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Volví al otro nivel y contemplé con minuciosidad el mosaico. Era muy hermoso. Los ojos de la gran cabeza me miraban con enigmática severidad. A la iluminación combinada de la bombilla y de la lámpara de gas, las algas, los pulpos, las estrellas de mar conseguían en efecto una apariencia misteriosamente viva. Pasé la mano sobre las teselas brillantes, que parecían recién colocadas.

Tras cerrar otra vez la estantería, subí a la cocina. Olvido no estaba, y salí a la huerta. Había dejado de llover y la noche, tan húmeda, parecía doblemente serena en el silencio. Arriba, en mi habitación de cuando niño, había luz, y brillaba en las gotas de agua que se escurrían por las ramas deshojadas de los frutales.

Entre tanta quietud, me sobresalta una figura extraña. Tengo entonces la exacta visión de mi abuelo en medio de la huerta, envuelto en su guardapolvos, la cabeza blanca y pequeña, esta vez sin boina, mirándome. Aunque comprendo casi instantáneamente mi error, el corazón me da un brinco asustado dentro del pecho: la supuesta cabeza lanza un fuerte graznido, abre unas grandes alas blancas, echa a volar. Me acerco despacio y compruebo que el supuesto cuerpo es la vieja piedra cilíndrica que servía de asiento junto a la fuente, ahora enhiesta. La toco y mis latidos agitados repercuten en las yemas de mis dedos, se incorporan al tacto de la columna como si ella estuviera latiendo también.

Arriba se apaga la luz de la habitación y los pasos, la voz de Olvido, me devuelven a la doméstica bonanza de la casa.

– Ya está la cama -dice desde la puerta-. Y entra aquí, no cojas frío.

Obedezco.

– ¿No trajiste ropa?

– La tengo en el coche -respondo.

Salgo ahora a la noche de la calle, menos luminosa que la de la huerta. El perro ladra mirando las sombras de las otras casas. Saco el maletín y luego llamo al perro, haciéndole entrar en la casa antes de cerrar el portón y atrancarlo, en un ademán que me devuelve también con precisión los gestos de otras noches lejanas.

Vuelvo a la cocina, me siento a la mesa, en el mismo sitio que lo hice cuando llegué, y Olvido me sirve la cena. Igual que antes, se sienta frente a mí y me mira mientras como.

– ¿No tomas nada tú?

– Come y calla -responde, risueña.

Cuando termino, recoge mis platos y cubiertos. Es entonces cuando se sirve otro tazón de café con leche, que miga con pan parsimoniosamente.

Yo la contemplo otra vez con embeleso y me voy sintiendo gozosamente cansado, soñoliento. Cuando ella se pone a fregar los cacharros, subo a mi habitación.

La llamábamos la habitación del espejo porque tenía un armario de luna. La cama era metálica, muy alta. Sobre la cabecera había un gran cuadro de la Virgen del Camino.

Me introduzco al fin en la cama, hundiéndome en el colchón, y apago la luz apretando el botón de la pera que cuelga entre los barrotes.

Ahora el silencio vuelve a tener el contrapunto de la lluvia y mi olfato registra con placer ese olor venerable a ropa, a maderas añejas.

Estoy flotando en una suave modorra cuando se abre la puerta.

– Qué pasa -exclamo-. ¿Eres tú, Olvido?

– Chist -dice ella-. Soy yo.

Oigo sus pasos atravesar a oscuras la habitación, siento sus manos tanteando la colcha, tanteando mis piernas. Ha levantado el embozo y se mete en la cama, acercando al mío su gran cuerpo. La cama cruje y quedamos pegados el uno al otro.

– Tengo miedo, tan sola -musita Olvido.

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