Es el tiempo correcto, tan lejos de aquellas cenas de la infancia: la pobre mamá estará en la cama, con sus achaques; Marcelo estará en Oviedo; Dorita seguirá en Londres, casada con aquel pintoresco vendedor que narraba la Leyenda Negra con indescifrable ingenuidad, aquella vez que fui a verles, precisamente en Navidades, y comprendí hasta qué punto resulta imprevisible el futuro de quienes más cercanos son para uno. Ahí está Alfonso, también médico ya, apoyando a papá con gestos de cabeza, y la abuelita, tan sorda, y papá con su bigotillo ya del todo blanco, pero todavía apasionado, furibundo, cortando con su índice ese aire que los demás respiran.
No es de Dora de quien hablan, sino de mí. Ahora me miran los tres y lo comprendo. Me contemplan ellos a mí desde el otro lado del cristal y ahora la penumbra del patio, en lugar de cobijarme, me desampara. Y la noche no es un manto difuso que me arropa, sino una negrura hostil que me deja aún más desnudo.
La sensación de sus miradas palpándome hace que imagine que sus rostros cambian de tamaño, que se hacen grandes, que se deforman hasta adquirir rasgos de máscaras: severa la de papá, impasible la de Alfonso, extrañamente burlona la de la abuela.
Ya no floto suavemente sobre la penumbra, sino que la gravedad, una gravedad insidiosa, especialmente recrudecida en este caso, me quiere arrastrar hacia el suelo del patio, un lugar que ya no es remanso de placidez alguna sino que está lleno de cachivaches, cascos de botella, trastos inútiles. Y mientras los ojos desorbitados de los tres me contemplan, intento volar otra vez, suelto las manos del alféizar y extiendo los brazos, los muevo como si fuesen alas, pero apenas consigo separarme unos centímetros: sólo un esfuerzo descomunal conseguirá que pueda elevarme, que cruce otra vez por encima del tejado (pero respirando con verdadero ahogo, a punto continuamente de perder el aliento) y que intente el camino de vuelta, sobrevolando primero los tejados, rozando casi las tejas, cayendo luego por entre las calles como despeñándome entre precipicios, perdiendo altura, hasta que el asfalto apenas se separa de mi rostro medio metro.
Yo intento subir, pero es imposible: retumban como cañonazos los pasos de los transeúntes nocherniegos. De pronto, llaman a la puerta y suena la voz, a estas horas desdentada, de doña Ambrosia.
– Su hermano le llama, su hermano -dice.
Me levanto. Son las nueve menos diez de la mañana y hay en la pensión un olor a noche y a sueño, un olor que se acumula tras las cortinas que dan al recibidor, justo al lado de la mesita del teléfono.
Aún estoy absorto en las sensaciones del vuelo. Soy feliz, simplemente por saber que ese vuelo no es cierto, que estoy de pie sobre el suelo firme, que noto en los pies la frescura lisa de la madera encerada.
– Ya sé que hoy no trabajas -dice Alfonso-. Pero ya no te iba a poder llamar hasta mediodía.
Yo musito alguna frase de comprensión. Todavía el Alfonso de mi sueño está presente en mi recuerdo y coincide con este mismo Alfonso, poco amigo de estridencias, monocorde, barnizando siempre sus gestos de un sutil desapego.
– Mira -añade-, hablé del asunto con papá, anoche.
Entonces sí que no digo nada. Espero atento sus palabras, las acepto con paradójica fatalidad. El continúa:
– Mira, papá dice que no, claro. Que la casa es de la familia, que eso es una farsa.
A pesar de todo, yo no abro la boca. Tampoco él debe esperar que lo haga, porque prosigue.
– Es muy desagradable, pero iremos a pleito. El está muy enfadado. Fíjate que esta madrugada, serían las seis y media, llamó por teléfono al tío Lucas.
Entre los olores viejos del dormir común se interfiere un olor joven a café y yo lo aspiro como si fuese un oxígeno singular que viniese a salvarme de la asfixia.
– Alfonso -le digo-, me vais a tener que echar de allí. Díselo de mi parte.
El guarda también silencio, un silencio que no trasparenta decepción alguna, aunque luego crispa un poco la voz.
– Ya -dice-; pero por qué tanto lío, qué te pasa, qué quieres.
Yo no contesto.
– Adiós -dice por fin, y cuelga.
Efectivamente, ya no vuelo. Siento frío en los pies. Cuando vuelvo a mi habitación, me tropiezo con doña Ambrosia.
– Mucho madrugaron a llamarle.
– Me voy a ir de la pensión -le digo.
Ella se acerca con rapidez insospechada, acerca a mi rostro el suyo. Huelo su aliento, en el que el café con leche ha dejado un aroma agrio.
– ¿Ha pasado algo? ¿Alguna desgracia?
– Se ha muerto mi abuelo -digo, por decir algo. Ella se queda inmóvil, estatuaria.
– Jesús. ¿El otro?
Comprendo, aunque tarde, la causa de su confusión. -Sí, doña Ambrosia, ya me he quedado sin abuelos. Ella me estrecha la mano solemnemente. Me acompaña en el sentimiento.
– ¿Y cuándo va a dejar la habitación?
– Esta misma semana. Siento no haberla avisado antes, pero ya ve usted.
No contesta y se pierde camino del corazón de su imperio, ese cuartín junto a la cocina en que mantiene vivo el escenario de la pensión antes de estas modernidades que la han convertido en Residencia.