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Me he imaginado a la muchacha gimiendo

Me he imaginado a la muchacha gimiendo, con un quejido como de gato, tirada también en lo oscuro.

La esperábamos aquel día y la contemplamos mientras se acercaba, pedaleando en la bici. La vuelvo a ver envuelta en el reverbero del sol, entre las sombras de la calle, aquellas sombras pegadas a las fachadas como largos telones negros, y en aquel contraste con la luminosidad del mediodía comprendo ahora una clara señal premonitoria: ella significaba también un anuncio, un mensaje, brillante su vestido entre las sombras densas y verticales, resaltando entre la intensa claridad de su cuerpo su faz y sus manos oscuras.

Hay un hilo sutil que enlaza aquella imagen de la muchacha acercándose a nosotros sobre la bicicleta, como un augurio, con ella misma gimiendo, caída en la noche, y con nosotros mismos aquí, desplomados en la oscuridad.

Era grande, llevaba unos pantalones de pana, una cazadora de cuero artificial y una gran boina sobre los cabellos rizados.

Yo estaba sentado al sol, junto a la portalada, y Lupi trasteaba con unas piezas. Se saludaron. Yo cerré el libro, lo dejé sobre el poyo y me acerqué a ellos. La muchacha preguntaba si la avería había sido muy complicada.

– Según y cómo -dijo Lupi, mirándola con intención.

Ella quería saber qué había sido exactamente. Lupi rodeó la furgoneta y abrió las portezuelas.

– Estuve buscando las herramientas del coche, revolviendo aquí un poco.

(***) [1]

dirigía la palabra, pero lo observaba con una atención peculiar.

Yo era testigo de aquellas miradas largas, detenidas, cuando al terminar la comida tomaba la abuela el rosario entre las manos y lo iba desgranando, y el abuelo liaba y encendía un cigarro y, tras levantarse, lo fumaba en un lento paseo bajo los frutales; a veces, llegaba hasta alguna de las puertas y se perdía unos instantes en el interior de otras estancias (el lavadero, la cuadra, el cuartín del pozo) y entonces mi abuela parecía agudizar su atención, quedaba como en suspenso en sus rezos y alzaba imperceptiblemente la cabeza, fijos los ojos en el punto por el que el abuelo había desaparecido.

El abuelo, ahora, dedicaba un gran interés a la parte posterior de la huerta, donde había plantado habas verdes, pimientos, cebollas, tomates, y muchas veces pasaba allí largos ratos regando, mientras la abuela, cosiendo dentro de la tienda (pero no junto a la ventana que daba a la calle, sino arrimada a la que se abría a la huerta), le seguía con la mirada.

Entonces, la abuela y Trini se entregaban a largos cuchicheos. A veces les sorprendí rememorando con indudable costumbre algún suceso del invierno pasado en el que estaba implicado el nombre de Olvido y el de un mozo que, al parecer, estuvo trabajando para la casa, pero que había sido despedido de modo fulminante.

Algunos días en que Lupi debía ayudar a los suyos en las faenas campesinas, yo solía acompañarle. Sobre todas, mi labor preferida era la de la trilla, sentado en el trillo con una vieja pala entre las manos, prevenida para recoger las boñigas de las vacas si por casualidad se producían. Otros días me quedaba en casa: había descubierto un visor de fotos estereoscópicas donde había vistas de lugares exóticos y famosos y de mujeres vestidas con extrañas ropas que, en posturas petrificadas, estáticas, como de danza o de descanso lánguido, parecían aún más singulares por el tono morado de los cuerpos, de los ropajes y de los cojines.

La visión de las estereoscopias en el silencio sombrío de la sala me sumía en un sopor muy propio de la hora. Los abuelos hacían un breve reposo y toda la casa, el pueblo todo, se mantenía en el silencio en esas primeras horas de la tarde.

Eran aquellos momentos propicios a especiales libertades: bajar primero a la tienda a por aceitunas (pese a lo reciente de la comida, una gula especial me empujaba hacia aquel barrilito situado en lo más profundo del lado interior del mostrador; allí, desdeñando el cacillo de madera, atrapaba un buen puñado, hundiendo la mano y el brazo en aquella nata espesa, de sabor salado, que flotaba sobre la salmuera) para explorar después, mientras iba chupando y comiendo lentamente las aceitunas, aquella casa que parecía dormitar, recorriendo las distintas estancias, de la cocina a la sala, de la tienda al pajar, del corral a la huerta.

Aquella tarde, cuando bajé a la tienda (las rendijas de la ventana que daba a la calle proyectaban en el techo, invertidas, las curiosas figuras de un perro, de un insólito transeúnte), la trampa que servía de acceso al almacén del sótano estaba levantada.

Mi abuelo había establecido dos rigurosas prohibiciones: subir al desván y levantar la trampa del suelo de la tienda. En aquella ocasión, facilitado el acceso de tal modo, mi decisión se formuló instantáneamente. Me metí las aceitunas en los bolsillos y, sigiloso, aceptando aquella humedad pegajosa en mis muslos como el tributo de mi osadía, descendí por los peldaños de madera que, carentes de contrahuella, sugerían de modo emocionante la inmersión en la penumbra de la bodega de algún navío, tal vez pirata, preñada de todos los misterios.

Una vez abajo, unos sonidos me sorprendieron: unos sonidos como de voces dichas en voz baja, como de sacos movidos. Desde detrás de la escalera, a través de sus espacios diáfanos, escruté con animosa curiosidad en todas las direcciones. Localizado el lugar del sonido, me aupé sobre un cajón y pude contemplar, con un estupor que se iba convirtiendo paulatinamente en vergüenza, a los causantes de los ruidos.

Mi abuelo y Olvido estaban allí, reclinados sobre unos bultos. Relucían en la penumbra la garganta y los senos de la muchacha, y mi abuelo hundía su rostro en ellos, pasaba por ellos sus manos, las bajaba luego para introducirlas bajo las faldas de la chica. Ambos musitaban palabras casi inaudibles, frases en tono de jaculatoria. Mi abuelo forcejeaba con sus ropas más ocultas, apretaba su cuerpo al de ella con ademanes frenéticos, inusuales en su habitual mesura de gestos. Yo, que no comprendía nada al principio, supe luego de qué se trataba. Las historias fabulosas, oídas en la clandestinidad colegial, sobre las intimidades carnales de hombres y mujeres, tenían allí un ejemplo preciso e inmediato.

De pronto fui consciente de otra presencia, de una respiración muy cercana, de un olor peculiar que parecía caerme encima como una lluvia fina y lenta. Moví la cabeza y descubrí entonces a Trini en la parte superior de la escalera, violentamente agachada, contemplando también la escena, su rostro inmóvil recordándome por un momento las máscaras crispadas de alguna caseta de los caballitos, posadas sus manos largas y flacas en el primer escalón, un par de palmos por encima de mí, a mi derecha.

Les miraba con avidez y respiraba con agitación; su gesto era sin duda de sorpresa, pero parecía sonreír. Ante un movimiento más rápido por parte del abuelo y de Olvido, se dio la vuelta y salió corriendo: sus pasos retumbaron en el techo con eco clarísimo, y mi abuelo se alzó de pronto y miró hacia la trampa y hacia el tragaluz que se abría al ras de la calle. Había recuperado sus ademanes mesurados y musitó unas palabras que escuché claramente en el silencio:

– Vámonos. Te veré por la noche. Vete al pajar, cuando hayas ordeñado.

Yo retrocedí lo más posible, hasta disimular entre los bultos de la pared mi cuerpo, y les vi subir los escalones. Primero el abuelo, rápido, pisando con las puntas de las botas. Luego Olvido, más lentamente, dejando brillar entre las maderas el blanco resplandor de sus piernas. Cerraron la trampilla y la oscuridad se cerró también sobre mí. Pero mientras el resplandor del tragaluz conquistaba el terreno abandonado por la luz de la trampa, la imagen del cuerpo entrevisto de Olvido persistía en mi imaginación igual que una fotografía.

Aquella noche yo estaba inquieto. Además no refrescó y se mantenía el calor, un calor insólito que había caído sobre la jornada como un fardo, desplazando con su pesadez la posibilidad de cualquier brisa mínima. Me asomé a la ventana y contemplé la huerta inmóvil. Brotaba allí un estrepitoso manantial sonoro, en el que proclamaban su existencia los grillos, las cigarras, los sapos. Pero todos los ruidos se unían en una curiosa armonía, y resonaban con un eco que les hacía solemnes y totales, como si en lugar de brotar en la huerta, en los alrededores familiares, proviniesen del espacio, de los mismos confines de la noche.

En la habitación de los abuelos había, sin embargo, otros sonidos, carentes de esta solemnidad serena: unos murmullos crispados, palabras violentamente masculladas, acaso lloros, sollozos.

El eco de sus voces sonó todavía durante mucho rato, porque creo que me dormí escuchándolas, en un sueño infeliz en el que se mezclaban las desnudeces de Olvido y la premonición de alguna congoja desconocida cuya simple suposición la rodeaba de un horror indescriptible

Me imagino que luego el verano iría transcurriendo de acuerdo con lo habitual: baños en el río, caminatas por el -monte, exploraciones de prados y bosques. Ignoro cuánto tiempo más, pero tengo el recuerdo preciso del día en que vinieron mis padres.

Aquella tarde, Lupi y yo estábamos en el castro (debía ser ya fines del verano, porque estaban madurando las primeras moras) cuando vimos la masa cuadrada y negra de un automóvil que se internaba en el pueblo y recorría las curvas y las cuestas de las calles hasta desaparecer detrás de la casa del abuelo. Entonces eran muy escasos los autos y la entrada de uno de ellos en el pueblo tenía siempre significado de novedad. Por eso bajamos y, posponiendo el baño en el pozo para esa hora en que el sol se pone y las aguas y el ambiente se acompasan en una frescura benefactora, nos encaminamos a casa del abuelo.

En la sombra de la fachada, junto al portal, estaba el coche: era el taxi que mi padre utilizaba para los desplazamientos familiares. El conductor dormitaba, la gran cabeza calva y rojiza apoyada contra el marco de la ventanilla. Mi padre paseaba delante de la casa, fumando un cigarrillo. Cada poco se detenía para golpear el suelo con su bastón, levantando una pequeña nubecilla de polvo. Me acerqué a él y me miró con extrañeza, besándome levemente cuando levanté yo la cabeza para besarle a él.

– ¿Dónde te habías metido? -me dijo.

– Estaba en el monte -repuse-. Este es Lupi.

Mi padre apenas le miró. Clavaba en mí sus ojos, con reprobación ante mi desaliño.

– Qué fachas -comentó.

[1] Falta una parte en el original.


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