Me he imaginado a la muchacha gimiendo
Me he imaginado a la muchacha gimiendo, con un quejido como de gato tirada también en lo oscuro.
La esperábamos aquel día y la contemplamos mientras se acercaba, pedaleando en la bici. La vuelvo a ver envuelta en el reverbero del sol, entre las sombras de la calle, aquellas sombras pegadas a las fachadas como largos telones negros, y en aquel contraste con la luminosidad del mediodía comprendo ahora una clara señal premonitoria: ella significaba también un anuncio, un mensaje, brillante su vestido entre las sombras densas y verticales, resaltando entre la intensa claridad de su cuerpo su faz y sus manos oscuras.
Hay un hilo sutil que enlaza aquella imagen de la muchacha acercándose a nosotros sobre la bicicleta, como un augurio, con ella misma gimiendo, caída en la noche, y con nosotros mismos aquí, desplomados en la oscuridad.
Era grande: llevaba unos pantalones de pana, una cazadora de cuero artificial y una gran boina sobre los cabellos rizados.
Yo estaba sentado al sol, junto a la portalada, y Lupi trasteaba con unas piezas. Se saludaron. Yo cerré el libro, lo dejé sobre el poyo y me acerqué a ellos. La muchacha preguntaba si la avería había sido muy complicada.
– Según y cómo -dijo Lupi, mirándola con intención.
Ella quería saber qué había sido exactamente. Lupi rodeó la furgoneta y abrió las portezuelas.
– Estuve buscando las herramientas del coche, revolviendo aquí un poco.
Movió las mantas, pero la muchacha no manifestó ninguna señal de preocupación. Entonces, Lupi separó la manta. -Y me encontré esto.
Ahora sí que se sorprendió la muchacha: dio un respingo, y miró a Lupi con los ojos muy abiertos. El continuó, con sarcasmo:
– No me digas que las usáis para escardar.
Era un día soleado de otoño. Uno de esos días en que consigue el sol imponerse todavía sobre las primeras lluvias pero que, pese a la apariencia de estío postrimero, hay en todo una evidente intuición invernal.
En el pueblo, se vivían entonces insólitas novedades, que habían comenzado con la gran explosión, la madrugada de la patrona, cuando todos nos despertamos y yo pensé, como los demás, que se trataba de un cohete de especial potencia. Entraba por el ventanuco la suave claridad del alba y había refrescado. Tras un breve silencio, los pájaros continuaron sus primeros gorjeos. Lupi se había sentado en la cama y sostenía el despertador en la mano.
(Pero no era ningún anuncio de la fiesta: por la mañana, en la gran explanada destinada a las instalaciones de la Planta, pudimos contemplar cómo se había esparcido la chatarra de una de aquellas enormes excavadoras, destripada por la explosión. Y unos días después de la destrucción de la excavadora, los anónimos saboteadores robaron una carga de explosivos y volaron uno de los puertos del río, anegando la parte inferior de la excavación y anulando, al parecer, el trabajo de todo un mes.)
Una muchacha grande, viva, de voz fuerte. Me apena imaginármela llorando entre lo oscuro, derrotada. Entonces no dijo nada. Inmóvil, miraba alternativamente a Lupi y el arma. Lupi tapó otra vez y cerró las portezuelas.
– ¿Qué te parece?
La muchacha pertenecía a la comunidad de labradores bisoños. Les habíamos visto a todos juntos una vez, en aquella manifestación contra la Planta en la que ellos fueron los únicos protagonistas, ondeando ante el decrépito ayuntamiento una pancarta cuyo adorno principal consistía en una calavera encima de dos tibias cruzadas. Por el color de su piel, la muchacha se singularizaba entre el resto del grupo.
Recuperó la serenidad:
– No sé nada de eso. Tendré que hablar con los demás.
(A pesar de todo, las obras continuaron. A los trabajadores habituales, que vestían monos y cascos verdes, se incorporó una pequeña tropa de policías de la empresa con armas y uniforme azul oscuro. También se volvió más numerosa la dotación de la casa-cuartel. Y todos asistíamos con admiración al desarrollo de aquellas grandes obras: la explanada era tan extensa que, desde un extremo, los chopos que flanqueaban el otro lado se veían como modestos matorrales. Luego, cuando comenzaron la torre, la admiración se convirtió en estupefacción: nadie había visto nunca una estructura tan alta, una estructura que parecía querer llegar hasta las nubes. Las gentes del pueblo miraban todo aquello sin comprensión ni criterio, aunque las hojas volanderas, nocturnamente repartidas bajo las puertas, vaticinaban un futuro nefasto, asegurando que nadie compraría las legumbres, la leche, la remolacha y el ganado cuando la Planta estuviese en funcionamiento. Y los alrededores del pueblo, antes tan dispuestos a la serenidad de los lentos paseos, fueron llenándose de ruidos, de voces, de desechos, fueron recibiendo, sobre su tradicional estampa, otra máscara que delimitaba poderosamente la nueva caracterización. Cuando me subía hasta el castro y me sentaba a contemplar el paisaje, encontraba sin poder evitarlo aquella estructura gigantesca creciendo de día en día. Empecé entonces a reflexionar en mi futuro y a plantearme la conveniencia de marchar a otro sitio, de avanzar acaso río arriba en busca de esa identidad rural que aquí se estaba arruinando. Pero mi venida al pueblo del abuelo había sido, precisamente, para reencontrar unos lugares que yo creía verdaderos por haberlos vivido intensamente; y, desde ese punto de vista, ningún otro podía reemplazarlos. Y del mismo modo que asumí en su día el telegrama del abuelo como una suerte de signo mágico que anunciaba una transformación en mi vida, acepté también que la construcción de la Planta era una señal de cambio; y su propio cuerpo enorme, estrepitoso en el paisaje, le daba a la sugestión aquella de cambio un aire trágico inevitable. Y, sorprendentemente, ahora que comenzaba a ser consciente de todos aquellos cambios, a ver con lucidez cómo el pueblo se disolvía en su propio pasado, innominado e invisible, una abulia familiar despertaba de nuevo en mi ánimo y me sentía devuelto a aquella aceptación pacífica y neutra de un insoslayable devenir, una aceptación contra la que solamente me he rebelado en contadas ocasiones, muy niño, cuando quería saber la verdad de lo que yo era, y que las verdades fuesen concretas y abarcables, que no tuviesen recovecos, que se captasen de una sola mirada. Porque una verdad más compleja, amplia, permitía los claroscuros, las ambigüedades, las sombras, podía ser interpolada de mentiras disfrazadas.)
Lupi se lavaba en el pilón, enjugando la espuma negra. Luego, se secó con un trapo.
– Perdía aceite -dijo-. Pero ya está arreglado.
Los tres nos mirábamos. Yo deseaba terminar aquella situación, salir al sol, volver a mi lectura. Pero Lupi, al parecer, encontraba en todo aquello un sabor aventurero.
– Me apetece hablar con ellos. Nos vamos contigo.
No quise contradecirle y guardé silencio. Arrastró la bicicleta de la muchacha por el manillar y, tras abrir de nuevo las portezuelas, la metió en la trasera de la furgoneta, la tumbó con cuidado y se encaramó él mismo, sentándose sobre la manta, con el cuerpo apoyado en los asientos. Yo me senté junto a la chica, que puso en marcha el motor y fue conduciendo atentamente. La voz de Lupi, atrás, la interpelaba.
– De dónde eres tú.
La muchacha le miró por el retrovisor.
– ¿Yo? Yo soy de aquí, no te vayas a creer. Hablaba con voz fuerte, mirando a Lupi de vez en cuando por el espejo.
– Mi padre vino a trabajar a las minas y luego se trajo a mamá. Aquí nacimos media familia.
Contra su piel achocolatada, resaltaban los dientes, la lengua, los ojos. Tenía un pelo fino y enmarañado, sutil como humo. Lupi se había apoyado en los respaldos de los asientos y ponía su cabeza entre los dos. Habló con vaga simpatía:
– Nosotros también somos de aquí; yo, del mismo pueblo, y éste, de la capital.
(También aquella verdad, ser de la capital, me parecía confusa e inabarcable. Envidiaba a las criadas por su origen. Cuando decían que eran de tal pueblo, yo comprendía, en el mismo nombre del pueblo, en la manera de pronunciarlo, que ellas lo abarcaban en su recuerdo con una sola mirada, de una sola vez. Sus pueblos tenían de verdad un lugar concreto e inconfundible en el mundo, unas características definidas, un río precisamente así de ancho, con una alameda en la orilla izquierda, junto al puente, más allá de las eras, y dos lomas juntas como tetas de mujer, y una iglesia con dos campanas en su espadaña, y unas calles que era posible recorrer con un paseo único y que permitían conocer plenamente las perspectivas de las casas, su fachada y su trasera, sus portales y sus cancelas, las bardas de sus corrales y las sebes de sus huertas. Porque la capital era irreconocible, inasequible. Las casas eran innumerables, las calles permitían demasiadas perspectivas para su contemplación: era imposible conocerlas del todo, saber de verdad cómo eran, y muchas permanecerían para siempre desconocidas, incluso hostiles. Ser de la capital se escurría como agua, era no ser de algún sitio. Algunas veces, al pasar por delante de una gran casa de ladrillo, sin balcones, me decían que allí había nacido yo; y yo miraba la casa con la misma impasibilidad que ella mantenía frente a mí. Mi calle, que era lo más cercano, tenía también esa ambigüedad de las cosas grandes y complejas. Por eso yo envidiaba en las criadas aquellos pueblos, aquellas aldeas que casi podía ver con mi imaginación mientras, a mis preguntas, ellas me las iban describiendo árbol por árbol, casa por casa, vecino por vecino, corral por corral, vaca por vaca. Mi envidia no era compensada siquiera por las burlas con que mi padre se admiraba de aquellos nombres tan peculiarmente remotos y pueblerinos, de aquellas cronistas tan toscas. Ser de la capital era ser de ninguna parte, y creo que fue por eso por lo que me vinculé con tanto fervor al pueblo del abuelo. El pueblo del abuelo quedaba exacto en la memoria, con sus sombras cambiantes, con sus luces distintas cada hora del día. Era posible llevarlo dentro con todas sus características, sin olvidar ninguna. Era posible recordar a todos sus vecinos. Era posible conocer las historias más relevantes, hasta tiempos lejanísimos de tan in-concretos, vivas y frescas: algún asalto de los lobos, el cadáver de un desconocido arrastrado río abajo, el incendio de alguna casa. Y, aunque ahora ya sé que somos de donde elegimos ser, me recuerdo niño, contemplando con observación rigurosa los gestos del rostro, las muecas de los ojos y del entrecejo y de la boca, de los labios, de esa criada que, al contarme las hogueras de San Juan en su pueblo, me relataba un paisaje mucho más vivo y deseable que cualquiera de los que me rodeaban en la vida cotidiana. Por eso, al aceptar el pueblo del abuelo como el mío propio, me había parecido salvarme de una orfandad irremediable.)