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Cada uno de los rincones de la casa

Cada uno de los rincones de la casa, las calles y la plaza,- el río y el puente, la chopera y el monte, me hacían recobrar con vívida persistencia recuerdos concretos, que yo iba repasando como las páginas de esos libros que creemos olvidados pero que, cuando se reencuentran, nos devuelven con una precisión sin ambigüedades la textura y el olor del papel, el minucioso universo de los grabados y hasta la instantánea evocación de las complejas peripecias de este o aquel capítulo.

Permanecían en las paredes del zaguán aquellas escarpias de donde se tendían las cuerdas para colgar los fideos a secar: y me parecía sentir de nuevo el olor a harina, y ver al hombrecillo sentado en una banqueta, junto al barreño donde preparaba la masa que luego prensaba a través de la máquina, para ir dando forma a aquellos largos hilos que dejaba reposar un rato en el suelo, sobre un paño limpio, para luego colgarlos de las cuerdas, como gallardates de alguna fiesta incomprensible.

Era por la mañana (los dos veranos vino por la mañana) y, cuando yo me levanté, ya estaba él en el zaguán, muy oscuro a estas horas, manejando su aparato con silenciosa aplicación, como si quisiese terminar pronto su tarea para seguir, casa por casa y pueblo por pueblo, llenando los portales de fideos tendidos a secar, como guirnaldas pálidas.

También permanecía, invisible seguramente para otros ojos que no fuesen los míos, aquella huella difuminada junto al poyo de la fachada, la mancha de humo de la pequeña hoguera donde el hojalatero calentaba el estañador. Como el hombre de los fideos, el hojalatero pasaba todos los años, por las mismas fechas, a la misma hora: éste, nada más comer, cuando empezaban a espesarse las sombras de las tapias y de las paredes. Atropaba unos cuantos leños menudos, unas maderas, hacía su fogata y comenzaba a reparar los cacharros meticulosamente: la regadera, las aceiteras, los bebederos de los pollos, aquellas latas serradas longitudinalmente que servían también como comederos. Untaba de ácido las partes a soldar y luego las unía, depositando sobre ellas una porción de estaño que soldaba con el estañador, obligándola a estirarse contra las hojas de Zata, licuándola, haciendo que se desprendiesen bolitas diminutas que, cuando secas, parecían perlas de plata.

En todos los lugares vibraba todavía el eco de una presencia imposible de olvidar. Aunque era de día y el cielo estaba cubierto, la plaza suscitaba en mi memoria aquella personalidad suya de cuando las noches de titiriteros, bajo el cielo inmenso.

Íbamos todos desde nuestras casas, portadores de sillitas y banquetas, para asistir al espectáculo, que había sido pregonado por la tarde. Tres veces lo vi.

Ellos se colocaban junto a los muros de la iglesia. Un hombre fornido, acaso barrigón, de voz estentórea, una mujer vestida de andaluza, una niña y una cabra, constituían los elementos básicos del espectáculo. En cuanto al instrumental, solía componerse de una escalera de tijera (que servía para que la cabra se encaramase hasta lo más alto, a trancos cortos y torpes, animada por las exclamaciones del hombre, y para que la niña, en su turno, reptase por entre los peldaños, con una navaja abierta en cada mano, las puntas apoyadas en los pómulos), una silla de anea en que el hombre se sentaba a tocar (la guitarra, la bandurria o el acordeón) y una pequeña tarima sobre la que taconeaba la mujer, cuando le tocaba bailar.

Recuerdo ahora vivamente a uno de aquellos titiriteros recitando un poema: era la confesión de un borracho, de un hombre que se había dado a la bebida después de perder a su mujer y a sus hijos en un dramático accidente. El poema estaba interpolado con el estribillo de un tango, que el hombre modulaba desgañitadamente:

Tabernero, que hipnotizas
con tu brebaje de fuego,
sigue llenando mi copa,
dame vino, tabernero.

Bajo aquel cielo lleno de estrellas, partido en dos por la mancha blanca del Camino de Santiago, el espectáculo absorbía la atención devota de todos. El presentador solía comenzar su actuación con una anécdota que cautivaba al público:

– Al llegar a este pueblo, señoras y señores, se me acercó un muchacho para preguntarme lo que tenía que hacer para llegar a ser artista, como yo, y acompañarme por el mundo. «Vendrás conmigo si me traes un vaso de leche de paloma», le contesté. El se fue sin decir nada, pero al rato volvió con una paloma y me dijo: «Aquí le traigo la paloma para que la ordeñe usted mismo.»

El hombre guiñaba un ojo y sacudía una mano, dando énfasis a la listeza del chico, y la gente se reía complacida, asumiendo el indirecto homenaje con agradecido e ingenuo regocijo. Algunas mujeres se miraban preguntándose, crédulas, quién podría ser el muchacho protagonista de la anécdota.

Más allá de la plaza, la iglesia alzaba su espadaña. El nido de la cigüeña, ahora vacío, le servía de enorme sombrero. También la iglesia me sugería los recuerdos concretos de aquellas misas largas. El abuelo no iba nunca a misa y por eso yo tenía que sentarme delante, donde las mujeres, con la abuela, Trini y Olvido, sintiendo envidia de los hombres, que permanecían en el atrio hasta que la misa había comenzado y luego entraban con pisar ruidoso y pausado, para ocupar la parte trasera de la nave.

La luz de la mañana entraba por la portada y, reflejándose en el umbral, proyectaba contra las paredes y la bóveda un reverbero en el que flotaba el polvillo dorado y por el que cruzaban a veces pequeñas mariposas o alguna desconcertada golondrina. En el altar había una imagen pequeña de la Virgen con el Niño en brazos y unos cuadros muy oscuros, cuyo motivo había venido a resultar indescifrable. En uno de los cuadros, la negrura del tiempo había respetado solamente los ojos de una figura haciendo resaltar su misteriosa fijeza.

Recuerdo claramente que, en la iglesia, el olor de la cera se mezclaba con el de la yerba de los prados cercanos, en una rotunda proclamación de quietud veraniega que ajustaba su ritmo al compás del rito. Al salir, recogíamos de una cesta de mimbre los pedazos de hogaza bendita, culminando así una ceremonia que, siendo sin duda la misma misa del invierno colegial y sombrío, a mí me insinuaba sin embargo alguna desconocida celebración.

Envueltos en una atmósfera de penumbras, esos espacios (el nocturno, perfectamente acotado por la lejanía radiante de las estrellas y los muros de la plaza; el del zaguán, tan variado en sus perspectivas, de acuerdo con la fuente luminosa; el de la iglesia, similar en sus contornos al de alguna gruta fabulosa) me tr aían, con su recuerdo, la percepción física de una revivida plenitud. Nada le faltaba a mi ánimo para sentirse completo en aquellos ámbitos recordados, en los que mis días transcurrieron sin ansiedad ni espera, perfectos, ajustados milimétricamente a los espacios que los sustentaban.

Y la huerta, y la tienda. La tienda, en aquellas noches de la partida del abuelo, revivía en esta de ahora, vacía y polvorienta, golpeando mi memoria con la intensidad de una nostalgia dolorosa. Me parecía volver a verles, alargando la mano lentamente o golpeando con la ficha sobre la mesa, alzando la voz en los momentos cruciales del juego, convirtiendo en bravuconadas los malos azares.

Los contertulios del abuelo perdieron en mi recuerdo sus características individuales, pero mantenían incólume su personalidad como grupo, sus cuerpos flanqueando los cuatro lados de la mesa más pequeña de la tienda, las cabezas cubiertas por las boinas, las mejillas invadidas por los rastrojos de unas barbas siempre mal afeitadas, gruesos cigarrillos en las manos, los brazos animados de aquellas sacudidas intermitentes para aplastar la ficha contra la mesa, sus gritos propiciadores de fortuna.

El grupo se movía siguiendo el ritmo de alguna melodía inaudible, surgida acaso de las propias fichas de dorso negro que iban trazando sobre la mesa ese diminuto teclado que se va alargando por ambas puntas según el designio misterioso de los números.

Entre partida y partida, charlaban. Recuerdo casi frases enteras, porque la conversación me interesaba especialmente: hablaban de la Guerra de Corea, y la Guerra de Corea, que durante el invierno estaba presente en mi vida de un modo más insistente (en las fotos de los periódicos, en las noticias de la radio) adquiría no obstante allí, pese al manso panorama de la tienda, al suave aroma del campo vespertino y a la cordial intimidad de los jugadores, una realidad mucho más precisa y clara, una realidad que salía hecha palabras de sus bocas mientras discutían las operaciones y los movimientos de las tropas, los temperamentos y personalidades de los jefes, las características de las armas, con una familiaridad insoslayable que convertía el lejano suceso en cercano e inmediato.

Estaban pues ellos allí, más acá del vacío polvoriento, rodeados de la tienda como de un escenario expresamente preparado para ese bullicio suyo, que se repartía entre las voces, los golpes de las fichas, los chasquidos del mechero, el gorgoteo del vino desde la frasca hasta los vasos.

Y fuera, tan cercana, sin otra transición que el pasillo y la puerta (una transición que era también un preámbulo, un vestíbulo reverso) la huerta.

Aunque era de día y la mañana estaba cubierta por un cielo gris, la huerta mantenía irreductible aquella primitiva entidad que yo había encontrado en ella cuando niño: era la cubierta de un navío que atravesaba el espacio infinito, y en ella se compendiaba, árboles y fuente, yerba y flores, todo el mundo de fuera, también inmediato, separado sólo por unas tapias que no eran frontera sino medio de contacto y confluencia, ese mundo de los chopos, lis álamos, los alisos, los saúcos, las zarzamoras, las mimbreras, junto a las aguas del río, brillantes en los puertos y blancas en los rabiones, al pie del monte que iba creciendo entre peñas y sebes.

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