, un cobijo del que ya fuese imposible salir y en el que reposarían también, invisibles y mudos, todos los despojos de tus padres y de tus abuelos, de tus nietos y de tus hijos, de todos tus antecesores y de todos tus descendientes.

Volviste a la sala, preparaste el pergamino y te sentaste delante de la mesa, para escribir las señas del escondrijo. Pero luego, la escritura en la penumbra (una penumbra que, al cabo, te hizo llamar de nuevo al siervo para que encendiese las lámparas) te sumergió en un tiempo denso y dilatado donde las confidencias y las confesiones buscaban su madriguera. Así tu mensaje se fue entreverando con otras referencias: y, consciente, sin embargo, de que el transcurso de las horas hacía cada vez más aventurado el futuro del mensaje (un futuro que, teniendo su escenario en la lejana metrópoli, contaba con la adversidad cada vez mayor del tiempo y del espacio), ibas aludiendo a otros misterios, unos misterios que tú mismo conocías solamente de forma ya muy parcial e incompleta, de tal modo la antigüedad había amontonado sus musgos y sus manchas sobre la verdad desnuda de las noticias.

La pluma crepitaba sobre el pergamino como una melodía entre la áspera quietud. Rememorabas el tiempo primero de la llegada de los vuestros, cuando aquellas guerras que son ya fábula y cuyo fin fue el principio mismo de la era.

Rememorabas también las narraciones familiares sobre el asentamiento en estos lugares, el entronque con el linaje indígena, los orígenes también remotos de este edificio venerable.

Lejanos invasores, conquistadores insoslayables, erais ahora vosotros los invadidos, los conquistados. Vuestra presencia cerraba su círculo como la decoración de un vaso: con imágenes que son las mismas de los inicios (así también el relieve alrededor del vetusto y sagrado caldero) y otros bárbaros recuperaban las tierras bárbaras que un día conquistasteis, en una aventura ya tan antigua que está entretejida hasta en el mismo cañamazo de los cuentos infantiles.

Y levantas ahora la cabeza: escribías, y luego quedaste un rato reposando con ella sobre los brazos, hasta dormirte. Pero un ruido en la puerta te sobresalta. Es el siervo, que sostiene en la mano otra lamparilla de barro y que te mira con ojos de temor. Es tarde, ya noche, acaso madrugada. Alzas el brazo en gesto de repulsa y el hombre se aleja hacia el atrio, con pasos que resuenan como golpes. Te frotas las manos, intentando desentumecerlas. Relees tu misiva y mojas de nuevo la pluma en el tintero. Poco más tienes que escribir. Has dado ya las señas de vuestro origen y has indicado el lugar del tesoro oculto, como si con ello cumplieses un deber que no acabas de comprender: porque la metrópoli está muy lejos, y acaso el mensaje, en esta edad caótica en que naufragan todas las noticias y las comunicaciones se pierden en confusos remolinos, no consiga llegar jamás a su destino. Escribes el último saludo, rubricas en complicado garabato. Quizá tampoco el destinatario se encuentre en el lugar supuesto. Acaso también él, tu primogénito, se halle ahora aislado y perdido en alguna otra Provincia amenazada o invadida. Y suena en el silencio un ladrido, sobre el que restalla un relincho, un repicar de cascos.

El galope se aleja. Dejas la pluma y te levantas, dirigiéndote al exterior. En la noche se hincha el reverbero premonitorio de una luna todavía invisible. Llamas al siervo, con voz fuerte, pero sabes que ha huido llevándose la montura. Una presencia inmediata te asusta de pronto, pero se trata sólo del viejo mastín, que te moja de baba el dorso de una mano.

En la negrura indescifrable de la lejanía fulguran tres enormes incendios. Sin duda los bárbaros recorren impunemente la comarca. Desde aquí fuera contemplas la silueta de la casa y de los muros del jardín, sobre los que se alzan las copas de los árboles. De la lamparilla, ahora colocada en el suelo del vestíbulo, fluye una luz débil que tiembla en las columnas y en las vigas del atrio, en los bordes marmóreos del impluvio.

Acaso en la noche del próximo día la casa desaparezca en un gran incendio y, cuando llegue el alba, quede sólo su masa derrumbada e informe, las tejas rotas entre las vigas carbonizadas, los mosaicos cubiertos por un océano de cenizas y cascotes, finalizando de ese modo un período que, mucho más dilatado que el recuerdo familiar, no puede sin embargo ser infinito. Acaso ya el incendio y la destrucción sucedieron y ahora tú eres solamente un espectro que, recorriendo el obligado escenario de sus nocturnas caminatas, sueña el reflejo de una realidad ya para siempre derruida.

Y cuando el tiempo prevalezca a su vez sobre el incendio y la destrucción, acaso los conquistadores levanten su habitación en el lugar de estos escombros, enciendan su hogar en el espacio que ahora ocupa esta sala, busquen entre tus herederos el injerto de su raza, establezcan sus cultos y sus normas en la confianza de un futuro sin límites que sólo al cumplirse mostrará su médula, mortal y perecedera: pues otros invasores, venidos acaso del Sur y no del Norte, con los ojos llenos de otros paisajes, con distintos dioses en el corazón y armas diferentes en sus manos, están esperando quizá el momento de nacer y de crecer, como debajo de los matorrales enmarañados espera también asomar su lisa superficie, tan clara en la noche, el camino que debe conducirlos hasta aquí.

Con una lentitud y un silencio de espectro, has recogido la lámpara y, atravesando las oscuras estancias de la casa vacía, has salido al jardín, que exhala una humedad agresiva como el aliento frío de una bestia del Tártaro. Te has acercado hasta el muro final del jardín y te sientas en el sillón, tan frío también.

Arrebujado en el manto como una doncella miedosa, te quedas totalmente quieto, mirando los destellos vacilantes de la lámpara que se proyectan sobre la ciudad pintada en la pared, esa ciudad que, a través de los años, mantiene la misma pureza de líneas y de colores que trazó originariamente el artista y que tú viste elaborar de niño, con una expectación llena de gozo, entre el aroma de las flores y el chillido de las golondrinas. En la escasa iluminación, la ciudad parece entendida también en el pavoroso relumbre de los incendios. Ella ha sido siempre la imagen de la Ciudad por antonomasia, del origen lejano que era seña inicial de vuestro propio reconocimiento. Junto a ella, la llama del aceite alumbra también las aristas del pequeño altar en forma de vivienda posado sobre la alta y desgastada piedra de mármol. Las figuras de las jóvenes imágenes no han conseguido desplazar todavía las pequeñas imágenes borrosas de los viejos lares, que permanecen al fondo como pequeñas piedras verticales, indescifrables para quien no las conozca. En el ara, la leyenda también borrosa mantiene la invocación perfilada minuciosamente por los buriles del cantero y que, en el mismo tiempo de rapaz, cuando aprendías las letras y los números, admirabas por su precisa perfección.

El perro se ha inclinado al borde de la piscina y bebe con grandes lametones el agua invernal, donde ahora pululan las oscuras algas, ese agua que, tras la limpieza de primavera, era el cristalino remanso de tantos juegos alegres, durante los meses cálidos. Los lametones del perro no tienen, sin embargo, ningún eco doméstico. Suenan a una avidez de solitario, a una sed que se proclama en el abandono, como una protesta. De pronto, el perro levanta el hocico y vuelve la cabeza, gruñendo, intuyendo la presencia que se acerca, aunque tú no puedas adivinarla todavía.

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