Aunque la luz sea tan escasa (porque es de noche)
Aunque la luz sea tan escasa (porque es de noche), es suficiente testimonio de tu lenta recuperación de la conciencia: la vas descubriendo poco a poco, como si ascendieses, sujeto de una cuerda, desde el fondo oscuro de una sima.
Intentas moverte sin conseguirlo y quedas así, boca arriba, mirando el cielo por el que se deslizan velozmente las nubes, ocultando intermitentemente las estrellas, tan brillantes en el frío, que al cabo de unos instantes de inmóvil contemplación parecen crecer y hacer más vivos sus destellos, como las nubes parecen hacerse cada vez más grandes, conviniendo el trenzado de sus gruesos volúmenes en los intestinos de alguna bestia inmensa muerta también allá arriba.
Al hilo del despertar, vas asumiendo el silencio que te rodea y la soledad de tu propio abandono como testimonios inequívocos de la derrota: la batalla debió terminar hace tiempo, acaso cuando los últimos reflejos de poniente, pero tú no lo supiste.
Sientes en las entrañas un dolor cada vez más agudo y comprendes que estás malherido, que te estás muriendo. Esto es, pues, morirse, piensas. Ir reduciendo de tamaño en la noche, mientras tu dolor convierte todo lo que te rodea en la imagen de su ámbito más concreto, y el universo no humano parece alzarse sobre ti como una presencia viva, como se alza un cuerpo humano junto a ese sapo que cruza la senda y que comprende de pronto la enorme presencia a su lado.
Entre el viento, que vuela sobre ti con rachas violentas, te llegan unos rumores muy precisos: chasquidos, rezongos, gorgoteos; cuando el viento reposa, los sonidos son claros y cercanos. Sólo un ignorante los confundiría con el meneo de las ramas o las corrientes del agua: son oliscadas, lametones, mordiscos. Los lobos han bajado a cebarse, mastican. Tú también has sido lobo y sabes que los lobos no respetan a los guerreros vencidos.
Has sido lobo como has sido trucha, como has sido golondrina de pecho amarillo, y toro mugidor, y gallo de mil gallinas, y cigüeña, y rebeco. En el fluir infinito de la vida has sido muchas vidas distintas, vidas que no recuerdas pero que mantuvieron a través de los tiempos tu sustancia.
Acaso tú también una noche has arrancado pedazos de carne del cuerpo de un guerrero moribundo y los has tragado con avidez, sin conocer que alguna vez serias consciente de ese posible pasado, cuando tus avatares culminasen en ser uno más entre los hombres verdaderos, uno más entre la gente del caldero de oro.
Hoy yaces vencido y, aunque sigues sujetando el escudo en una mano y la lanza en la otra (sientes en las palmas el tacto familiar de la madera y del cuero, resaltando en el frío, tan precisos como si los contemplases), lo haces solamente en la inercia de un gesto instintivo, ya sin firmeza alguna. Percibes en todos tus miembros la llegada de la muerte como la oscura melodía de una balada que se comprende sin oír, cantada con voces de negrura y no de sonido.
Tu propio cuerpo aquí tirado, abandonado al hambre de las bestias salvajes, indica que el resultado de la batalla ha sido desfavorable. Las sombras se han hecho aún más espesas en torno al futuro de tu pueblo. Esta noche, la sangre de los caballos no llenará el caldero, ni la sangre de los enemigos. No habrá fiesta a la luz del fuego, con cantos y danzas. Sin duda, ahora mismo, en la montaña, sin guerreros ya, las mujeres preparan la huida, la retirada a los ocultos escondites de los picos, seguras de que sus hombres no regresarán. Y te parece verlas, con los niños y los ganados, cargadas de fardos, sólo bultos en la noche como los de las peñas y los árboles.
Desde una época lejana, ahora se desentraña en ti, con todas sus circunstancias, tu propia historia. Tiene esa minuciosidad de los relatos que se cuentan junto al fuego en las noches de hilar.
El relato está comenzando. El narrador habla lentamente y los rostros de todos se vuelven hacia él. Habla de vosotros, los guardadores del caldero de oro. Ha señalado, poniendo mucho énfasis en su discurso, cómo aquella gloriosa custodia motivaba que vuestra presencia fuese sagrada entre todas las gentes del pueblo de los hombres verdaderos, en ambas orillas.
El caldero había venido con el pueblo, hacía mucho tiempo. Con los abuelos de los antiguos, mucho antes incluso de que fuesen viejas las noticias de los invasores venidos de donde nace el sol.
El narrador contará, como hacía el tío-señor-tío cuando erais niños tú y los guerreros de tu tiempo, la historia del caldero.
Tenía mucha magia, mucho poder. La mano del orfebre (un orfebre sin duda divino) había simbolizado en sus figuras la historia del pueblo, desde la dominación de las cosas y de los animales hasta la diseminación por los valles, las montañas y los ríos. La historia de su pasado, pero también la de su futuro: su destino. Había en el caldero figuras arcanas, enigmáticas, cuyo significado nadie podía descifrar: el gran torso que sostenía dos caballos, que era acaso el monte original donde nacieran los primeros hombres y los primeros caballos; los jinetes que cabalgaban aquellas truchas gigantescas en misterioso viaje; los portadores cornudos de las ruedas, que eran quizá el sol y las estrellas; la mujer que abre su sexo con las manos, que acaso es la luna; ese nadador que es también volador, nadador en el espacio.
Transportado a través de los tiempos, correspondía la guarda del caldero a una gente cada tres generaciones, y la gente que lo custodiaba era honrada por las demás gentes del pueblo: tenía el privilegio de los sacrificios (cuando, como ahora, había una guerra que afectaba a todos, o cuando los grandes cataclismos asolaban la tierra -aludes, riadas, la peste de las bestias-, o cuando nacían solamente niños o solamente niñas durante un largo período), ponía las condiciones en los juegos (marcaba los mojones en las carreras, cuidaba los gallos expiatorios) y daba fe de las suertes de prados y bosques, en los repartos que se hacían también cada tres generaciones.
La sangre de los sacrificios era el alimento del caldero. Le daba calor al oro y vida al destino que señalaban las figuras. Mientras el caldero tuviese sangre, todas las gentes del pueblo de los hombres verdaderos la tendrían. El caldero era el corazón secreto del pueblo.
El caldero era también el vértice de todos los cambios y de todas las mutaciones: presidía, colocado sobre la peña, los ritos de la vida. Reflejaba el fuego de las primeras hogueras, cuando se invocaba la cosecha, cuando se animaba a despuntar al cereal y a granar a las bellotas, a las nueces. En todas las ceremonias, para la noche de verano y para la de invierno, para la investidura de la mocedad y para las bodas, para el nombre de los hijos de la gente y para los banquetes de las exequias, el caldero reflejaba el resplandor de las hogueras encendidas en el pináculo del poblado, aquellas hogueras que eran una gozosa comunicación con las otras gentes: ya que, al cabo de un breve espacio de tiempo, se iban encendiendo en la negra lejanía las hogueras de los demás poblados, llenando la oscuridad de nuevas y potentes estrellas.
Sí, el narrador hablará del caldero de oro, suscitará en los oyentes la evocación de su presencia mágica y maravillosa. Luego, hablará de aquella época azarosa, cuando los invasores iban acercándose al pueblo cada vez más. Señalará cómo, en aquellos tiempos, se habían escuchado ya muchas historias sobre los invasores; y cómo las gentes de los pueblos de ambas orillas escuchaban aquellas historias con risas, sin interés, considerándolas un tema ajeno, que no les preocupaba.
En las fiestas, cuando venían los jóvenes del otro lado del río con sus caballos para competir, se hablaba de los invasores de Oriente con burla, sin considerar jamás que pudiesen resultar una amenaza para ellos, porque su afán de dominio parecía satisfacerse de sobra con haber sojuzgado a los pueblos del trigo, al socaire de pactos muy complicados, que pretendían aparecer como acuerdos amistosos.
Aquellos guerreros necesitaban una magia muy complicada para luchar: tenían que ponerse juntos, de mayor a menor, con aquellos escudos suyos rectangulares, pesadísimos, propios de guerreros excesivamente cautelosos, andando acompasadamente, bien pegados los unos a los otros.
Se conservaba una larga canción de burla compuesta por un bardo de la otra orilla, ya muerto, que les había visto hacía muchos años pelear en la llanura. Todos coreaban entre risas el estribillo de la canción:
No es guerra sino acarreo:
así la hormiga penosamente avanza.
No hay furia sino cavar cavar cavar
(tal que los topos).
Caminata perenne sobre los pies cansados,
se proclaman guerreros y sólo son rebaño.
Después, el narrador se referirá a vosotros, concretamente a ti y a los guerreros de tu pueblo, de tu tiempo. Describirá el lugar donde nacisteis; hablará del sol brillando en el río que corre por el valle, al pie de las peñas donde se encararnan los poblados; describirá los matices del tiempo mientras la Gran Serpiente gira y pasa la nieve, y retoñan las hojas, y pasa el calor, y las hojas amarillean; hablará de tu gente, del tío-señor-tío (que perdió tres dedos de una mano en una guerra, y al que el Herrero Maestro le hizo una mano de hierro que era tan fuerte como la de verdad), de la Vieja Abuela, que conocía las virtudes y los maleficios de las hierbas y de las setas, de las aguas con la luz del sol, con la de la luna y con la del lucero; hablará del tiempo de tu niñez, irá enumerando una tras otra las artes del pueblo, que tú aprendiste: las de la tierra, las de las bestias, la, de la pesca, las de levantar paredes, las de techar, y todas las artes de la pelea.
Hablará luego del tiempo en que floreciste en tu pubertad y fuiste aceptado entre los mozos: ahora su voz será más lenta, él mismo se regocijará en su relato. Contará cómo, la noche de verano, bajó el mozo mayor con los mozos nuevos y os hizo bañaros en el río. Chapoteasteis con alborozo entre las aguas, os empujabais unos a otros, para evadir las feroces ahogadillas con que el mozo mayor castigaba el descuido de su presencia. Aquella agua se llevaba vuestro espíritu de niños, os traía desde las montañas el nuevo espíritu que desde entonces os impregnaría. Al salir del agua, el mozo mayor os ordenó borrar los senderos y abrir las cancelas de las Bebes para que escapase el ganado que permanecía ocasionalmente en algunos prados. Os llevasteis un carro que había quedado, sin duda por descuido, fuera del cobijo de un hórreo y lo colgasteis de un aliso, a la orilla del río, tras grandes esfuerzos que se iban en súbitas explosiones de risa contenida. Fue noche de mucho trabajo: también era preciso escurrirse por los vanos de las puertas con paso sigiloso y furtivo, lentamente, eludiendo a los durmientes (quedando largo rato inmóviles cuando un niño llora y su madre, de pronto despierta, le calma, o cuando un perro gruñe) como espectros entre los alientos familiares y cálidos de las chozas, para encontrar los lugares precisos donde robar la ceniza del hogar, las carnes curadas, los huevos, las natas de la leche, los quesos, pues con todo ello, al día siguiente, debíais hacer la ofrenda y el festejo de los mozos antiguos.