Esos ojos tuyos son ya muy viejos
Esos ojos tuyos son ya muy viejos y, a veces, disfrazan la realidad, ponen unos colores donde debe haber otros, nubes donde hay humo, nieve donde hay centeno, caminos donde árboles. Pero hoy ves claramente la vega, tan extensa, perdiéndose en la lejanía.
Hace sol, sin duda hace sol, estás tirado bajo el sol sin sentir ningún dolor, recibiendo el sol en la cara, en las manos. Tu caballo ramonea un poco más allá, tranquilo. El sol brilla intensamente, pero la mañana es fría y el aliento tiene atisbos de corporeidad: una nubecilla tenue en los belfos de tu caballo, otra igual de sutil en tus narices.
Y contemplas los chopos innumerables llenos de esas hojas doradas que hoy tus ojos te dejan ver con tanta claridad, disfrutando de nuevo de su contemplación como si fuese la primera visión, aquella de la vega en tu primer otoño, enorme ante tus ojos, amarilla, las masas arbóreas como altos muros, como murallas que defendiesen algún mundo invisible mientras la diligencia les iba dejando atrás sucesivamente y aparecían nuevos árboles, nuevos muros de árboles llenos de hojas doradas que iban sucediéndose y desapareciendo.
Acaso esta imagen sea la más insólita de cuantas han visto tus ojos, precisamente porque en ningún rincón de tus recuerdos de niñez, de tus recuerdos de primera mocedad, quedan imágenes similares: el paisaje de tus primeros años es el paisaje cálido y verde que permanece inalterable, que sólo matizan el sol, la lluvia, el vendaval, sin que los colores del follaje sufran variaciones en su sustancia. Recibes por lo tanto todos los años, con el mismo arrobo primerizo, la visión de la chopera interminable cuando sus árboles se vuelven dorados.
Esta belleza del otoño terminará un día, con los fríos encrespados y los vientos súbitos que desparramarán el oro, lo dispersarán por el suelo, dejando los sotos erizados de desnudez. Luego, el oro del suelo se irá apagando también, se irá ennegreciendo hasta confundirse con la tierra, y será ya todo invierno, con sus días cortos y fúnebres.
Eres ávido observador de este paisaje. Tan distinto del de tus años iniciales, te lo recuerda sin embargo con particular intensidad, precisamente por haber sido el que te dio la señal de tu llegada a este país que, tantos años más tarde, te encuentras muchas veces contemplando sin familiaridad todavía, con extrañeza, como si lo estuvieses conociendo por primera vez.
Ahora atraviesa la vega la diligencia, único elemento móvil entre tanta quietud, y tú, viéndola avanzar por el camino tan rápida, diminuta como un juguete, te sientes casi viajero en ella, como el día en que regresabas a la tierra de tu antepasado, también entre el oro otoñal, hace tantos años.
En tu larga vida has olvidado muchas cosas, pero no precisamente las de los años jóvenes: a veces te sorprende ver claramente, por unos segundos, entre las brumas de tus ojos viejos, a tu padre sobre el caballo, acercándose a la portalada, un aire solemne en su rostro, resaltando lo brillante de las botas sobre lo sobrio y hasta humilde de las ropas, o a tu madre reclinada en alguna labor, tejiendo o preparando las tortillas.
Los varones habíais mantenido el Don en la memoria del poblado; de otro modo, acaso nadie os hubiera distinguido de los demás indios, excepto por los restos carcomidos de la vivienda que habitabais y por aquella decidida inclinación familiar a usar un atuendo vagamente español en que los zapatos, aprovechados a veces por más de una generación, eran el único signo inequívoco de la diferencia.
Todavía teníais siervos, aunque la relación con ellos estaba muy determinada por la humildad de los señores. También, abandonando la apostasía original que fuera concausa del linaje, habíais vuelto al seno de la Santa Madre Iglesia: ocupabais un lugar cercano al presbiterio y no dejabais de asistir a ninguna ceremonia.
Fue precisamente un fraile regular el enardecido instigador de tu regreso al solar español. Empezabais entonces la época de mejora económica, como consecuencia de la venta de terrenos, en aquel tiempo del mercado multitudinario y el gran tráfico y el auge de los almacenes portuarios, cuando las llegadas de la flota convertían la ciudad en un inmenso trajín de hombres y mercaderías.
Vuestro bienestar no había cambiado las costumbres familiares. Ni siquiera buscasteis homogeneizar el crecimiento de la vieja casa, que había llegado a ser una multiforme acumulación de construcciones, muy diversas en su factura, improvisadas según iban planteándose las necesidades de las generaciones sucesivas, y donde el barro, la palma, la piedra labrada, el ladrillo y la madera conformaban una estructura sincopada, casi laberíntica.
No hubiera sido afortunado, por otra parte, intentar trasladarse más cerca del centro de la ciudad, a alguna de las calles aledañas a la del Corregidor; puesto que, aunque nadie podía dudar de aquellos orígenes, incluso míticos, de vuestro linaje, las familias de la ciudad preferían, en su convivencia, una mayor blancura de tez.
Sin embargo, esto no parecía tener importancia alguna para el fraile. Así, del mismo modo que consiguió que tu hermano mayor se hiciese con los conocimientos y los diplomas necesarios para participar con éxito en los tratos de Veracruz, convenció a vuestro padre de que tú, el hijo segundo, harías un buen fraile, especulando con los eventuales destinos jerárquicos que podía depararte tal profesión, por lo demás pura y sagrada como ninguna.
En un retorno de la flota, te embarcaste rumbo a España. Después de tantos años frente al mar, lo surcabas por primera vez sobre un navío grande, aprendías a temerle como le temen los marinos, te mareabas hasta ese punto en que la conciencia percibe en todas las impresiones un tacto viscoso que todo lo desorienta y sólo deseas dormir, esperando quizá un olvido más radical.
En aquella situación, entre bascas y bilis, fuiste rumiando el pasado, tan cercano todavía, hasta juzgarlo una fábula, un imposible. En aquella permanente movilidad, en aquel balanceo implacable saturado de olores acres, picantes, de vaharadas turbias que se arrojaban sobre ti desde las lejanas bodegas, llegaste a creer que carecías de pasado, que no venías de ninguna parte, que eras alguien solamente para este presente abominable o para un futuro todavía impreciso, aunque muy levemente perfilado, no rechazado todavía como imposible. Y aquella sombra de futuro te sugería una vida siempre igual, bajo mantos similares a los del fraile, una vida por lo menos exenta de aquellos olores a rancias salazones, a brea, una vida sin mareos de ninguna clase, sobre el suelo firme, alternando las caminatas para atender a la feligresía con las misas, los rosarios, los oficios, las conmemoraciones y las pascuas.
Así, después de varios días, habías asumido con absoluta resignación la separación de la madre, del padre, de los hermanos y de los amigos. En las treguas que el mareo te concedía, repasabas los Evangelios con furiosa obstinación, hasta que te los aprendiste de memoria, y aún más, hasta saberlos de tal modo que las anécdotas perdieron su sentido, porque sobre ellas prevalecía la propia forma de las palabras. Y las palabras quedaron grabadas en tu mente como muescas que eras capaz de traducir, de interpretar automáticamente, pero que ya no tenían significado alguno.
Cuando el barco ancló definitivamente (la tierra de tu antepasado era solamente bruma y lluvia, más allá del agua oscura y de los muelles tenebrosos y húmedos) tu única emoción era la sensación de estar soñándolo todo: la travesía, el mundo que te esperaba (y que, como un complemento rutinario de aquella vestidura imaginada, los hábitos de fraile, te parecía también en gran parte sabido de memoria), tu origen familiar, Nueva España. Sin duda el persistente mareo, resuelto en incontables vómitos y perenne debilidad, velaba el correcto aprehender de tus sentidos.
Aquel destino tuyo, que para toda la familia resultó en principio indescifrable, tenía un sentido evidente para el fraile. Su vinculación a todos vosotros se hizo más profunda, y convirtió en rutina casi cotidiana las iniciales visitas, cuando leyó los memoriales y las escrituras del antepasado español, aquellos pergaminos y papeles ya tan oscuros de puro viejos que el padre conservaba envueltos en los paños de los dibujos maravillosos, en aquellas telas donde, con colores y trazos que parecían recién pintados, el artista había puesto extrañas figuras de guerreros, defensores e invasores, indios y españoles, agrupadas o distribuidas de forma también rara, entre cuadrados y redondeles.
El fraile estuvo revisando aquello sentado junto a la noria, sobre una gran piedra de las viejas ruinas, y parecía como absorto en alguna oración mientras repasaba los viejos documentos, hasta que el sol se puso. Volvió al día siguiente, y al otro, hasta que logró comprender los documentos en su totalidad. Se hizo desde entonces familiar a la casa. Cuando estaba el padre, conversaba con él; si no, rezaba el rosario con las mujeres, o se quedaba leyendo sus oraciones, sentado junto a la noria.
En aquellos memoriales, el fraile había encontrado al parecer algo propio: el relato de su tierra original y de sus gentes.
Con los ojos perdidos, en los labios una mueca semejante a un resoplido, sin acabar de comer su taco, el fraile contaba que el había nacido en el mismo pueblo que vuestro antepasado del otro lado del mar, allá en la lejana metrópoli, y señalaba al punto por donde el sol nacía, en algún país cuyos datos de identidad estaban señalados por un gran río en el que vertían otros ríos límpidos y poderosos, en un espacio entre enormes montañas blancas y ondulados oteros. El fraile tenía incluso vuestro apellido entre los suyos, y aquel paisanaje parecía resultarle, quién sabe por qué, especialmente significativo.
Se quedaba mirándote largo tiempo, con expresión de gran curiosidad, mientras tú estudiabas; te palmeaba sin razón aparente las espaldas, con manotazos sin embargo cordiales; te animaba con especial ahínco cuando coronabas los esfuerzos de alguna irreductible declinación.
Solía referirse a su pueblo, el mismo de tus orígenes españoles, sintetizando en unas frases, con satisfacción siempre renovada, el objetivo principal que parecía cumplir, para él, aquel destino a que te empujaba:
– Indio hasta la raíz del pelo: menuda cara pondrá esa gente cuando vea un fraile así, pero de su linaje.
E, indefectiblemente, soltaba una gran risa.