La muchacha dijo que se llamaba Camino y Lupi le informó de cómo nos llamábamos nosotros. Pese al asunto que se mantenía en la base de nuestra relación, la charla era cordial. Lupi hablaba ya francamente en tono de broma.
– Anda, que tú no te pondrás morena con la siega.
La chica se echó a reír. Lupi siguió hablándole, con sorna amable:
– Y cómo te dio por meterte a labradora. Porque me parece que tú sabes poco de eso.
– ¿Quién te lo dijo?
Lupi me palmeaba los hombros, como buscando mi complicidad en la burla.
– Por ahí lo dicen.
La muchacha se encogió de hombros.
– Todo se aprende -repuso.
En su juvenil confianza se evidenciaba una gran fe. Había hecho magisterio y sería la maestra de la comunidad, cuando hubiese niños. Tenía unos miembros grandes, unas manos fuertes, largas y finas. Me imagino ahora el burujo de su cuerpo en la oscuridad, y casi la oigo, quejándose, gimiendo como un gato, sobre este sonido que parece el inicio de una voz, o de un trueno.
En las palabras de Lupi latía una indiscutible cordialidad. Allí nació su amistad por aquella muchacha, que luego incluiría a toda la comunidad. Breves encuentros con ella y sus compañeros, y luego largas veladas, de las que volvía con los ojos brillantes y un ostentoso ademán de secreto, le llevaron a revolver en el desván hasta encontrar la vieja maleta de madera que llevaba una larga correa sujeta a los lados, como bandolera, aquel gran cabás donde permanecían diversos útiles de su época de minero, y a contestar con evasivas a mis preguntas por aquel súbito interés suyo en los trastos del pasado.
De modo que, cuando llegamos, había entre nosotros cierta familiaridad.
Los muchachos se atareaban dispersos por los huertos. Camino detuvo la furgoneta y nos encaminamos los tres a la casa.
Atravesamos el zaguán y seguimos un pasillo breve, hasta llegar ante una puerta de color marrón. Camino la abrió: dentro de la habitación, que no era muy grande, escribía a máquina con dos dedos un muchacho delgado, muy joven también. El sol penetraba a través de los cristales, bastante sucios, de un gran ventanal de madera
El muchacho miró a Camino interrogativamente. Ella nos señaló con la mano.
– Son los del taller. Encontraron una metralleta en el coche.
Entonces, el muchacho se puso en pie y nos contempló con evidente inquietud.
Pero aquellos meses, mientras el frío iba arreciando y la vega se desnudaba y apagaba, mientras yo creía decidir, con firmeza ya, que mi vida aquí había perdido el sentido y que era preciso iniciar otra etapa, Lupi, afirmando su secreto de forma sutilmente retadora, iba estableciendo conmigo una especie de disentimiento, después de la habitual unanimidad de tantos años.
Silencioso, construía con meticulosidad lenta y aplicada inusuales artefactos. Y yo, contemplándole mientras enrollaba aquellas bobinas de hilo dorado, mientras serraba y pulía las piezas del generador, aunque sumido en una enorme ansiedad, me sentía incapaz de marcharme.
Conocí por fin los detalles de aquella operación. Todos los planes, la confección de los dispositivos, la preparación de los cebos, mantenían a Lupi en una euforia nerviosa. El asunto se llevaría a cabo en la última noche del año.
– Oye -decidí al fin, una noche-. Os llevo yo.
En esos ojos suyos, ahora inmóviles y fríos, vuelvo a ver el brillo regocijado, bajo las cejas descoloridas. Vuelvo a contemplar aquella llamita de afecto encendida mientras yo continuaba exponiendo mi ofrecimiento:
– Si la cosa sale bien, os espero en el coche. Si no, me largo, no creas.
Y mi recuerdo de aquel Lupi eufórico se entrelaza con la visión de este Lupi impasible, estático; y en sus ojos fijos recuerdo también los ojos brillantes de Camino, caída también al parecer en algún lugar, como nosotros, bajo esta misma noche y esta misma luna, quejándose como un pequeño animal herido.